La
Vanguardia, domingo 24 de abril 2016
El amor romántico es una ficción, como lo fue el
amor cortés o el amor libre. No un engaño ni una ilusión, sino un discurso que
sirve para velar eso que no existe, en este caso la armonía sexual natural y
preestablecida.
Como no hay esa supuesta media naranja que
permitiría el encuentro feliz entre los sexos, nos queda, decía Lacan, la
posibilidad del amor con sus luces y sombras. Y el amor se hace sobre todo con
palabras. Cada época da forma a esos relatos amorosos y, sin duda, el
romanticismo encontró uno consistente que, con variaciones, sigue subsistiendo.
Pero hoy, junto a él, encontramos la crisis de las
grandes narraciones y su sustitución por el imperio de las imágenes.
Un
reciente informe de la ONU nos da un
dato contundente: los chicos
de 12 a 17 años son el grupo que más porno consume en la red. La pornografía se configura
así cada vez más como la verdadera iniciación sexual del siglo XXI.
Donde antes estaba la insinuación, deslizada en medio de
ciertos rituales de aproximación y con el aderezo de las declaraciones y
poemas, ahora encontramos el coito exhibido a cielo abierto. Repetido infinitamente
y viralizado hasta el hartazgo. Todo tan transparente que hace que una
declaración de amor resulte hoy más transgresora que esa supuesta liberación
sexual, más compulsiva que otra cosa.
Si el ideal del amor romántico lo presenta como eterno,
exclusivo e incondicional, el porno se vende como efímero, a la carta y sin
compromiso. El problema es que al querer evitar la atadura del vínculo con el
otro, caemos de bruces en la esclavitud adictiva con el porno-objeto. El propio
capitalismo hace del cibersexo una mercancía lucrativa, un fetiche que se oferta
fácil, rápido y limpio.
No es de extrañar, pues, que aquellos que aún encarnan
ese viejo ideal romántico, con lenguaje y formas “antiguas”, encuentren su
público y su éxito. Incluso cuando muestran la cara más oscura del ideal: el
lazo de hierro de la exclusividad posesiva, el “eres mía o de nadie, y para
siempre”.