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lunes, 25 de enero de 2016

ENTREVISTA “El acosador libera su angustia en la víctima”


El psicoanalista José Ramon Ubieto, ha contado con la experiencia de un equipo profesional multidisciplinar para escribir el libro (Foto: Maite Cruz)


ENTREVISTA
“El acosador libera su angustia en la víctima”
·         José R. Ubieto, autor de ‘Bullying. Una falsa salida para los adolescentes’


SUSANA QUADRADO  23/01/2016 23:00 | Actualizado a 23/01/2016 23:38

José R. Ubieto analiza en el libro Bullying. Una falsa salida para los adolescentes (NED Ediciones) la complejidad de un hecho tan dramático como es el acoso escolar. Lo hace desde su experiencia clínica y la de un grupo multidisciplinar de profesionales. Este psicoanalista apunta a cuatro posibles causas: el eclipse de la autoridad del padre y el maestro, la importancia de la mirada y la imagen, la desorientación adolescente respecto a su identidad sexual y un sentimiento de desamparo ante lo que los adultos quieren de él en la vida.

El bullying es una manifestación de crueldad entre adolescentes. Pero, según usted, también es un síntoma. ¿De qué?

De la dificultad de hacer el tránsito hacia la juventud. Debe hacerse adulto y asumir su condición sexual. Los adolescentes olvidan sus juguetes infantiles para vérselas con una nueva pareja: su cuerpo sexualizado. Habitar ese cuerpo les produce extrañeza y les inquieta. La primera respuesta es manipularlo para hacerlo suyo: se visten, se disfrazan, se tatúan, se peinan, se agitan –con tóxicos y sin– se musculan, experimentan el sexo, se adelgazan...

Pero eso no tiene por qué convertirse en un problema.

No tiene por qué convertirse en un problema, cierto. Todo depende de lo que pasó antes, en la infancia, de la posición que toman sus padres y docentes para acompañarles y por supuesto del tiempo que cada chaval necesita para concluir ese tránsito hacia la vida adulta.

Si un hijo te dice, ‘papá, no me ralles’, ¿qué respondes?

Los padres no deben dejar de dar su opinión aunque al hijo no le guste. Le sirve de guía, aunque sea para saltársela. Estar al lado es saber algo de lo que les pasa, no sólo de lo que esperamos de ellos, también de lo que ellos esperan de sí mismos y a veces no alcanzan y les duele. Es importante además que les hablemos de nuestros fracasos. Cada padre o madre tiene que inventar sus propias respuestas para ganarse la autoridad sobre su hijo.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Violencia y psicoanálisis

Entrevista a José Ramón Ubieto
Por María José Figueroa


José Ramón Ubieto es Psicólogo clínico y Psicoanalista. Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

Autor de “La construcción del caso de trabajo en red teoría y práctica”, “El trabajo en red: usos posibles en educación, salud mental y servicios sociales” y “TDAH hablar con el cuerpo”.


María José: Me gustaría agradecerle por aceptar realizar la entrevista. Para partir, nos podría contar cómo es su acercamiento al psicoanálisis y en particular a la AMP y ELP.

José Ramón Ubieto: Mi encuentro con el psicoanálisis parte de un síntoma adolescente que me lleva a la biblioteca del colegio donde encontré los “Tres ensayos” camuflados entre otras obras de psicología. Esta primera lectura que apenas entendí decidió mi elección de la carrera de psicología. En aquel momento la convulsión política y social de nuestro país me alejo de las aulas y me condujo a otros lugares de estudio más interesantes, donde pude escuchar a los últimos maestros de la universidad española (José María Valverde, Manuel Sacristán, Eugenio Trias). Fue entonces cuando se produjo la feliz contingencia del encuentro con Oscar Masotta y sus grupos de estudio.

Fue para mí, y para otros colegas con los que compartíamos inquietudes, como un relámpago en un paraje gris como era la facultad de psicología ya dominada por el conductismo. Eso me llevó a la recién fundada, por el propio Oscar Masotta, Biblioteca del Campo Freudiano de Barcelona y a participar activamente en la creación de las iniciativas de escuela que más tarde concluyeron en la creación de la AMP y de la ELP de la que formo parte desde su fundación.

María José: Un tema que ha adquirido protagonismo en la época actual es la violencia, de lo que ha escrito bastante, por lo que me parece interesante centrar en este tema la entrevista. En la actualidad, las figuras de la violencia o lo violento proliferan – violencia de pareja, violencia hacia la mujer, Bullying, feminicidios, violencia hacia los niños, violencia política, etc. – la que se liga directamente con la vulneración de los derechos humanos, los que se promueven por doquier “para todos”. ¿Cómo pensar la violencia desde el psicoanálisis lacaniano?

José Ramón Ubieto: La violencia no es un accidente del ser humano y del lazo social, es una respuesta fallida a un conflicto que vehicula la tensión inherente al sujeto y a la sociedad en la que vive. Freud se refirió a esto con su concepto de la pulsión de muerte para indicar que la palabra y su universo simbólico no bastaban para absorber ese conflicto constitutivo del sujeto y de su vínculo al otro. La palabra regula y frena esa satisfacción que desborda al ser hablante pero el empuje superyoico, ese imperativo del ¡Goza!, nos empuja a buscar el malestar más que el bien. Lacan llamó a eso el goce.

El drama de la primera guerra mundial, que dio al traste con la felicidad del mundo de ayer que tan bien nos recordó Stefan Zweig, le sirvió a Freud para leer en las neurosis traumáticas de muchos de los combatientes esa pulsión de muerte, velada por los ideales victorianos. No siempre queremos el bien, a veces nos esforzamos denodadamente para buscarnos la ruina: consumos, conductas de riesgo, accidentes de tráfico, hábitos poco saludables, violencias varias. Lacan hablaba del odio sólido para mostrar como su fin no es otro sino el de reducir al sujeto a un desecho, a un puro objeto de rechazo.

Reconocer la existencia de esa pulsión es la primera condición para poder limitar su poder destructivo, aceptando entonces que nuestro objetivo no será la erradicación (imposible) de la violencia, sino su delimitación. Conocemos muchas experiencias que muestran como las pretendidas políticas de erradicación de la violencia no hacen sino desplazar ésta a otras escenas más ocultas o desviadas del foco mediático.

La violencia necesita encontrar un destino, vehicular esa tensión y para ello históricamente se han creado rituales como tratamiento de lo pulsional del sujeto. Lo constatamos en muchos ritos festivos, donde servía de colofón, animada por el consumo de tóxicos, de muchas fiestas populares, Allí los jóvenes, tolerados y animados por el orden social adulto, libraban sus cuerpos al combate. Todo ello formando parte de un ritual que incluía las coordenadas simbólicas en las que esos actos violentos cobraban sentido. Las peleas entre barrios (contradas) en la fiesta del Palio de Siena o los enfrentamientos verbales entre aficiones en el estadio son ejemplos de esta violencia que busca una salida “protocolizada” a lo pulsional de cada sujeto.

La edad de la ira I, Oswaldo Guayasamín.

María José: ¿Cuál es la relación entre violencia y agresividad?

José Ramón Ubieto: La distinción clásica entre ambas hace referencia al carácter individual y subjetivo de la primera frente al carácter social y colectivo de la segunda. La agresividad se presenta como una potencialidad individual que, según las teorías, puede estar ligado a lo instintual o a la formación del yo.

La violencia, por el contrario, es un fenómeno social que se manifiesta en acto y que se relaciona con un discurso que la articula. Puede dirigirse a uno mismo, al otro o a los objetos.

Para el psicoanálisis de orientación lacaniana hay un concepto común a ambos más interesante que es el de goce que a su vez une la libido y la pulsión de muerte. La pulsión de muerte, que no tiene fundamento instintual, es constitutiva del ser hablante como efecto de la incidencia del lenguaje. Esta incidencia se manifiesta en una alienación al otro y un consentimiento a ser representado por el significante amo (S1). A partir de aquí constatamos un doble efecto:

1. Por un lado la falta-en-ser presentificada en el ($) y en el objeto (a) como agujero. Tenemos allí el dolor de existir, el misterio del ser
2. Por otro, la pulsión de muerte que empuja –vía el superyó- a la recuperación del goce vía el plus-de-goce del objeto a. Se trata de algo mudo que empuja a la satisfacción gracias al superyó que es uno de los avatares de la pulsión de muerte.

Lo que define el goce es el riesgo de muerte y se convierte en una exigencia fundamental del ser. A partir de esta operación básica podemos pensar la agresividad como eso pulsional del sujeto que es constitutivo, que lo causa y que va a ser tratado a partir de los recursos simbólicos a su alcance.

Cuando el anudamiento entre ese goce y la lengua no funciona, no hay traducción posible, se produce la violencia como su puesta en acto bajo sus diferentes modalidades. Allí surge el acto y la violencia como cortocircuito para recuperar la sensación del cuerpo que se escapa (lo real). Se trata de una elección ya que frente a lo real las respuestas son diversas: podemos identificarnos a la realización de la cosa o bien hacernos una imagen de nosotros mismos, localizar lo indecible del goce y separarnos de él.

María José: Otro efecto epocal es la proliferación de las víctimas, que ha sido llamada “victimización o desresponsabilización generalizada”, ¿cómo se puede entender esto desde el psicoanálisis?

José Ramón Ubieto: Hoy ser una víctima tiene unas connotaciones diferentes de las de épocas anteriores. Nuestra hipótesis es que ante el eclipse de la figura del padre y de sus derivados (cura, maestro, gobernante) el ejercicio de la violencia pierde su monopolio y pasa a generalizarse entre los iguales. La violencia deja de pivotar alrededor de esa figura central que ordenaba, en un marco simbólico férreo, el lazo social definiendo bien los lugares, para extenderse en la horizontalidad de los sujetos (alumnos, hermanos, ciudadanos). Ahora todos, amo incluido, pueden ocupar el lugar de víctimas. Esa cierta orfandad favorece su identificación al lugar de la víctima, al “Todos víctimas” como un nuevo lazo social que se propone en nuestra época para tratar el traumatismo, inherente al ser hablante. Todos tenemos una parte de real por tratar, una satisfacción que nos incomoda y no sabemos cómo hacer con ella. Una vergüenza con la que vivir y cuya tentación de desconocer es grande y marca lo que Miller nombra como “la ley de la victimización inevitable del yo”.

Víctima es hoy un significante amo que nombra el ser del sujeto, omnipresente en nuestras vidas y en el discurso corriente. Su uso múltiple da cuenta de cómo la tentación de la inocencia, a la que se refería Bruckner, ha devenido ya una victimización generalizada. Hoy cualquiera tiene “razones”para tomarse como víctima: desde la violencia intrafamiliar a los retrasos en los vuelos, pasando por las estafas bancarias o los incumplimientos políticos.

Nuestra condición original de seres hablantes nos convierte en cierto modo a todos en víctimas del lenguaje. Es por esto que la condición de víctimas nos es tan familiar porque está ya en el origen. La tentación es acogernos a esa posición cada vez que encontramos un impasse y llegar a obturar de esta manera la implicación subjetiva de cada uno en todo ese proceso, el reconocimiento de aquello que para cada uno se juega en esa escena. Esa pasividad que en muchas ocasiones implica el significante mismo de víctima, supone que el sujeto, al igual que vemos en las categorías diagnósticas, queda mudo, sepultado tras esa “nominación para”quedando escondido su pensamiento y su temores ante la posibilidad de ser activo.

Una víctima es alguien de quien se habla, en nombre de la cual se realizan actos políticos, educativos o terapéuticos, pero su inclusión en la clase “víctima” la excluye del acceso a la palabra y en ese sentido la des-responsabiliza en relación a la causa, si bien eso no la vuelve incompetente para hacer algo frente a ese abuso. Se trataría pues, en nuestra escucha como analistas de apuntar a lo singular de la víctima más que a aquello que la colectiviza y la atrinchera en la categoría social de “víctima de…” diluyendo así su singularidad y su responsabilidad.

Lo singular de la víctima se opone a la universalización del concepto víctima. Una de las enseñanzas que nos proporciona la clínica es verificar, en el caso por caso, el uso off label (particular) que muchos sujetos hacen de ese significante para desmarcarse de esa nominación.

Víctima puede ser la ocasión de no hacerse cargo de lo que a uno le sucede imputando al otro siempre la responsabilidad. Pero también víctima es la oportunidad de hacerse escuchar, de usar ese significante para dirigirse al otro y denunciar su abuso. Víctima incluso puede ser el nombre que uno se da para mantener una dignidad cuando es despojado de sus recursos más básicos.

El psicoanálisis no desconoce el sufrimiento que implican los fenómenos de violencia y su orientación hacia lo real, hacia aquello más íntimo de cada uno, supone pensar al ser hablante como responsable –el que puede responder de sus hechos y dichos- más que como sujeto pasivo.

Las manos de la protesta, Oswaldo Guayasamín.


María José: En relación a la violencia intrafamiliar, al parecer la tendencia es ubicar la violencia ejercida específicamente en la pareja ligada a un tema de género, en donde – al menos en Chile – el sesgo es mujer víctima, hombre agresor-victimario y además alcohólico, cómo poder pensar esa relación de un modo distinto, alejado de la criminología y que no cristalice esas posiciones.

José Ramón Ubieto: Como usted señala muy bien, la complejidad del fenómeno implica formular una primer respuesta: no hay una explicación simple del fenómeno en términos unicausales (educación, poder, patología,..) como tampoco hay la solución, hay soluciones, respuestas en plural. Tomemos, en primer lugar, la perspectiva del maltratador y descartemos los casos episódicos, aquellos donde el maltrato aparece como una respuesta puntual, sin continuidad, fruto de una contingencia reactiva o de una patología mental muy evidente.

Para la mayoría de los casos podemos partir de una dificultad subjetiva del maltratador, generalmente sin conciencia mórbida, de la que nada quiere saber y que encuentra en la respuesta violenta una salida que lo protege de esa dificultad, aunque sea al precio de la desaparición del partenaire. Esa dificultad tiene que ver con una idea fantasmática sobre su posible desaparición o anulación como sujeto, una idea que no por inconsciente opera menos (más bien al contrario), y que toma la forma imaginaria de una falta de valor, de un poder disminuido, de una potencia que desfallecería, de una falta de reconocimiento, de un sentimiento íntimo de sentirse “en menos”.Es por eso que para protegerse de ese temor proyectan esa desaparición y esa impotencia en la pareja: son ellas las que no saben, ni pueden hacer las cosas bien y son por tanto objeto de desprecio como deshechos.

Para que el maltratador pueda sostener su realidad psíquica y social le es necesario, entonces, esa disyunción entre su condición de sujeto poderoso (persona digna) y la de la pareja como objeto degradado. Es por eso que para obtener la satisfacción sexual –momento crítico para la verificación de la potencia masculina- es necesario el previo sádico de la agresión (forzamiento, violación). Sólo así es recuperable el deseo sexual. Este aplastamiento del otro es lo que le previene de la angustia propia del acto sexual. La paradoja, dramática, es que esa respuesta de aniquilación del otro implica, en muchos casos su propia desaparición, como se ve en muchos casos donde al asesinato de la pareja le sigue el suicidio –o tentativa- del agresor.

¿Qué subjetividad encontramos del lado de la mujer maltratada? Aquí también cabe hacer el previo de la particularidad de cada caso y las diferencias evidentes entre los casos episódicos y los patrones de relación continuados. Uno de los mitos es el del masoquismo de estas mujeres como explicación causal. Hemos visto que en el maltrato –en cualquier maltrato-lo que está en juego es la destrucción de toda posición de sujeto en privilegio de su posición de objeto. Esto se confunde con el mal llamado masoquismo femenino: “¡será que les gusta!”.

Esta confusión no ocurre por casualidad, se apoya en una razón de estructura. La pregunta ¿qué es una mujer, como se comporta una mujer? encuentra una posible respuesta en la relación de pareja en la cual la mujer puede consentir a ocupar un lugar causa del deseo del hombre y que le permita a ambos obtener una satisfacción de acuerdo a su fantasía sexual. Es únicamente en el contexto y el marco de esta relación sexual que la mujer ocupa ese lugar de objeto del deseo. No se trata –en la mayoría de los casos- de una posición permanente y que afecte al conjunto de la vida de esa mujer. La clínica y nuestra experiencia cotidiana nos muestra esa diferencia, que a veces aparece como una disparidad paradójica, entre lo que es la vida pública o familiar de una pareja, en la que cada uno desempeña un rol bien definido y esa otra escena, la vida íntima donde a veces esos roles se intercambian radicalmente, de tal manera que el marido seguro, decidido y en aparente control de la situación social se muestra en escena sexual como alguien vacilante, vulnerable o incluso con claras preferencias a ser humillado y castigado por el partenaire. Lo mismo en el caso de la mujer identificada a ideales de mujer autónoma, independiente, que en su vida sexual, sin embargo, acepta ciertas propuestas de su pareja difíciles de conciliar con esos ideales.

Por supuesto no se trata de ninguna patología, al menos no en la mayoría de los casos, se trata de la puesta en acto de la escena fantasmática y de las condiciones de satisfacción que cada miembro de la pareja encuentra ¿Cuál es el límite de eso a lo que una mujer –ya que nos referimos a la violencia de género- puede consentir en la relación con su pareja? ¿Dónde poner la frontera entre un amor sexualizado y bien tratado y un amor claramente patológico y maltratado?

Una primera respuesta tiene que ver con la capacidad de maniobra del sujeto. No es lo mismo poder ocupar y abandonar una posición que quedar fijado a ella. Poder pasar de objeto en la escena fantasmática a sujeto en la relación o quedarse fijado a ese lugar de objeto del goce del otro. Por eso vemos a mujeres que responden rápidamente frente a una situación de abuso y maltrato separándose de esa pareja y otras que encuentran más obstáculos a esa ruptura. La posibilidad de pensar en una relación basada en el amor implica que los lugares del amante y del amado deben poder dialectizarse, que aquel que es amado debe poder también convertirse en amante y viceversa, proceso que difícilmente se da en las relaciones maltratador-maltratado donde los roles son inamovibles y donde la primera condición del amor –que al otro le falte algo-no se cumple. Si el amor, por definición, alude a la posición de debilidad de cada sujeto (tonto, ciego, flojo) es justamente esto lo insoportable para el maltratador y de lo que este huye mediante la violencia.

Entonces, si no es masoquismo, ¿de qué se trata? Y ¿por qué llamarle amor patológico? En primer lugar porque es un uso del amor que produce su propia anulación y ese uso no es ajeno a ciertos imperativos que se imponen a un sujeto por mor de sus avatares, entre ellos los establecidos de manera primaria con sus objetos infantiles, p.e. con la madre como el primer Otro con el que interactuamos ¿Cuántas veces no hemos escuchado, de boca de estas mujeres, que no puede romper ese vínculo con la pareja porque eso afectaría de manera grave a su propia relación con su madre? ¿Cuántas respuestas de esas madres, ante los lamentos de las hijas, no indican y refuerzan esa posición de resignación sacrificial? La espera infinita del amor del partenaire que no llega signa para cada una su forma particular del estrago materno y conyugal.

María José: Otra forma de violencia que se ha hecho común es el Bullying o la violencia escolar, cómo se puede entender este fenómeno.

José Ramón Ubieto: El acoso siempre existió y la pregunta es ¿Qué habría de nuevo en nuestra época para explicar las formas actuales que toma este fenómeno? ¿Cuál sería la clave temporal cuyo envoltorio formal incluye lo atemporal, lo que se repite incluyendo así la diferencia? Sin ánimo de exhaustividad podemos aportar cuatro causas a considerar:

1. El eclipse de la autoridad encarnada tradicionalmente por la imagen social del padre y sus derivados (maestro, cura, gobernante). No se trata tanto de ausencia de normas -haberlas hay las- sino de valorar la autoridad paterna por su capacidad para inventar soluciones, para transmitir un testimonio vital a los hijos, a esos que como Telémaco, hijo de Ulises, miran el horizonte escrutando la llegada de un padre que no acaba de estar donde se le espera, para acompañar al hijo en su recorrido y en sus impasses.
2. La importancia creciente de la mirada y la imagen como una nueva fuente privilegiada de goce en la cultura digital. Ante eso se trata de no quedar al margen como un friki o un pringao. Junto a la satisfacción de mirar y gozar viendo al otro-víctima hay también el pánico a ocupar ese lugar de segregado, de allí que los testigos sean muchas veces mudos y cómplices.
3. La desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales. En un momento en que cada uno debe dar la talla, surge el miedo y la tentación de golpear a aquel que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada uno en la construcción de su identidad sexual.
4. El desamparo del adolescente ante la pobre manifestación de lo que quieren los adultos por él en la vida y la subsecuente banalización del futuro. Esta soledad ante los adultos y la vida supone una dificultad no desdeñable para interpretar las fantasías y las realidades que puede llevar al extravío y a la soledad. Entre los refugios encontrados en los semejantes, la pareja del acoso es una solución temporal.

Estos cuatro elementos convergen en un objetivo básico del acoso que no es otro que evitar afrontar la soledad de la metamorfosis adolescente y optar por atentar contra la singularidad de la víctima. Esta“fórmula” genera un tiempo de detenimiento en la evolución personal. Elegir en el otro sus signos supuestamente “extraños” (gordo, autista, torpe, desinhibida,..) y rechazar lo enigmático, esa diferencia que supone algo intolerable para cada uno, es una crueldad contra lo más íntimo del sujeto que resuena en cada uno y cuestiona nuestra propia manera de hacer.

El bullying genera, en su tipología ideal, una extraña pareja que comparte una experiencia siniestra: los signos extraños no son ajenos a ninguna de las partes, suenan a familiares. Tornan a cada componente de la pareja del bullying solidario con el otro. Este malentendido inconsciente que empareja al elemento actuador (agresión) con el inhibido (falta de respuesta del agredido) reclama ser elaborado, más allá del trabajo de evitación de las conductas, en un relato comprensible. La polaridad entre la actividad del acosador, que apunta a algo del acosado que flojea, y la inhibición de éste es una clave esencial en la lectura de la fenomenología del acoso.

“Llanto, miedo, ira”, Oswaldo Guayasamín.


María José: Otro tipo de violencia que ha proliferado es el maltrato infantil, en Chile la mayoría de las denuncias efectuadas y las medidas de protección realizadas son por “negligencia o inhabilidad parental”,pero también hay un porcentaje ligado al abuso sexual, maltrato físico, experiencias tempranas abusivas, violentas y de desprotección, lo que puede ser pensado como un encuentro con el Goce del Otro, qué intervención posible en estos casos y que respete la singularidad.

José Ramón Ubieto: El tristemente famoso caso de la pequeña Alba, niña catalana gravemente maltratada por sus cuidadores (madre y pareja) sin que los diferentes servicios lo hubieran evitado, y otros muchos sucesos de menores ingresados en el hospital a causa de los graves malos tratos infligidos por su padres, han hecho emerger otra de las figuras modernas de la violencia: el padre maltratador. Se suma a la serie de los hombres maltratadores, de los jóvenes violentos y de los xenófobos de todo tipo. De hecho, es una figura antigua bien catalogada en la literatura, en las crónicas de sucesos y en los informes anuales de múltiples ONG y organismos públicos. No olvidemos que la Convención sobre los Derechos del Niño es todavía muy reciente (1989).

Lo nuevo frente a esa repetición está en la respuesta social, en la voluntad de protección que toma a su cargo el Estado y sus organismos judiciales, policiales y administrativos. En estos casos se han mostrado impotentes para ejercer esa protección y parece que la responsabilidad es compartida y por razones variadas: protocolarias, organizativas, competenciales. Todas ellas son mejorables y ya hay iniciativas en marcha que tratan de evitar que esa máquina burocrática acabe convirtiéndose en el mejor seguro para la vulnerabilidad de los menores.

El trabajo en red, como práctica colaborativa entre varios, es precisamente otra manera de hacer en la intervención con la infancia y adolescencia en riesgo que, más allá de la suma de protocolos y circuitos por donde circulan los casos de manera anónima, pone en el centro de la acción de los diferentes servicios el abordaje global del caso y la conversación interdisciplinar permanente como garantía de esa intervención. Intervención que no olvida nunca la singularidad de cada caso y de cada miembro del grupo familiar.

Pero incluso esto sigue siendo insuficiente, porque en la raíz de muchos de estos sucesos dramáticos hay un axioma que debiéramos cuestionar (nos): el peso de lo biológico en el lazo familiar. Seguimos creyendo que los lazos de sangre son sagrados y no deben por eso tocarse, que un padre o una madre "biológicos" - como se dice- tienen derecho per se a disponer de sus hijos más allá de los cuidados efectivos que les procuran.

Todavía encontramos algunos jueces y profesionales del ámbito de la infancia que conceden visitas a padres de niños tutelados, sea en centros residenciales o en familias de acogida, aun sabiendo que la posibilidad de retorno con ellos es inexistente y que los lazos con esos padres son a veces nulos y en otros casos claramente perjudiciales. Sus síntomas pre-visita y post-visita así nos lo enseñan: angustia, eczemas en la piel, inquietud motriz, trastornos del sueño y de la alimentación.

El argumento es que "su padre tiene derecho por su condición de procreador", olvidando que la paternidad es siempre una atribución, son los niños quienes autorizan al otro como padre y madre, una verdad que cualquier padre adoptivo o acogedor comprueba a diario. La familia, como bien sabían los romanos al distinguir el genitor del pater, no tiene nada de natural, es un artificio, una invención que cada civilización moldea bajo diferentes formas. Por eso la verdad que cuenta para cada niño, más allá de la biología, es cómo encuentra un lugar habitable en ese grupo familiar, un lugar que le permita ser acogido en su particularidad y no como instrumento de la voluntad de satisfacción de los que lo (mal) tratan.

Esta inexorabilidad de lo biológico está en el origen de muchas de las dificultades de los servicios y organismos públicos de protección a la infancia. Es por el peso de esa verdad que muchos actos quedan suspendidos y a veces imposibilitados. Así se olvida la prioridad del interés superior del menor, como principio jurídico del sistema legal de protección a la infancia y de la propia Convención sobre los Derechos del Niño.

“La madre”, Oswaldo Guayasamín.


María José: Gracias a los programas gubernamentales, de protección social y de salud mental, se ha instalado la idea que los actos violentos o la violencia tienen consecuencias a nivel psíquico, las cuales deben ser reparadas a través de “terapias reparatorias” estandarizadas, que muchas veces confrontan a los sujetos con experiencias de las que ya no quieren hablar, ¿cómo poder maniobrar analíticamente en estos casos?

José Ramón Ubieto: Hablar sobre el trauma tiene efectos que conocemos bien. Tratar ese real mudo y silencioso permite al sujeto otra elección subjetiva. Ahora bien esto no siempre es así para todos y en cualquier momento. Muchos sujetos hablan de situaciones de abuso sexual, acoso escolar o maltrato infantil cuando son adultos aunque, en algunos casos, hayan tenido oportunidad de hacerlo antes.

Ese silencio tiene siempre sus razones particulares y cuando tratamos de forzarlo mediante técnicas de psicoeducación y de sugestión, en nombre de un ideal de reparación sacando la verdad a cielo abierto, a veces nos encontramos con respuestas mutistas e incluso de desaparición del sujeto. Los supervivientes de los campos de concentración nos enseñaron mucho al respecto y algunos como Jorge Semprún tardaron tiempo porque eligieron la vida antes que la escritura.

El derecho al silencio debemos respetarlo como un derecho inalienable del sujeto y como signo del tiempo que cada uno necesita para encontrar un destino a ese real sufrido. La versión que luego nos ofrecerá, cuando esté dispuesto, será siempre una construcción, a su cargo, de esa experiencia que en ningún caso habrá que confrontar con la pretendida exactitud de los hechos. Dará cuenta más bien de la verdad y la satisfacción en juego.

María José: Una forma distinta de violencia – y esto es una hipótesis – se asocia a la violencia ejercida por las instituciones que resguardan los derechos avasallados (Centros de protección a niños, Juzgados de Familia, establecimientos educacionales, etc.), instituciones que en nombre de la protección, que se instala como un Ideal, terminan ejerciendo actos violentos y sin palabras que medien, o “medidas para todos igual” que terminan segregando en nombre de la igualdad. ¿Cómo poder pensar la violencia desde el Otro institucional?

José Ramón Ubieto: Finalizada la primera década de este Siglo XXI podemos decir que la tendencia “individualista”, junto a las falsas promesas del cientificismo, constituyen la base más firme de la nueva relación asistencial cuyas características y consecuencias podemos ya vislumbrar con claridad. Un primer rasgo evidente es la desconfianza del sujeto (paciente, usuario, alumno) hacia el profesional al que cada vez le supone menos un saber sobre lo que le ocurre (y por eso se ha institucionalizado la segunda opinión) y del que cada vez teme más se convierta en un elemento de control y no de ayuda. Las cifras actuales sobre las manifestaciones de protesta subjetiva a las propuestas médicas, que incluyen el boicot terapéutico (rechazo de lo prescrito), la falta de adherencia al tratamiento o los episodios de violencia en centros sanitarios o sociales son un claro signo de esta pérdida de la confianza en la relación asistencial.

Un segundo rasgo lo encontramos en la posición defensiva de los propios profesionales que hacen uso, de manera creciente, de procedimientos preventivos ante posibles amenazas o denuncias de sus pacientes. El miedo se constituye así en un resorte clave que condiciona la práctica asistencial y cuyas consecuencias no son banales. El tercer rasgo nos muestra una de esas consecuencias: la pérdida de calidad y cantidad del vínculo clínico-paciente. Ese dialogo basado en la escucha de la singularidad de cada caso, y que requería un encuentro cara a cara, con cierta constancia y regularidad, se ha transformado en un encuentro, cada vez más fugaz, de corta duración y siempre con la mediación de alguna tecnología (pruebas, ordenador, prescripción). El cuarto rasgo, correlativo del anterior, es el aumento notable de la burocracia en los procedimientos asistenciales. La cantidad de informes, cuestionarios, aplicativos, que un especialista psi debe rellenar superan ya el tiempo dedicado a la relación asistencial propiamente dicha.

Estas características configuran una nueva realidad marcada por una pérdida notable de la autoridad del profesional, derivada de la sustitución de su juicio propio (elemento clave en su praxis) en detrimento del protocolo monitorizado, una reducción del sujeto atendido a un elemento sin propiedades específicas (homogéneo), y que responde con el rechazo ya mencionado (boicot y violencia), y una serie de efectos en los propios profesionales diversos y graves: burn- out, episodios depresivos recurrentes, mala praxis.

El abuso de la categorización protocolizada y de la medicación generalizada en muchos niños y adolescentes muestra bien la forma que toma hoy esa violencia institucional. El caso del TDAH es un ejemplo claro. Para nosotros, analistas, la cuestión que nos importa, más allá de las discusiones nominalistas o etiológicas: ¿sabremos leer esos cuerpos agitados y/o indolentes que hablan de un malestar que interfiere en sus aprendizajes tomándolos como interlocutores? ¿O por el contrario vamos a reducirlos a cuerpos deficitarios que exigen correcciones bioquímicas o conductuales sin escuchar el sufrimiento subjetivo que implican? Ignorar la subjetividad y tomarlos como sujetos mudos es una modalidad de violencia institucional insostenible y más cuando se trata de niños y adolescentes.


María José: Muchas gracias por la disposición y por la transmisión.

Publicado al blog de Psicoanálisis en Chile: Psicoanálisis Entre Vistas

http://www.psicoanalisisentrevistas.com/

martes, 10 de marzo de 2015

Lo singular de la víctima




 http://www.pipolnews.eu/es/portfolio-item/lo-singular-de-la-victima-jose-r-ubieto/

 
Quiero tomar un punto que me parece esencial para abordar la investigación sobre el significante víctima. Se trata de lo singular de la víctima como opuesto a la universalización del concepto víctima. Esta universalización plantea una  afinidad estructural entre el yo y la vocación de víctima, que se deduce de la estructura general del desconocimiento, lo que Miller nombra como “la ley de la victimización inevitable del yo” (Donc). Se trataría pues, en nuestra clínica, de apuntar a lo singular de la víctima más que a aquello que la colectiviza y la atrinchera en la categoría social de “víctima de…”

Hay un caso especial - sujetos que han sufrido acoso escolar- que nos muestran como lo singular juega un papel fundamental tanto en la génesis de esa condición de víctima como en su posible tratamiento analítico. Estos sujetos nos enseñan que el objetivo básico del acoso no es otro que atentar contra la singularidad del sujeto víctima, golpear en sus signos “extraños” ese goce diferente que resulta intolerable por lo que supone para cada sujeto de cuestionamiento de su propia manera de hacer y de encontrar la satisfacción.

Sustraer, en definitiva, lo singular de cada ser hablante. Esta hipótesis explica dos fenómenos relevantes en el bullying: la colaboración muda de los testigos que se aseguran así no ser incluidos en el bando de las víctimas, y el hecho de que el acoso se manifiesta en conductas de humillación y aniquilación psicológica del otro, más que en agresiones graves o abusos sexuales.


En sus formas actuales aparece como respuesta al declive del padre que da paso a una lógica de red y a una victimización horizontal. A falta de la consistencia de esa referencia identificatoria surge cierto sentimiento de orfandad que haría de cualquier escolar una posible víctima del otro. Si antes era el amo-maestro el que regulaba el ejercicio de esa violencia represora (castigos, sanciones) ahora esa violencia puede estallar entre los iguales más fácilmente. El sentimiento de impunidad del acosador nace de este vacío educativo, en esta “aula desierta” de la palabra del adulto.

Víctima es hoy, sin duda, un significante amo que nombra el ser del sujeto. Su uso múltiple da cuenta de como la tentación de la inocencia, a la que se refería Bruckner, ha devenido ya una victimización generalizada. Como psicoanalistas no desconocemos el sufrimiento que implican los fenómenos de violencia pero nuestra orientación hacia lo real implica pensar al ser hablante como responsable –el que puede responder de sus hechos y dichos- más que como sujeto pasivo.

Al igual que ocurre con muchas categorías diagnósticas, el ser hablante queda mudo, sepultado tras esa “nominación para”. Una víctima es alguien de quien se habla, en nombre de la cual se realizan actos políticos, educativos o terapéuticos, pero su inclusión en la clase “víctima” la excluye del acceso a la palabra y en ese sentido la des-responsabiliza. Lo singular de la víctima se opone a la universalización del concepto víctima y no es ajeno a ello el uso off label que muchos sujetos hacen de ese significante para desmarcarse de esa nominación.

Sabemos que las víctimas no constituyen, como tales una categoría psicopatológica. El único rasgo en común parece ser la contingencia de algún dato que les hace aparecer, ante el grupo, como raros: demasiado inhibidos a veces, en otros descarados o simplemente poco marcados por los logos compartidos (sujetos sin marca). Sus rasgos “extraños” y singulares los diferencian del conjunto y los hace vulnerables y presa del acosador. En ese sentido nadie ésta excluido, a priori, de su condición posible de acosador y/o víctima.

Lo que a veces sorprende es su silencio –a veces muy “ruidoso” (suicidio, encierro en casa) por los síntomas que produce- cuyas causas van de las razones de “fuerza mayor” (temor de ser represaliado) hasta la puesta en juego del real que para cada uno toma formas diferentes en el fantasma que lo vela (Matet) sean intensos sentimientos de culpa, vergüenza por la humillación recibida.

José R. Ubieto. ELP