jueves, 5 de mayo de 2011

¿Desde cuándo sólo vale ganar?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 1 de mayo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

La época actual hace ya tiempo que ha impuesto un nuevo lenguaje donde los términos ganar y perder aparecen en primer lugar como palabras clave para definir los objetivos y “valores” de los sujetos.

Obtener resultados por encima de cualquier otro valor, ético o estético, es una exigencia, un imperativo que nos indica cómo la satisfacción está estrechamente ligada al consumo de bienes y objetos. El dinero es el patrón, por supuesto, pero no es lo único a ganar, aunque sea su referencia principal.

Ese afán de consumo y acceso a la propiedad se interioriza desde la infancia y contamina la realidad que nos circunda: el ocio, el deporte, el rendimiento académico, la sexualidad y las relaciones sociales. El deporte, y sobre todo el fútbol como “deporte rey”, es el escenario privilegiado donde el espíritu resultadista brilla más. No sólo por la cantidad de focos que lo iluminan sino porque las grandes celebraciones deportivas son hoy algo más que un deporte, son sobre todo un espectáculo con todos los ingredientes de la vida humana: desafío, pasión colectiva, erótica de los cuerpos musculados, violencia ritualizada e idolatría del triunfo y del héroe.

Nada queda libre ya de esa contabilidad del goce al que aspiramos y que siempre nos parece menos del que podríamos “ganar” si fuésemos algo más eficaces. Nuestra productividad nos devuelve una imagen poco eficiente de nosotros mismos, una imagen que siempre deberíamos mejorar gracias, sobre todo, a la tecnología, empezando por la que se ocupa de la imagen corporal.

¿Qué hay de malo o patológico en este afán de ganar? ¿No es acaso el estímulo de la competición lo que permite dar lo mejor de nosotros mismos, sin menoscabo del rival ni de las reglas de juego? El problema es cuando aislamos el término ganar del resto de palabras y queda como una justificación en sí misma, sin otra referencia: ganar, ganar, ganar. Ese término funciona entonces como un imperativo ante el cual toda acción queda justificada porque es un mandato sin piedad: ¡ganad, malditos!

¿Qué otra cosa podemos contar, entonces, sino los indicadores de esa ganancia? Ganar o perder –parece que no hay otras variables- en una secuencia ininterrumpida, son acciones cada vez más silenciosas, aunque paradójicamente resulten ruidosas en algunos casos por las celebraciones colectivas. Apenas hay épica de los héroes porque la prisa anula cualquier significado y deja sólo el resultado.

Ganar es el paradigma de nuestra época y por ellos sus adalides son admirados y vitoreados, con la misma pasión que vilipendiados cuando pierden. El héroe actual, objeto de admiración por unos y otros, parece ser aquel que muestra sin tapujos, sin vergüenza alguna, la voluntad de ganar.

Ese impudor, que algunos maquillan como si se tratase de un cálculo estratégico, ocupa ya un lugar central en nuestra civilización. Pero lo cierto es que de esas “hazañas” y de sus protagonistas sólo queda el resultado, una cifra muda sin significación alguna a transmitir.

miércoles, 23 de marzo de 2011

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

sábado, 22 de enero de 2011

¿Qué empuja a un sujeto a inmolarse?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Sábado, 22 de enero de 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

En las últimas semanas estamos asistiendo a una serie de hechos dramáticos, vinculados a jóvenes que se queman a lo bonzo en lugares públicos. Uno de los primeros casos fue el del joven tunecino que desató la ira de la población y contribuyó a la revuelta actual en el país árabe.

Son respuestas del sujeto extremas, la mayoría terminan con su vida o con secuelas graves. ¿Cómo entenderlas? La primera prevención es percatarse que si bien el fenómeno es el mismo en todos los casos, no así las causas que siempre son particulares.

Freud nos dio una pista muy útil para leer estas conductas al distinguir entre condiciones y causa. Las primeras son comunes a todos los que comparten una comunidad (familia, país, civilización) puesto que todos están condicionados por ellas, sean razones económicas, sociales, culturales o familiares. Por supuesto cada uno las subjetivara de manera diferente y les dará su propia interpretación: unos las tomaran como motivos para resignarse, para obedecer o bien para rebelarse o superarlas. Esas condiciones no nos resultan, pues, indiferentes ya que son las cartas con las que jugamos la partida de nuestra vida.

Son condiciones necesarias pero insuficientes para explicar la respuesta individual. Hay que añadir la causa, que es siempre particular y específica para cada uno. Lo que nos causa, nuestras razones singulares, nos diferencian al contrario que las condiciones que nos colectivizan. El malestar que empuja a alguien a dar ese paso final queda completamente velado tras el acto, a veces imitativo y puesto en serie con los anteriores.

¿Qué mensaje envía cada joven inmolado y a qué Otro se lo envía? Eso tiene siempre algo de enigmático e incluso no podemos estar seguros que sea siempre un mensaje para el otro, muchas veces puede ser un quitarse de en medio, aunque sea en una escena pública y de manera espectacular. De hecho somos nosotros los que damos el sentido a esa acción y le otorgamos una significación precisa (denuncia política) que no siempre es tan clara en su origen.

Ejecutivos desechados por sustituibles, parados que pierden su vivienda, sujetos que se sienten burlados por su banco o dejados de lado por sus conciudadanos. Todos comparten un sentimiento de excluidos y su causa puede avivarse por el empuje de la precariedad o el adoctrinamiento. Los que eligen la inmolación añaden un matiz específico a su respuesta: su componente religioso, ya que la fe y la creencia están en juego en ese reducirse al polvo de las cenizas.

Un verdadero acto es siempre una precipitación, el franqueamiento de un límite sin que tengamos sus claves ni podamos anticipar sus consecuencias. Cuando ese acto alcanza su fin, como es el ejemplo de estos sacrificios vitales, nos muestra que el sujeto desaparece o bien porque ya no encuentra otra salida a su impasse o bien porque elige dar un sentido ejemplar a su vida.

Por eso si bien las causas no son prevenibles, ya que siempre nos remiten a la elección y libertad de cada uno, las condiciones de vida pueden modificarse en el sentido de resultar más acogedoras y menos segregadoras. Las conductas extremas, sean heteroagresivas o autoagresivas, siempre testimonian de la fragilidad del lazo con el otro y evocan que cuando el sujeto se siente abandonado, engañado o huérfano de sentido, el pasaje al acto, incluso a costa de su vida, deviene su protesta final.

miércoles, 19 de enero de 2011

¿Cómo recuperar la confianza?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista


La confianza es un elemento clave sin el cual la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hoy funciona más bien como un activo toxico y lo que debería ser un bien social aparece como un elemento nocivo al perder todas sus garantías. Lo vemos en el campo de las finanzas pero también en el político, en la religión e incluso en los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos.

La confianza se genera a partir de una suposición de saber, le suponemos al otro (financiero, político, clínico, maestro) un saber sobre aquel ámbito en que le confiamos algo (ahorros, gobierno, salud, educación) y eso produce una cierta obediencia y creencia en sus indicaciones. Hoy nos volvemos más incrédulos y aceptamos cierto cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, y para ello no nos faltan objetos: gadgets, tóxicos, comida..Las reivindicaciones, en nombre del derecho a consumir como derecho “básico” de nuestras vidas de consumo (Bauman) y en tono de exigencia e incluso con violencia en algunos lugares (escuelas, hospitales), muestran la deriva de esa desconfianza.

El origen de esta pérdida es antiguo: desde el mismo programa de la Ilustración, que aupaba el individuo a la cima, pasando por la fe ciega de algunos en las promesas de la ciencia y la técnica, como soluciones pret-a-porter y globales, hasta las acciones actuales de los diversos actores políticos, económicos o profesionales, que han contribuido a ello.

¿Cómo recuperar esa confianza, base de la affectio societatis? No será tarea fácil contrariar esa inercia pero seguramente el primer paso sería asumir los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un lazo. Y al tiempo reconocer en el otro aquello que es también el signo de una falta. Un maestro o un médico, incapaces de admitir sus limitaciones –curar, educar y gobernar son tareas imposibles, decía Freud- devienen por ello incapaces de entender la dificultad o el sufrimiento del otro y así difícilmente serán “autoridades” (auctores) con capacidad de invención y resolución de los problemas. Lo mismo podríamos pensar de un político o un líder religioso, aferrados a una certeza sin fisuras e incapaces de acoger las precariedades de sus gobernados o seguidores.

Una segunda vía nos la ofrecía el filosofo Rorty cuando proponía una conversación permanente, en el lugar de esa Verdad que ya no existe, sobre los valores e ideas, que implique la presencia del otro y que se oriente a señalar salidas individuales y colectivas. Hoy nos fascinamos por las imágenes y nos olvidamos que son las ideas-fuerza las que mueven el mundo. Las conversaciones que mantenemos, bajo el modelo de las redes sociales, son conversaciones donde parece que hablamos con el otro cuando en realidad lo hacemos con nosotros mismos, como si la pantalla fuera el reflejo de nuestra propia imagen, convenientemente “retocada”.

La autoridad, de cuya pérdida nos lamentamos, no es sino otro nombre de esa confianza en el lazo social que requiere, para su génesis, de nuestra implicación como ciudadanos, padres, profesionales o lideres.

jueves, 16 de diciembre de 2010

¿Que desencadena una conducta extrema?

LA VANGUARDIA, Vivir / Jueves, 16 de diciembre de 2010
Cuadruple asesinato en Olot

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Las crisis, de todo tipo, confrontan a cada uno con sus límites ya que siempre implican algún tipo de pérdida, ruptura o incertidumbre. Puede tratarse de una separación de pareja, la muerte de un familiar, la ruina económica o una enfermedad grave.

Ponen de manifiesto lo que es soportable, para el sujeto, de esa nueva realidad y las maneras que encuentra para recomponer su mundo. Las respuestas son, por tanto, muy diversas pero siempre relacionadas con sus antecedentes vitales, su biografía y sus vivencias.
En muchos casos conocemos detalles, con posterioridad al suceso, que nos hablan de conductas, ya existentes anteriormente, y que a veces pasaban desapercibidas -por su carácter discreto- o bien por eran consideradas por sus conocidos como "raras" pero carentes de rasgos violentos. Sabemos que junto a estas conductas o creencias manifiestas, presentes en su vida cotidiana, también hay certezas (a veces delirantes) o fantasías latentes no actuadas y reservadas para su intimidad.

La coyuntura de una crisis económica, como la actual, exacerba algunas de estas respuestas violentas ya que expone a muchos sujetos a una vulnerabilidad extrema por la pérdida de su trabajo, sus recursos económicos o el desahucio de su vivienda.

Cuando los signos del Otro (familia, empresa o comunidad) son vividos como rechazo o exclusión: sin trabajo, sin comida, sin vivienda.., el sentimiento de la vida se torna tan precario que en algunos casos extremos asociados a una fragilidad personal previa, puede empujar alguien al suicidio o la agresión mortal hacia aquel que identifica como el culpable de esa perdida. En otros muchos, la mayoría, la desesperación no se traduce en actos violentos pero sí en situaciones de malestar subjetivo que pueden incluir afectos depresivos, síntomas corporales o dificultades importantes en la convivencia familiar o social.

domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Qué esperamos de los jóvenes?

LA VANGUARDIA - Tendencias. Domingo, 7 noviembre 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista


La presencia de los jóvenes en los medios de comunicación aparece, frecuentemente, connotada negativamente. Nos enteramos de los actos vandálicos que protagonizan, de los consumos a los que se aficionan, de su fracaso escolar o del escaso interés que tienen por ganarse la vida trabajando. Escasamente conocemos sus “otras” ocupaciones, más ligadas a su rendimiento escolar, sus invenciones artísticas o sus preocupaciones sociales.

Además resulta sintomático que hablamos de los jóvenes, como si fueran un cuerpo social homogéneo con intereses comunes y con estilos de vida compartidos, fácilmente etiquetables (ni-ni, antisistema,..). Este recurso simplista nunca nos lo permitiríamos respecto a los adultos, tercera edad, mujeres,..

Esta percepción de los jóvenes como conflictivos no tiene nada de novedoso. Conocemos la opinión de clásicos como Platón que hablaba, en su República, de los “jóvenes de hoy en día” y de las burlas que estos dedicaban a sus maestros, con el consentimiento de tutores, gobernantes y padres que hacían dejación de su autoridad. Caprichosos, volubles, sin capacidad de esfuerzo, faltos de respeto..Como ven, en la Grecia clásica las cosas ya cojeaban.

Seguramente la pregunta que nos conviene plantear, más allá de las emociones viscerales que nos producen o de los discursos morales que suscribimos, es otra: ¿Qué esperamos de esta generación? O dicho de otro modo ¿Qué lugar les reservamos, en el presente y en el futuro? No olvidemos que son ellos los que protagonizaran el futuro y se harán responsables de los retos de su época. Hanna Arendt nos recordaba que la educación debe ser conservadora pero tiene que introducir la novedad que cada generación aporta para que ese mundo viejo no caiga en la ruina.

Los jóvenes, aquí sí todos, son especialmente sensibles a ese lugar que les reservamos, a veces son hipersensibles a cualquier signo de desconfianza y nos lo reprochan cuando dudamos de su capacidad. Eso no debe hacernos retroceder ante determinadas sanciones o cortapisas cuando las creemos necesarias para su protección, pero ¿cómo imaginar un futuro sin una expectativa de incorporar esa novedad, a veces conflictiva por diferente, extraña, vacilante o incluso contradictoria?

Nosotros, los adultos, ¿sabemos que queremos de estos jóvenes? ¿Qué lugar les reservamos? Y si es así ¿Cómo preparamos ese futuro? ¿Queremos infantilizarlos para que nos devuelvan esa imagen de nosotros mismos eternamente jóvenes, y para ello los cubrimos de objetos (gadgets, cirugía estética, vestuario, coches) a nuestra medida? ¿Queremos usarlos como “consumibles” en un mercado laboral donde a los 40 años siguen siendo aprendices? ¿O los utilizamos como chivo expiatorio de nuestra propia crisis, del malestar y la impotencia que a veces sentimos por las cosas que no marchan en la familia, la economía o la convivencia?

Es bueno y necesario que les exijamos compromiso, esfuerzo, responsabilidad porque todo eso les será necesario, pero también es muy importante que sepamos que no habrá futuro sin ellos y que no podemos permitirnos el lujo de perder una generación por no ser capaces de incorporarlos a nuestra época, que también es la suya. Sería irónico que ni les hiciésemos propuestas razonables ni acogiésemos las suyas.