jueves, 27 de septiembre de 2012

Cuerpos violentados. ¿Por qué se consiente?

LA VANGUARDIA, Tendencias / 27 de septiembre de 2012


Es habitual escuchar relatos de deportistas que se quejan de la presión que sienten para alcanzar el éxito y de cómo deben forzar su cuerpo hasta límites insospechados, un sufrimiento físico y psicológico que sólo el brillo de las medallas parece ocultar.

“No pain, no glory” es un viejo lema que acompaña el esfuerzo como requisito para alcanzar el objetivo, sea éste de elite o de la práctica deportiva común. El problema es cuando el éxito tiene un precio que desborda al sujeto mismo. Muestra entonces su reverso que no es otro que la ferocidad de un imperativo sin límites que pide siempre más. Hace un par de años conocimos el caso de un concursante de sauna, en Finlandia,  que murió al ganar una competición por violentar su cuerpo hasta la muerte.

¿Cómo consiente alguien a una presión extrema? Una respuesta simple sería reducir la causa a la demanda insistente y abusiva del otro (entrenador, familia, sociedad). Sin descartar este factor, la pregunta es por qué el sujeto consentiría a esa coacción durante tanto tiempo.

Hay factores ligados al momento vital (infancia, adolescencia) del deportista y a la fascinación que produce en él la influencia de un tutor poderoso y reconocido como experto o triunfador en ese mismo ámbito.

Pero hay otro factor clave ligado a la significación que tiene hoy el cuerpo para todos nosotros. El psicoanalista Jacques Lacan nos recordaba que el hombre está capturado por la imagen de su cuerpo, lo adora como si fuese su única consistencia. El cuerpo se convierte así en nuestro nuevo partenaire y por eso asistimos a un culto alrededor de ese nuevo ídolo. Hoy la búsqueda de la excelencia pasa por un nuevo coraje que discipline el cuerpo: desde el body building hasta la creciente industria del dopaje y el mercado de remodelado del cuerpo, que alcanza a actores, deportistas, militares y ciudadanos de a pie.
Todas estas estrategias de disciplinar los cuerpos apuntan en la misma dirección: alcanzar una imagen de nosotros mismos aceptable y amable para el otro, lo que incluye también el creciente furor por los tatuajes, tan presentes en los deportistas de élite. La paradoja es que el cuerpo en sí carece de límites y siempre pide “un esfuerzo más”, lo que puede alimentar el sadismo de algunos o llegar al extremo de la muerte como freno final.

 “En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. Esta afirmación de Bauman explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.





domingo, 2 de septiembre de 2012

La fascinación por el lujo


LA VANGUARDIA, Tendencias, 28 de agosto de 2012

José Ramón Ubieto

La opinión pública rechaza hoy la exhibición del lujo y la opulencia pero no es seguro que el lujo, en sí mismo, sea denostado. Los ideales democráticos y la exaltación del individualismo han sembrado la idea que ese lujo podía estar al alcance de todos, ricos y pobres. La realidad es que para la inmensa mayoría se trata de una satisfacción low cost, en forma de viajes o bienes “pirateados”.
 
Nuestra época se caracteriza por el ansia de un bienestar (algunos atrevidos le llaman felicidad) fundado en el tener y consumir objetos, impensables hace tan sólo unas décadas. La exhibición que de ellos hacen algunos personajes, incluso líderes notables, les otorga poder y seducción y al tiempo alimenta nuestra ilusión de obtenerlos. Omar Pamuk lo ha descrito maravillosamente en “El museo de la inocencia” cuando la burguesía turca quedó fascinada, en los años 50 y 60 por el lujo y el consumo occidental.
 
El ser de nuestro sujeto hipermoderno ya no radica en sus ideales, sino en la satisfacción que obtiene con los objetos que lo rodean y, en primer lugar, con su cuerpo.  Por eso alcanzar la opulencia y exhibir el lujo son dos caras de la misma satisfacción. Mostrarse es intrínseco al lujo y ello ha generado toda una industria alrededor. Desde la publicidad de objetos de lujo hasta las revistas del corazón que no dejan de exhibir el modo de vida de personajes opulentos.  Estamos en crisis pero el kiosco sigue proporcionándonos imágenes paradisiacas de famosos y aristócratas en sus yates o islas exóticas, con casas en las que cualquier objeto indica algo del valor supuesto de su propietario.
 
Ese lujo que unos muestran –obteniendo su recompensa por ello- y que otros observan fascinados, difícilmente puede ocultarse ya que rinde beneficio para todos. Unos lo usan como semblante de ser privilegiado y otros sueñan con acariciarlo. De hecho, mantenerse a una cierta distancia alimenta el deseo de lo que falta.
 
Hoy el tabú se extiende sobre la exhibición pública, especialmente por parte de los líderes políticos y financieros, responsables de una crisis que ha devuelto a la necesidad (estado previo al deseo) a un lugar vital para muchas familias y personas. El sentimiento de estafa y engaño de buena parte de la población hace insostenible la ficción de una vida de lujo cuando cubrir las necesidades básicas empieza a ser ya un lujo para muchos. En este cambio de discurso no es extraño que algunos se sorprendan de las críticas recibidas por su opulencia ya que para ellos se trata de mantener su ser de privilegio.