La Vanguardia. Tendencias, jueves
10 de marzo de 2016
«Odio el tenis, lo
detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no
tengo alternativa. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y
lo que de hecho hago, es la esencia de mi vida.» Con estas palabras describe,
de manera brillante, el tenista Andre Agassi en sus memorias
(Open) la paradoja misma de la
presión psicológica.
Apenas un bebé, ya recibió de su
padre una raqueta y un deseo que rápidamente hizo suyo: ser el mejor para no
defraudarlo nunca. Como en una de esas
bandas de Möbius dibujadas por Escher, cintas de una sola cara y un solo borde,
la presión se inicia en el exterior pero se desliza, sin apenas percibirlo, al
interior.
De la presión externa uno siempre
puede huir, dejar su trabajo, cambiar de equipo o alejarse del familiar que no
deja de intimidarle. Pero ¿cómo huir de sí mismo, de ese deseo construido a
partir del deseo del otro? ¿Cómo liberarse de la devoción, asumida, de millones
de espectadores que esperan que su ídolo no falle el penalti? O simplemente
¿cómo no decepcionar a tus padres que te pagaron el carné de conducir o el máster?