viernes, 8 de enero de 2016

Leer el TDAH: Una política del síntoma




Intervención en el FORO SOBRE AUTISMO ¿INSUMISOS DE LA EDUCACIÓN? organizado por la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Barcelona, 11 de diciembre de 2015.

Sin ánimo de inquietarles demasiado pero sí lo suficiente, y a la vista de los datos existentes, dos "epidemias" –TDAH y Autismo-  recorren el campo de la Infancia a la espera de otras por venir (Trastorno Bipolar Infantil -TBI). Por ello, cualquier niño es hoy sospechoso, mientras no demuestre lo contario, de ser un TDAH o en su defecto un TEA (Trastorno del Espectro Autista).

Manu tiene 10 años y una madre dispuesta a morir antes de incumplir el precepto religioso que prohíbe a sus creyentes la transfusión de sangre, necesaria para una operación a vida o muerte. La pureza de ese ideal la empuja a una muerte segura o a una invalidez permanente y grave. Manu no tiene a nadie más que se ocupe de él. Su inquietud en la escuela es manifiesta. Sueña con la sangre y con cuchillos. Una hemorragia que no puede frenar. Ese sufrimiento subjetivo se resume, de manera simplista, en el acrónimo TDAH.

José es un artista con el cubo de Rubik,  en un abrir y cerrar de ojos lo resuelve. Ahora tiene 14 años y acude a una escuela de educación especial, pero su primera infancia trascurrió de manera tormentosa en una escuela ordinaria. Diagnosticado como TDAH, y medicado con psicoestimulantes, no conseguía calmarse y la inquietud sólo disminuía cuando la cuidadora se lo llevaba de la clase. Tras un período de escolaridad compartida, José encontró en su nuevo centro un lugar para vivir y trabajar sin esa agitación.

Sabemos que no es un caso único. Muchos niños autistas han sido previamente diagnosticados como TDAH y medicados con psicoestimulantes. En muchos casos además ese diagnóstico y esa medicación continúan hasta la adolescencia, sumados así a otras nuevas etiquetas y a otros fármacos que constituyen un coctel químico que tiende a la cronicidad.

Para el psicoanálisis la política que cuenta, por el contrario, es la confianza en el síntoma. Esa es la brújula que nos orienta: la invención que cada sujeto pone en juego con los materiales a su alcance. El bricolaje que le permite habitar su cuerpo, arreglárselas con él y establecer un lazo social que, aunque precario, lo corte de la soledad autística.

La invención es pariente de la creación ya que se inventa lo que no está. Lacan señalaba que lo propio de la invención es que nunca se inventa un saber completo, sino tan sólo trozos, pequeños fragmentos de saber sobre aquello que llamaba lo real. Eso más íntimo y más opaco para cada uno de lo que sabemos muy poco y que sin embargo nos condiciona mucho.

Los sujetos neuróticos inventamos historias para tratar de explicar y explicarnos eso más íntimo. Nos contamos una novela sobre nuestros orígenes, sobre la familia en la que nos tocó crecer. A veces incluso ese relato tiene un gran valor literario y aparece como una obra de arte, sin dejar por ello de ser una “novela familiar”.

Los autistas inventan a partir de una lógica que podemos descifrar en el trabajo educativo y clínico. Por eso, los psicoanalistas no tenemos ninguna duda sobre su capacidad para aprender. Son los primeros en ponerse en el trabajo de inventar un saber sobre su propia existencia, aunque no sea fácilmente comunicable.

Las clasificaciones psicopatológicas, la medicación y los protocolos asistenciales son instrumentos que no rechazamos. Cumplen su función pero no son el eje de nuestra política. Nos toca, en el caso por caso, descompletarlos, sabiendo que ninguna etiqueta dirá el ser del sujeto, que la categoría en que lo engloba no absorbe ni reduce su singularidad. Deja siempre interrogantes sobre las razones particulares por las que  ese cuerpo se agita, su modo singular, p.e., de ser hiperactivo. Asimismo la medicación o el protocolo no son fines en sí mismo, lo que no excluye su utilidad a revisar en cada caso.

Esa política del psicoanálisis de confianza en el síntoma no se opone a la educación y mucho menos trata de colonizarla como vemos en algunas políticas actuales que han optado por psiquiatrizar la escuela desarmando así el vínculo transferencial propio de la relación educativa.

Niños movidos y desatentos en relación a los aprendizajes ha habido siempre. La novedad radica en la mentalidad contemporánea, ligada a la prisa y a una noción del tiempo que no contempla la espera ni el tiempo para comprender. La cuestión que nos importa, más allá de las discusiones nominalistas o etiológicas, es si vamos a reducirlos a cuerpos deficitarios que exigen correcciones bioquímicas o conductuales sin escuchar el sufrimiento subjetivo que implican. O por el contrario sabremos leer esos cuerpos agitados y/o indolentes que hablan de un malestar que interfiere en sus aprendizajes, tomándolos como interlocutores. Esa es nuestra verdadera política del síntoma.