martes, 19 de marzo de 2013

¿Vamos hacia una dictadura de la transparencia?


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

Escuchar las conversaciones privadas de un hombre público, ver en directo por TV como esposan y trasladan a un detenido, leer los documentos confidenciales entre cancilleres, curiosear en las intimidades de los famosos o localizarlos en tiempo real mediante una web radar (http://www.justspotted.com), todo eso forma parte ya de nuestra cotidianeidad.

Más allá de su legalidad, nos plantea interrogantes sobre este afán de volver todo transparente, anular los secretos, como si la vida o el sujeto mismo debieran (y pudieran) ser transparentes. ¿De donde surge ese empuje que a veces toma la forma de una “servidumbre voluntaria” (Étienne de La Boétie)?

Parece responder a una curiosa mezcla de dos satisfacciones, más o menos conscientes. Por una parte la satisfacción de la mirada que se recrea en el espectáculo mismo de las desgracias del otro, sobre todo si éste ha conocido tiempos mejores. Por otra parte el goce que resulta del juicio moral que castiga al otro por su falta, esa lección de ejemplaridad que algunos gobiernos quieren dar en ocasiones, no es ajena a una cierta satisfacción por la aplicación de la sanción misma. Kant (imperativo moral) con Sade (goce sádico) es la pareja que el psicoanalista Jacques Lacan compuso para mostrar esa doble satisfacción que encontramos en la imposición de la ley y en su reverso, la transgresión forzada.

La exigencia de transparencia se presenta como una reivindicación de la Verdad, reducida a la exactitud de lo dicho o lo visto, cuando en realidad se trata de una exigencia de uniformidad, de allí la obligación de lo “políticamente correcto”. La paradoja es que detrás de ese imperativo de transparencia, muchas veces lo que encontramos es la ilusión de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo vea y todo lo juzgue. Basta ver a políticos y deportistas taparse la boca para mantener una conversación telefónica en lugares públicos.

La realidad psíquica nos muestra, por el contrario, que el sujeto no puede ser transparente y que la mentira y el secreto forman parte de su humanidad misma. Un signo de progreso en los niños pequeños es cuando descubren que sus pensamientos no son transparentes para los padres y adultos. Es entonces cuando la conocida amenaza infantil (“¡pórtate bien que el niño Jesús lo ve todo!”) cae y la mentira aparece como un nuevo recurso en la relación al otro.

Desconocer esa opacidad subjetiva, que la es siempre para uno mismo, en aras de una conformidad con el sentir colectivo, sólo puede conducir a una civilización enferma ya que como declaraba Pablo Rudomin, neurólogo y premio Príncipe de Asturias “si toda la población llega a ser uniforme, le será mucho más difícil readaptarse”.

La verdad no puede ser un pretexto para instaurar una dictadura de la transparencia, entre otras cosas porque la verdad es siempre mentirosa, aunque sólo sea porque es parcial. Es siempre un medio-decir que oculta que detrás de todos los secretos que revelamos, como ocurre con las matrioskas rusas, sólo hay el vacío. Ese es el último secreto que vela la verdad.

No se trata de reivindicar el oscurantismo pero un cierto pudor es una condición de la convivencia que deberíamos preservar si no queremos vernos fagocitados por ese ojo feroz que todo lo escruta como si la vida fuera un reality show permanente.

viernes, 15 de marzo de 2013

Modo Cinismo


Desde hace un tiempo asistimos a fenómenos, en diversos ámbitos (moda, televisión, ocio) que tienen como punto común la banalización de la violencia o de la precariedad social y personal. Recientemente veíamos cómo la moda de las pasarelas siniestras se extiende en diversas ciudades con modelos encapuchados como verdugos, coqueteando en su maquillaje con la muerte o con el cuerpo envuelto.
 

En la televisión y el mercado de los videojuegos triunfan las propuestas donde la violencia simulada (tertulias alborotadas, acciones violentas en los juegos, combates en el límite entre la ficción y la realidad) es el principal atractivo y estímulo para sus consumidores.
 
Un juego de mesa, que triunfa en Francia, propone una versión postmoderna y posthumana del contrato social. “Plan social”, este es su nombre, es un juego de cartas que según dicen sus promotores “despertara vuestros instintos depredadores y vuestra crueldad intrínseca”. Todos los jugadores son accionistas y el primero que consiga desembarazarse de todos sus asalariados consigue su "Plan social" y puede deslocalizar su empresa en un país “totalitario donde la mano de obra sea un buen negocio” (sic). Añade, como invocación que “la fuerza del liberalismo sea con vosotros” y para muestra de su humor negro asegura, en aras de la evidencia científica, que el juego ha sido probado con animales.
 
Podríamos continuar la lista con la serie de videos de YouTube donde hay una burla y recreación de la precariedad y de la violencia como patrón de relación pero la pregunta que nos surge es acerca del origen y del límite de este proceso de banalización y cinismo.
 
Una primera hipótesis es que el empuje al cinismo va parejo con el declive de la confianza. La confianza es un elemento clave en la génesis y el mantenimiento de un vínculo, social o personal. Sin ella la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hoy vemos como la confianza funciona como una especie de activo toxico, aquello que debería ser un bien social aparece como un elemento nocivo al perder todas sus garantías. Lo vemos en el campo de las finanzas pero también en el político, en la religión e incluso en los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos,..

La confianza se genera a partir de una suposición de saber, le suponemos al otro (financiero, político, clínico, maestro) un saber sobre aquel ámbito en que le confiamos algo (ahorros, gobierno, salud, educación) y eso produce una cierta obediencia y creencia en sus indicaciones. Hoy nos volvemos más incrédulos y aceptamos mejor el cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, y para ello no nos faltan objetos: gadgets, tóxicos, comida...Las reivindicaciones, con carácter de exigencia e incluso las manifestaciones de violencia en algunos lugares (escuelas, hospitales), muestran la deriva de esa desconfianza, muchas hechas en nombre del derecho a consumir como derecho “básico” de nuestras vidas de consumo (Bauman).
 
La satisfacción que encontramos en estos fenómenos de recreación de la violencia es una solución fallida a la impotencia, social y personal, en la que nuestra época aborda