jueves, 19 de agosto de 2010

¿Hasta donde nos lleva el afán de notoriedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Martes, 10 de agosto de 2010

¿Hasta donde nos lleva el afán de notoriedad?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

La muerte del concursante ruso en el campeonato mundial de sauna en Finlandia, muestra que la muerte forma ya parte del espectáculo. Eso, en sí mismo, no es ninguna novedad. Desde siempre –y todavía en algunos lugares- la ejecución pública tiene valor ejemplarizante.

La novedad actual es que esa muerte es retransmitida, lo cual le da notoriedad sin duda al protagonista, pero tampoco debemos olvidar que en una escena siempre hay dos en juego: el mirado y el que mira. Si antes se trataba de sostener un ideal y en su nombre se justificaba esa “retransmisión”, ahora lo que está en juego es esa doble satisfacción de unos y otros.

Eso ocurre en diversos ámbitos, pero el más habitual es el deportivo donde el riesgo y la exploración y exposición extrema del cuerpo añaden un interés suplementario. Quizás por ello los deportes donde ese combate vital se juega más directamente (ligados al motor) adquieren cada vez más popularidad.

Esa búsqueda de la intensidad y su conjunción con la exposición publica, que la redobla, muestran que lo importante ya no es el objetivo final o la aspiración colectiva que podría acompañarla (ideal patriótico, desafío cultural,..) sino su focalización en un acto individual y, sobre todo, la referencia al cuerpo, y sus potencialidades, como la brújula del sujeto moderno.

La sauna es una tradición en Finlandia, exportada a todo el mundo, que cumple un rito de descanso y pausa en la rutina. Relaja el cuerpo y el espíritu y se fundamenta en un ideal saludable. Cuando ese ideal flaquea, porque el cuerpo se erige en el imperativo mayor, aparece el reverso del ideal: el empuje a la muerte, al límite que sólo ella marca, deteniéndolo.

¿Por qué, entonces, ese empuje más allá de lo saludable y lo razonable? Quizás la rutina de lo cotidiano se ha convertido en un problema para todos nosotros, quizás necesitamos algo más que un placer conseguido en el vínculo social y debemos añadirle un elemento extremo de riesgo para no tener la sensación de que el goce que obtenemos, con las cosas de la vida, es un goce light que no justifica nuestra existencia.

“No hay vida sin honor”, era un lema clásico que Vattel, el cocinero del rey francés encarnó con su propia muerte, al suicidarse tras un fracaso profesional. Con ello no dejo de recordarnos que la vida es impensable sin la muerte. Hoy esos actos extremos, en nombre de un ideal, quedan restringidos a los fundamentalistas de todo signo. Pero la pregunta por la razón de la existencia y la necesidad de justificarla no ha desaparecido, aunque se plantee en otros términos. ¿No hay algo de eso en es esa exploración de los límites del cuerpo, presente en los xtreme, deportes de riesgo que ya no responden a la ley del honor sino a la verificación de la potencia de cada sujeto?

¿Con quién compartimos nuestra intimidad?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Viernes, 6 de agosto de 2010

¿Con quién compartimos nuestra intimidad?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Compartir la intimidad, hoy, es ya una costumbre social. Nada que ver con los usos de hace unas décadas donde la división público – privado era muy clara. Mostrar lo íntimo, en público, resultaba obsceno y sólo obtenía rechazo y sanción. Esas “vergüenzas” quedaban para el confesor, el médico, el psicoanalista o un amigo íntimo.

Hoy, en cambio, encontramos un amplio abanico de modalidades de exponer lo íntimo. En un extremo asistimos al espectáculo de los reality shows donde lo obsceno se transmuta en negocio o en simple exhibicionismo. En el otro tenemos la versión clásica del cara a cara, donde las figuras tradicionales del confesor o el médico dejan paso al “psi” generalizado: psicólogo, coach, terapeuta en cualquiera de sus modalidades, incluidas las no regladas (esoterismo),.. Y en el medio tenemos la modalidad más común y propia del siglo XXI: las redes sociales (Facebook, Tuenti, Twitter,..) en las que el cuerpo se escamotea y permite así cierta desinhibición al dirigirse al Otro, a veces un otro desconocido.

La pregunta entonces es ¿por qué esta pasión contemporánea por revelar lo íntimo? y ¿Qué queda de lo íntimo, una vez expuesto públicamente? Desde luego no parece ser ya un signo de trasgresión ni de liberación, sino más bien un indicador de la satisfacción que cada uno es capaz de obtener. Por eso busca, ante todo, el reconocimiento social, que el número de amigos que uno agregue muestre de lo que es capaz, para así darse una identidad más satisfactoria. Los trozos de realidad personal (fotos, mensajes breves, comentarios) que uno comparte, en esta escena pública, son sólo aquellos en los que uno puede reconocerse.

Pero hay otra realidad en la que uno no se reconoce a sí mismo. Otra intimidad más extraña, eso que Lacan llamó extimidad y que nos inquieta y nos angustia porque de todos modos intuimos que tiene algo que ver con nosotros. Esta extimidad requiere de otros parteners para compartirla ya que se trata de secretos, a veces, para nosotros mismos. Secretos dolorosos que interfieren en nuestra vida cotidiana, familiar, social o laboral.

Ahí es cuando llamamos a la puerta de un psicólogo o de un psicoanalista, no para compartir la intimidad, como si se tratase de un signo de amistad, sino para buscar respuestas a preguntas que nos surgen de muchas maneras: como dudas, como actos sin sentido, como malestares en el cuerpo, como compulsiones…. Aquí lo íntimo se nos presenta como extranjero a nosotros mismos y, sin embargo, tan familiar. Es por ello que necesitamos a un extraño que nos ayude a reconocer e interpretar eso que hace síntoma para cada uno.

martes, 29 de junio de 2010

El riesgo de vivir

LA VANGUARDIA, Tendencias / Viernes, 25 de Junio de 2010

¿Cómo incide el comportamiento colectivo?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Resulta difícil reflexionar y escribir sobre el suceso de Castelldefels en medio del dolor y el sufrimiento de los familiares de las víctimas y heridos, incluido el conductor del tren, afectado sin duda por lo sucedido. Vaya por delante nuestro apoyo y consuelo para todos ellos.

No es la primera vez que suceden hechos como éste, aunque no tan graves. Quedan todavía muchas dudas, que las autoridades y los jueces trataran de despejar, pero parece que las personas que decidieron cruzar las vías pudieron hacerlo también por el paso señalizado. ¿Por qué alguien pondría en riesgo su vida sin una aparente razón de fuerza mayor? Lo incomprensible de este acto es lo que nos inquieta, porque cuestiona algo que creemos sagrado: la propia vida.

Muchos de estos sucesos se producen en un contexto de grupo, en el que la decisión primera aparece difuminada en un comportamiento colectivo, donde el juicio de cada uno se confunde con el movimiento del grupo mismo. El hombre es un ser gregario que, en ocasiones, se deja llevar por su identificación a un ideal o por su sentimiento de pertenencia a un grupo, sea éste muy formalizado (partido político, iglesia,..) o más coyuntural (grupo de amigos, colectivo social).

Este factor grupal suspende, en parte, la decisión personal que cada uno tomaría confrontado a la posibilidad de asumir un riesgo vital. Este dato debería advertir a las autoridades para aumentar las medidas de seguridad en situaciones especiales como celebraciones deportivas o festivas.

Resulta paradójico que esta sociedad, que persigue la extinción del riesgo tomando para ello todas las prevenciones, se encuentre confrontada de tanto en tanto a situaciones como ésta, que parecen contravenir ese ideal de “la vida por encima de todo”. Y que, como parece confirmado en esta tragedia, sean los jóvenes (aunque no sólo ellos), los que asuman ese riesgo en conductas diversas, vinculadas mayoritariamente al ocio grupal.

Lo intenso, como requisito de la satisfacción obtenida, la exploración de los límites corporales, como índice de la propia estima y cierta trasgresión de lo establecido, como posición ante la norma, son algunos rasgos que encontramos en ese combate vital que los jóvenes libran para construirse como sujetos y encontrar su lugar, aceptable para el Otro y para ellos mismos. ¿Acaso alguno de nosotros calculó todos los riesgos en su juventud?

El drama es que a veces, en el intento de desembarazarse del peso de lo ya caduco y lanzarse a la vida para “agarrarla por los cuernos”, ese despertar del sueño infantil protector se convierte en una pesadilla trágica.

lunes, 14 de junio de 2010

¿Los autistas están solos?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Lunes, 14 de Junio de 2010

JOSÉ R. UBIETO - Psicólogo clínico y psicoanalista



La primera imagen que nos hacemos de los niños autistas es la de su aislamiento y soledad, agravada por un mutismo frecuente. Ya la misma palabra remite a esa “concentración excesiva en su propia intimidad”. Sin embargo, cuando superamos ese sentimiento de inquietud que nos produce su retraimiento, observamos que su soledad se acompaña de objetos, que manipulan de manera repetida, a veces acompasados de movimientos estereotipados de su cuerpo.

Y si nos fijamos un poco más es posible que detectemos también algunas emisiones vocales, farfulleos apenas audibles, o bien intentos de taparse los oídos o los ojos, como si alguien les hablase o les mirase en su interior y quisieran, atemorizados, evitarlo.

Contrariamente, pues, a lo que nos parece, los autistas no están solos, están rodeados de una presencia que perciben como peligrosa, intrusiva, que pone en juego su vida y de la que quieren por tanto alejarse. Es por esto que nos ignoran y rehúyen nuestra mirada y no contestan a nuestras palabras. No es que no puedan entendernos por tener un déficit cognitivo, es que están angustiados con nuestra presencia y con lo que podemos querer para ellos, voluntades que no pueden interpretar porque les falta la clave básica del lenguaje humano. Nuestras palabras, por bien intencionadas que sean, tienen para ellos un peso excesivo y las viven peligrosamente.

Su primera defensa es tenernos controlados y para ello nada mejor que “congelar” la escena, que todo suceda igual que siempre, sin cambios ni sorpresas, que el otro –nosotros- esté siempre regulado y localizado en su sitio, para así poder mantenerse a distancia. Es lo que pide el personaje de Rain Man o el protagonista de El curioso incidente del perro a medianoche.

A partir de allí pueden continuar su trabajo de superar ese grado cero de la subjetividad que constituye la vida de un autista, la manifestación más elemental de que allí hay un sujeto que aspira a expresarse y dirigirse al otro, aunque de entrada no sepa como hacerlo.

Por eso sus objetos son preciosos como instrumentos para protegerse de la angustia, animar su cuerpo, procurándose una satisfacción y finalmente establecer un vínculo con el otro. Utilizan cualquier cosa que esté a su alcance, juguetes, objetos cotidianos, su propio cuerpo, el de los compañeros o adultos,..para conseguir recomponer un cuerpo que se les desborda. Necesitan pegarse a ese objeto para que les sirva de borde, como un límite que evita la fuga de las sensaciones que experimentan. Una de las actividades preferidas, para ellos, es la piscina y los baños porque allí encuentran esa “segunda piel” que el agua les procura.

También la música les interesa porque les permite “tratar” esa voz que escuchan, de su interior o del exterior. Al “ponerla en solfa” les resulta menos inquietante ya que obedece a unas reglas (entonación, ritmo, melodía) y no al capricho de quien habla. Por eso les ayuda que sus cuidadores les hablen cantando, aceptan mejor sus indicaciones.

Ese trabajo de “invención” que ellos hacen puede favorecerse con nuestra ayuda. Para ello debemos acompañarles en su progreso sin tratar de domesticarles como si fueran seres deficitarios sin recursos potenciales. Es mejor, entonces, estar al lado que enfrente, para decirles aquello que ellos pueden escuchar.

Hoy la clínica del autismo muestra como, para no pocos, hay un destino que no pasa por la cronificación deficitaria o la (auto) destrucción. Disponemos también de testimonios de los llamados autistas de alto nivel como Temple Grandin, Donna Williams o Birger Sellin que muestran como han superado ese estado autístico precoz y pueden, con sus límites, escribir libros, desempeñar un trabajo e incluso mantener una relación sentimental.

domingo, 23 de mayo de 2010

¿Cómo abordar la violencia escolar?

JOSÉ R. UBIETO - Psicólogo clínico y psicoanalista

La violencia está presente en la escuela de igual manera que en otros ámbitos: familia, calle, eventos deportivos. Cambian, eso sí, las formas y las causas específicas. Por eso lo importante es entender la lógica de esos fenómenos, fijarse en los detalles de cada caso, captar su particularidad. De lo contrario, corremos el riesgo de hacer equivalentes situaciones que son muy diferentes, aunque sus manifestaciones (episodio violento) puedan ser similares.

El suceso de Alicante parece indicar que se trata de una violencia recurrente, consentida por los padres, asociada a consumo de drogas, y que se presenta como un patrón de relación violento y generalizado (compañeros, profesores). Esta violencia implica un modo de vínculo al otro que busca su destrucción y que en muchos casos repite situaciones que el propio sujeto ha vivido pasivamente. Abordar este hecho supone un conjunto de tentativas previas que, al fracasar (en muchas ocasiones el propio joven confirma ese empuje al fracaso), provocan la necesidad de una actitud firme de contención, y en casos extremos de exclusión, como medida última de protección para el resto de alumnos y docentes. Afortunadamente son casos infrecuentes, donde las intervenciones educativas, clínicas o familiares encuentran sus límites.

El caso de Badalona muestra otro perfil diferente. Se trata de un niño de ocho años, adoptado y parece que con una situación familiar compleja, que se comporta de forma molesta en clase. Con todas las reservas que conviene, podemos aventurar que responde a otro tipo de situaciones en las que podría haber elementos, asociados, de dificultades emocionales. Estos actos violentos son respuestas del sujeto frente a dificultades internas difícilmente regulables por él mismo. Aquí la contención, facilitada por la cuidadora que le asiste, debe acompañarse de otras medidas terapéuticas y educativas especiales, que ofrezcan a este niño un marco educativo más apropiado. Y que al mismo tiempo preserven también el derecho de los otros alumnos a seguir su escolaridad.

Un tercer grupo de episodios violentos escolares lo encontramos en los casos de acoso escolar, donde la violencia se centra en un alumno identificado, por el matón, como chivo expiatorio de sus propias debilidades. Aquí conviene ser firmes con el agresor, pero también con los espectadores (otros alumnos) que asisten, pasivamente, a la escena de abuso. Son ellos los que pueden deslegitimar esa violencia persistente y colaborar con los docentes para detenerla.

La violencia escolar es demasiado compleja para dejarla en manos de los docentes. Por eso desde hace diez años llevamos a cabo una experiencia de trabajo en red en el distrito de Horta-Guinardó (www. interxarxes. net), donde educadores, clínicos y trabajadores sociales buscamos salidas colectivas a situaciones como estas, diversas y muy complejas.

domingo, 11 de abril de 2010

Autoridad Perdida

La Vanguardia. Sábado 10 de Abril, Tendencias

¿Por qué aumentan las agresiones a docentes y médicos?

JOSÉ R. UBIETO - Psicólogo clínico y psicoanalista

Las recientes noticias de agresiones a maestros y médicos forman parte de una tendencia que va claramente en aumento. Prueba de ello es que la violencia dirigida a los profesionales de los cuidados ocupa ya un lugar en los temas habituales de los congresos educativos y sanitarios.

Hay razones generales y particulares. Las generales tienen que ver con lo que el sociólogo François Dubet ha calificado como el declive del modelo institucional que instauro la modernidad, que pasaba por la relación privilegiada entre el alumno o paciente y el maestro o clínico, definidos como especialistas. Ese encuentro estaba fundado en una autoridad absoluta del profesional, que tenía el monopolio del saber académico o médico.

La postmodernidad vino a exarcerbar algunas de las contradicciones y paradojas ya incluidas en el propio programa de la Ilustración. Una de ellas deriva de la consideración de los derechos del individuo como un valor absoluto, que mina entonces esa autoridad del experto.

Este declive no sólo se ha hecho patente en los sistemas públicos de atención social, de salud o de educación, sino sobre todo, y en primer lugar, en la acción social y política donde la desafección y desconfianza hacia los gobernantes y gestores es notoria.

A esta primera razón podemos añadir otra, más clara en el ámbito sanitario: la reducción del paciente a una cifra, a una categoría diagnostica, a un código de barras. El modelo asistencial actual pone más énfasis en el cálculo y tratamiento estadístico de las patologías, que en el propio sujeto que las sufre. Eso se refleja bien en el tiempo, demasiado breve, de la atención personalizada, que se reduce a medida que aumentan los recursos informáticos, la proliferación de pruebas.

¿Quién no se ha sentido un poco cobaya cuando el médico escribe en el ordenador datos, que nos va pidiendo sin apenas mirarnos a la cara, concentrado en esa tarea que, por otra parte, no puede evitar ya que forma parte de los protocolos asistenciales?

El efecto subjetivo de esta limitación de la escucha, tan importante para emitir un juicio profesional, tiene mucho que ver con las reacciones de protesta y rechazo de los pacientes y familiares que, a veces, toman formas violentas activas (insultos, agresiones) y otras, la mayoría de los casos, se expresan como boicot pasivo (incumplimiento terapéutico, falta de adherencia a los tratamientos).

En el caso de los docentes, el proceso de “cosificación” del alumno no es tan extremo, si bien también se constatan los efectos nocivos de una voluntad excesiva de uniformización, como si los quisiéramos a todos iguales, incluidos en los mismos itinerarios y con las mismas performances. Anular la singularidad de cada uno es lo que retorna luego en esas manifestaciones de rechazo, indiferencia o incluso agresión.

Cuando alguien siente que sus cosas no son tomadas en cuenta, difícilmente establecerá una relación de confianza en ese otro y por tanto no le reconocerá la autoridad necesaria para producir efectos terapéuticos o de aprendizaje.

Finalmente, a estas razones más generales, cabe añadir las particulares de cada uno, que hacen que decida en un momento responder a una situación de una manera u otra, decisión de la que es responsable y por lo tanto debe responder ante la sociedad y la justicia, si es preciso.

lunes, 8 de marzo de 2010

¿Cómo dejar de tener miedo al miedo?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 7 de marzo de 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Una de las paradojas de nuestra sociedad es que a pesar de ser la más segura de cuantas existieron no nos ha librado del sentimiento subjetivo de inseguridad. Hasta el punto que uno de los malestares más frecuentes, y origen de muchas consultas y de un elevado consumo de ansiolíticos, lleva el nombre del miedo: panic attack.

Vencer ese miedo al miedo exige, antes, conocer sus causas. La más importante, como civilización regida por el saber científico, es que la creciente tecnificación de nuestra sociedad nos hace dependientes de una complejidad nunca vista anteriormente. Cualquier acción, por sencilla que sea (uso del móvil, trámites online, viaje en avión) depende de recursos y conocimientos técnicos ajenos a nuestro control último Sólo nos queda, entonces, confiar en los expertos y en los sistemas de control y vigilancia.

Cuando alguno de estos sistemas falla, experimentamos una sensación de pánico, más o menos intensa, seguida de una desconfianza en ese Otro que nos servía de garantía (médico, político, científico, policía..). Si la respuesta, política o mediática, a esa crisis magnifica el problema, aumenta la desconfianza. Ahí tenemos el caso de la gripe A o los recientes sucesos de delincuencia o los conflictos internacionales.

Una de las fórmulas más eficaces para producir más miedo, y por tanto más inseguridad subjetiva, es proponer medidas alarmantes o excesivas (escáneres corporales en los aeropuertos, vacunación generalizada) que justifican una hipervigilancia y suscitan el pánico frente a amenazas por venir, tengan o no rostro conocido.

Cuando el umbral de desconfianza y pánico es alto, el sujeto se retrae y a partir de allí sólo confía en sí mismo. Ese aislamiento no es gratuito ya que paga un precio alto en forma de sufrimiento personal: ansiedad, estados depresivos, ese “temor narcisista de la lesión del cuerpo propio” al que aludía el psicoanalista Jacques Lacan. Empieza a tener miedo al miedo y es por eso que otro de los malestares por lo que hoy nos consultan más es la llamada agorafobia y la fobia social, como signos evidentes del fracaso del lazo colectivo.

Allí donde debían hacerse realidad las promesas de felicidad, garantizadas por el acceso al consumo y sus objetos del bienestar, encontramos su reverso bajo la forma de esta angustia social difusa, caldo de cultivo de las políticas del miedo.

¿Cómo prevenirnos entonces de la prevención generalizada, de la pendiente a un estado panóptico, que todo lo vigila y sin embargo nos hace más vulnerables e inseguros frente a ese miedo generalizado? ¿De una sociedad que se convierta en una tierra hostil sembrada de amenazas?

Ante todo debemos diferenciar claramente entre la alerta a la población, medida necesaria ante un peligro (salud, social,..) y sembrar el pánico, que no tiene otro efecto que el de recluir y controlar a la población “legítimamente”.

Por otra parte debemos combinar la alerta con el conocimiento y el debate sobre eso que se presenta como desconocido, y a veces irrumpe bruscamente sin todas las claves que le darían sentido (atentado terrorista, epidemia). Sabemos hasta qué punto muchos de los fenómenos racistas que observamos en nuestras sociedades –ahora agravados por la precariedad económica y laboral- podrían atenuarse con un mayor conocimiento de ese otro que percibimos como intrusivo, y amenazante y del que apenas sabemos más allá de nuestros prejuicios.

El miedo es humano y contribuye a nuestra supervivencia, desde la primera infancia. Por eso es razonable aprender a convivir con él, más que tratar de eliminarlo radicalmente, no sea que lo que sacamos por la puerta nos retorne por la ventana.