lunes, 14 de enero de 2013

Violencias invisibles




José Ramón Ubieto. Psicoanalista

El caso de los hermanos  Ruth y José o de Miriam, todos ellos niños asesinados por sus progenitores o cuidadores adultos, es una metáfora dramática de la invisibilidad y anonimato en que se ejercita la violencia contra los niños. Es un caso extremo pero ni mucho menos único. Cada día miles de niños en nuestro país sufren en silencio esa violencia por parte de sus progenitores, generalmente del padre, o de otros familiares con los que conviven.

En ocasiones se trata de una violencia física que deja huellas corporales y termina por detectarse. Muchas otras es una violencia más sutil, fruto de la negligencia o del maltrato psicológico intencionado o derivado de una patología mental grave.

Freud nos mostró los diferentes lugares que toman los hijos en la subjetividad de los padres y es por eso que la incidencia de esta violencia en un niño, si bien es siempre grave, en cada caso toma rasgos particulares, dependiendo de otros muchos factores (duración, actitud de los otros familiares, apoyo social, respuesta subjetiva de cada uno). 

La invisibilidad de esta violencia la hace más persistente y para algunas familias constituye su clave secreta, el lazo que las cohesiona, alrededor del cual la familia se mantiene unida y muda. A veces pasa un tiempo largo hasta que esa violencia “estalla” y surge como síntoma insoportable para alguien, habitualmente un hijo/a adolescente. Este vínculo paradójico, en que violencia y lazo afectivo se conjugan, produce efectos duraderos en los niños y a veces sólo una posterior ruptura permite tratarlos adecuadamente.

Como toda violencia, no se reduce al acto agresivo. Hay siempre una lógica y un proceso que puede sostenerse en discursos religiosos o culturales o en un odio feroz de carácter misógino. Son discursos que sirven al agresor para “legitimar” su acto y velar de paso algo del horror en juego. La ruptura, por parte de la mujer, de la relación de pareja quiebra esa homeostasis patológica y es vivida por el hombre como un abandono insoportable. Es entonces “en los confines donde la palabra dimite, donde empieza el dominio de la violencia que reina ya allí, incluso sin que se la provoque” (Jacques Lacan).

Fue Medea quien, despechada por el abandono de Jasón, mató a sus hijos, su bien más preciado como madre. De esta manera golpeó al hombre allí donde más podía dolerle en su condición de padre. Hoy cada nueva Medea nos conmociona por su excepcionalidad pero la regla, a menudo invisible, es otra.