jueves, 29 de octubre de 2020

La rabia

 



La Vanguardia, 29 de octubre de 2020

La rabia tiene tantas formas como nombres diversos: ira, enojo, enfado grande, indignación, furia, cólera. Cada sinónimo aporta sus matices y ese detalle es clave para entender los fenómenos de protestas, e incluso violencia, que se están produciendo estos días en diversas ciudades europeas, Catalunya incluida. Escuchando a sus protagonistas, es fácil darse cuenta de que no hay una explicación sencilla: no todos son negacionistas, de extrema derecha, jóvenes airados, militantes de extrema izquierda, o simplemente gente que pasaba por allí.

Hay un poco de todo, pero quizás podemos localizar algo en común: el sentimiento de estar indignados por haber sido víctimas de una injusticia que ha lesionado su dignidad. Por supuesto, a cada uno y a cada una la suya. Hay dignidades relativas a la pérdida de trabajo, a la prohibición de salir, a la quiebra de la patria, a la injusticia misma de la vida. Y también oímos la indignidad de no sentirse alguien y querer, como protesta, hacerse una selfi a la luz de las hogueras, aunque el fondo de pantalla sea un contenedor.

Todos podemos sentir que nuestra dignidad ha sido violada por unos o por otros y, en la situación actual, la gestión de los gobernantes en relación a la pandemia ofrece motivos varios. Pero, al mismo tiempo, no todos los indignados salen a la calle y, mucho menos, queman contenedores o arrojan piedras a los escaparates o a la policía. El poeta francés Charles Péguy explicaba, con humor, que la cólera -un paso más allá de la indignación- se debía al hecho de que las clavijas no entren en los agujeritos, que algo que debía encajar no lo haga.

Lacan retomó esa idea para señalar que la indignación puede provocar que montemos en cólera cuando sentimos que nuestra  singularidad es cuestionada, rechazada o simplemente desconocida. Todos y todas lo hemos experimentado alguna vez siendo atendidos en un servicio público. Cuando el médico recoge nuestros datos, sin apenas mirarnos abducido como esta por rellenar el aplicativo informático que le piden, o cuando no conseguimos que el funcionario entienda nuestra casuística personal, dejándonos el regusto de ser una especie de código de barras que no logra superar el torno.

Sentir nuestra dignidad -ligada al reconocimiento de la singularidad- ultrajada es una garantía del pasaje al acto violento, de que esa rabia experimentada explote. En ese caso la indignación y la cólera subsiguiente van de la mano, aunque es obvio que podemos indignarnos sin encolerizarnos y, por otra parte, como escuchamos en algunas de esas protestas actuales, hay personas que no necesitan ningún atentado a su dignidad para enfurecerse. Les basta con la satisfacción que encuentran en esa pulsión destructiva.

Recuperar la dignidad es necesario para limitar la rabia y eso exige algo más que buenas palabras y mejores intenciones. Sanitarios, cuidadores, taxistas, hosteleros, riders…esperan ayudas que preserven su singularidad, como trabajadores y como personas.


domingo, 18 de octubre de 2020

«Cuanto más nos confinemos nosotros mismos, cuanto más renunciemos, más culpables y miedosos nos sentiremos»

 



Catalunya Plural, 14/10/2020

“Muchos jóvenes se preocupan poco por la pandemia, igual como a mucha gente mayor que tampoco le preocupa demasiado el cambio climático”, explica José Ramon Ubieto. Con él hablamos sobre el riesgo de confinarnos en nosotros mismos por el miedo al virus y el auge del mundo online.

No ha sido el fin de un mundo. El filósofo coreano Han hablaba del fin de un mundo, no del fin del mundo. No ha sido el fin del mundo y tampoco estoy seguro de que haya sido el fin de un mundo. Habría que ponerse de acuerdo en lo que quiere decir eso. Está claro que habrá cosas que cambiarán y me parece que lo que cambiará es un aumento de lo virtual sobre lo presencial, pero también está en nuestras manos, porque el destino no está escrito, matizar esos cambios. La gente va a seguir tomando decisiones que influirán un poco en ese futuro que no está escrito.

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lunes, 5 de octubre de 2020

Tristeza COVID, la nueva pesadumbre

 



The Conversation, 1/10/2020


La distancia con los otros nos aleja también de nosotros mismos. Nos cuesta además imaginar el futuro pos-COVID-19, y recurrimos más fácilmente a alimentar la nostalgia. ​


Hay algo irreal en el paisaje de máscaras en el que vivimos que hace que a veces no reconozcamos al conocido que pasa al lado, que no podamos entender la página del libro que acabamos de leer (aunque se trate de un texto fácil). O que nos sorprendan los besos y abrazos de una película, como si eso fuese ya otro tiempo.

La clave está en pasar de la impotencia –el sentimiento que nos abruma por aquello que no podemos hacer– a la imposibilidad –el reconocimiento de que hay cosas imposibles–, sin solución programada.

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