lunes, 27 de mayo de 2013

DSM-V. ¿Todos trastornados?




La primera edición del DSM se publicó en 1952 y al igual que la siguiente eran un reflejo de la influencia del psicoanálisis. Películas celebres como Recuerda de Hitchcock (con decorados de Dalí) dan testimonio de esa época. Las siguientes partieron de una concepción biologizante del ser humano y supusieron un cambio notable al desmantelar los grandes cuadros de la psicopatología, reduciéndolos a ítems contables. Este mecanismo produjo un efecto burbuja creciendo los trastornos a un ritmo de 100 cuadros por edición, llegando ya a los 500 del actual DSM-V.

El DSM compite con la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10), manual de la OMS más flexible para permitir el juicio clínico y la variación cultural. La mayoría de diferencias son arbitrarias pero su armonización choca con el lobby de la Asociación Americana de Psiquiatría que ha hecho del DSM una industria con grandes beneficios.

Su incidencia en la vida de las personas es notable ya que no se limita a clasificar sino que decide las prestaciones a recibir así como los internamientos de oficio. En EE.UU, entre 1987 y 2007, se dobló el número de personas que recibieron prestaciones sociales por incapacidad asociada a un trastorno mental y en los niños 35 veces más, siendo la primera causa de discapacidad infantil.

Esta influencia es lo que resulta más inquietante de esta nueva edición donde A. Frances, uno de los máximos responsables de la anterior, alerta que “hay muchas sugerencias de que el DSM-V podría dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales y crear decenas de millones de nuevos pacientes mal identificados al promover la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental”.

Algunas novedades: “Trastorno cognitivo menor”, que incluye síntomas inespecíficos muy comunes en personas de más de 50 años; “Trastorno por atracones” definido por darse un atracón semanal en un periodo de tres meses –práctica no inhabitual en verano – y que pasaría a considerarse un trastorno mental. O el que se prevé el cuadro estrella: “Trastorno mixto de ansiedad-depresión” con síntomas ampliamente distribuidos en la población general (inquietud, tristeza) para los que la medicación no supera en resultado al placebo.

La buena noticia es que este desvarío parece encontrar ya su freno en la redacción misma del DSM-V, muy conflictiva debido a las tensiones internas y en el rechazo de numerosas instituciones, entre ellas el Consejo General de Psicología de España. El gobierno de EE.UU., preocupado por reducir gastos en farmacia y hacer viable la reforma impulsada por Obama y Kerry, no admite de sus proveedores ninguna factura que no se base en criterios del manual de la OMS y el NIMH (Instituto Nacional de Salud Mental) – la mayor agencia de investigación biomédica proveedora de fondos de investigación en salud mental– acaba de anunciar que dejará de hacer uso del DSM porque carece de validez y “los pacientes con trastornos mentales se merecen algo mejor”.

No se trata de negar la utilidad de las clasificaciones en la clínica, y mucho menos del diagnóstico, pero cualquier etiqueta no puede olvidar que un sujeto nunca se reduce a la categoría. Frente a esta pasión universalizante del “todos estamos enfermos y fuera de la normalidad, necesitados de medicación” hay que oponer la singularidad del síntoma de cada uno, de aquello que nos hace diferentes y no por ello trastornados. Cuando el clasificar, como finalidad última, borra la escucha del malestar del sujeto, la clínica pierde toda razón de ser.

jueves, 23 de mayo de 2013

Los lenguajes de la nueva pobreza


El término mismo de “nueva pobreza” ya merece por sí mismo un comentario inicial. Hoy está de moda anteponer el  calificativo nuevo para designar un cambio respecto a lo antiguo. Y a veces es así pero muchas otras, lo que se ha dado en llamar el “paradigma 2.0” no hace sino enmascarar la lógica subyacente que repite más que inventa, aunque formalmente parece una novedad radical.

Por nueva pobreza parece entenderse el hecho de que amplios sectores sociales que hasta ahora disponían de recursos de subsistencia y de un bienestar material por encima del umbral de la pobreza, ahora han  cruzado esa frontera y son calificados como pobres.  En cierto modo es así, estadísticamente hoy hay en España y en Catalunya más personas que hace una década en situación de pobreza.

Lo erróneo sería pensar que esto es una novedad, efecto de la crisis financiera y económica que se inició en el 2008.  Si tomamos la pobreza no como un estado, sino como un proceso comprenderemos que lo que está pasando ahora es más profundo y estructural que el efecto de una crisis cíclica. La pobreza surge como concepto codificado en la sociedad occidental y se fundamenta en un sistema económico, el capitalismo y en una filosofía propia como es el individualismo.

Tradicionalmente la pobreza marcaba la frontera norte-sur y constataba cómo unas sociedades despojaban a otras de sus propios medios de supervivencia dejándolas en una situación de precariedad y empobrecimiento material, social y personal. Hoy la globalización ha trasladado esa frontera al interior mismo de cada sociedad, incluida por supuesto la nuestra. A los sectores más vulnerables, ligados a la inmigración, hoy se suman otra población autóctona que ha perdido los recursos de subsistencia ligados al trabajo asalariado.

Este proceso de desposesión forma parte del “nuevo orden mundial” basado en una desigualdad creciente y en una explotación, por parte de las elites,  cada vez más abusiva. Por eso los informes de las instituciones financieras (FMI, OCDE) sobre la pobreza son verdaderos ejercicios de hipocresía y cinismo ya que todo el mundo sabe que para mantener el estilo de vida, promovido en las últimas décadas, y la excelencia de las compañías y el beneficio de sus accionistas, la pobreza de una parte –cada vez mayor- de la sociedad es necesaria.

Una de las ventajas de la crisis es que hace más legible lo social, marcado por las excrecencias del sistema capitalista y los excesos de su des-regulación.

Si no pensamos la pobreza en esta lógica, articulada a las derivas del capitalismo especulativo, lo que Sennett llama el “nuevo capitalismo”, caeremos en la tentación de considerarla como una calamidad o una enfermedad, algo inevitable y connotado muy negativamente. Este discurso de la pobreza como una disfunción social que habría que corregir con medidas asistenciales caracteriza a la pobreza como un estado individual, definida por una  carencia material y en cierto modo natural en algunos sectores considerados marginales y desvalorizados en cuanto a sus posibilidades de mejora.

Baste un ejemplo en los eufemismos con que hoy se nombra ese real: la administración se refiere a los sujetos que recogen comida en los contenedores como “sujetos con dinámica de recuperación de alimentos” o a los chatarreros de toda la vida como “sujetos con dinámica de recuperación de materiales desechables” o a las personas que van de un domicilio a otro, por deshaucio o impago, como "sujetos con inestabilidad domiciliaria". Estos ejemplos, a los que se podrían añadir muchos más, muestran las dificultades de una sociedad para hacerse cargo de sus propios desechos, de eso que ella produce en su back door como residuo no reciclable por un sistema que, como el mismo Sennett definió en una visita a Barcelona, “se ha vuelto hostil a la vida” y que ya Jacques Lacan describió como contrario al amor por el hecho de que no deja ningún margen para la falta, que todo en él –incluidos los residuos y las personas como objetos consumibles- aparecen como reciclados en una entropía voraz e infinita.

Es un hecho que en todas las culturas ha habido personas incapaces de ocuparse de sí mismas y que por ello han necesitado de una tutela efectiva por parte de la familia o el estado. Pero las personas a las que hoy incluimos en esta categoría de “nueva pobreza” no son inválidas social o personalmente.

Son personas que tienen capacidades suficientes para responsabilizarse de sí mismos pero se han visto despojados de los medios necesarios: en primer lugar el trabajo y después, en muchos casos, la vivienda. En ese sentido, cualquier respuesta que no incluya la restitución de la utilidad social del trabajo y/o de la ocupación activa será solo una solución eventual y falsa.


Extracto de la conferencia impartida en el Seminari sobre l'atenció a la nova pobresa, organizado por la UOC, INSERCOOP con la colaboración de la Fundació Catalunya-La Pedrera

lunes, 13 de mayo de 2013

La moral religiosa y los lazos familiares




La ofensiva moral de la derecha en Europa y en España en lo que se refiere a las formas familiares es un hecho incuestionable. El episodio de “El muro de los gilipollas” en Francia es mas que una anécdota, es la respuesta de un sector del mundo jurídico a esta ofensiva que ha tenido un gran impacto popular (reacción a la ley “Mariage pour tous”) y que muestra como la derecha más rancia, de credo católico, parece haber dejado caer el velo de lo correcto y empieza a quebrarse el pacto tácito de 1945, que aparcaba Vichy y sus connotaciones fascistas. En otros países de Europa la deriva derechista permanece también ligada a la iglesia católica. Muy ilustrativo al respecto las tesis de Marcel H. van Herpen sobre la influencia putinista en este tema1.

En España Mª Dolores de Cospedal y otros representantes de la derecha como el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ya se han referido a los años 30 como escenario de tensión social.  A esta moral del deber y los lazos biológicos, compatibles, por cierto, con la ausencia de políticas familiares efectivas como han mostrado muy bien expertos como el sociólogo Lluís Flaquer2, la izquierda opone la del derecho democrático (pluralidad, diversidad, derecho a) que tiene también sus contradicciones.

Estos debates, en Francia sobre el matrimonio homosexual o en España sobre la ley del aborto, ponen de manifiesto una obviedad: cualquier valoración que hagamos sobre los asuntos de familia parte de un pre-juicio. El derivado del hecho que cada uno procede de una familia en la que se crio y para él fue “lo natural”. Algunos buscan fundamentos religiosos o científicos en la madre naturaleza o en la biología. Otros en cambio legitiman cualquier novedad en base al principio democrático de tener “derecho a”, olvidando que un hijo debería ser fruto de un deseo, no de un derecho.

Los datos de la realidad actual de las nuevas formas familiares son, por otra parte, inapelables: 6 millones de hijos viven en familias homoparentales (USA) y 30.000 matrimonios homosexuales en España. Las demandas de acogimiento o adopción por parte de mujeres solas van en aumento y las familias monoparentales representan ya el 15%. Hay más de 300.000 bebes probetas en el mundo y alrededor del 10% de las inseminaciones se hacen a mujeres solas. Centenares de niños españoles han nacido de vientres de madres extranjeras en la última década.

A partir de aquí, ¿qué posición tomar? Levi-Strauss aconsejaba prudencia al recordar que estas formas familiares y de procreación ya las registramos a lo largo del tiempo y las culturas, especialmente en aquellas en las que la Iglesia católica no ejercía un poder de control político. Añadía también el liberalismo en lo que se refiere a la reivindicación de la igualdad de derechos civiles.

Las inquietudes que plantean algunos, respecto las transformaciones familiares, se refieren a las garantías del ejercicio de la parentalidad y la construcción de la identidad sexual. Lo cierto es que los estudios existentes coinciden en no encontrar ninguna patología específica en los niños criados en estas familias. En algunos casos incluso, como la homoparentalidad, más bien sitúan algunos rasgos de carácter positivos como sería una mayor tolerancia y flexibilidad hacia las cuestiones de género.

Cada una de las nuevas formas del lazo familiar deja su huella en lo que Freud llamó la novela familiar. “Mi madre tiene una novia que es como un señor, una mujer pero con un perfume fuerte”. De esta manera me explica una niña de 10 años la relación homo de su madre. Es un ejemplo de que también las teorías sexuales se adaptan a los nuevos tiempos y de que todos necesitamos un tiempo para significar las nuevas relaciones.

La razón de esta “normalidad” de la diversidad familiar no tiene nada de extraño: la paternidad es siempre una atribución, son los niños quienes invisten al otro como padre y madre, una verdad que cualquier padre adoptivo o acogedor comprueba a diario. La familia, como bien sabían los romanos al distinguir el genitor del pater, no tiene nada de natural, es un artificio, una invención que cada civilización moldea bajo diferentes formas

Por eso la verdad que cuenta para cada niño, más allá de la biología, es como cada familia acoge al hijo en su singularidad, dejándole el margen necesario para que construya su subjetividad, sin instrumentalizarle como un objeto de satisfacción. Lo que sí es un hándicap, en cambio, es el estigma social que todavía rige y que hace a los niños depositarios de esa diferencia y les obliga a justificarla.

1. http://www.project-syndicate.org/commentary/putinism-as-a-model-for-western-europe-s-extreme-right-by-marcel-h--van-herpen/spanish .
2. http://www.fundaciolacaixa.es/StaticFiles/StaticFiles/8472ce6adfcef010VgnVCM1000000e8cf10aRCRD/es/es03_esp.pdf

lunes, 6 de mayo de 2013

Lo mental y lo social*


 



Pensar la incidencia de lo social en la relación asistencial con sujetos con patologías mentales parecería lógico en un discurso inclusivo sobre estas problemáticas. Lo curioso es que en el discurso actualmente dominante en la Salud Mental (SM) lo social queda relegado a un factor secundario respecto a la etiología y a actividades secundarias, fundamentalmente de rehabilitación, por lo que hace al tratamiento de la patología mental.

Sirva como ejemplo el programa televisivo “La marató” de TV3, centrado en la Enfermedad Mental (EM) celebrado en el mes de diciembre de 2008. Tanto en el programa mismo como sobre todo en los proyectos subvencionados con el dinero recaudado, cantidades muy altas, se hizo patente este desprecio por la incidencia de lo social en la EM: tan solo uno de los proyectos subvencionados incluía variables sociales y su dotación apenas supone un 1% del total del dinero conseguido.

Estos hechos no son nada ajenos a un nuevo paradigma en la relación asistencial que se ha impuesto desde hace algunas décadas. Hoy, entrados ya en el Siglo XXI, podemos decir que la tendencia “individualista” en la mirada sobre el sujeto contemporáneo, junto a las falsas promesas del cientificismo, constituyen la base más firme de la nueva relación asistencial cuyas características y consecuencias podemos ya vislumbrar con claridad.

 

Esta nueva realidad es la consecuencia de un amplio e ilusorio afán reduccionista que trata la complejidad del real que abordamos, mediante razonamientos y procedimientos simplificados. La ilusión de reducir la complejidad del psiquismo y de la subjetividad a una parte de nuestro organismo: el cerebro. El hombre, así pensado, es un hombre neuronal sin pasado ni futuro, sin historia.

 

Hoy asistimos a la proliferación de investigaciones sobre la genética humana, los fundamentos biológicos de sus procesos mentales, afectivos y relacionales. Estas investigaciones pretenden explicar, a partir de nuestra neuroquímica cerebral o de nuestra fisiología neuronal, cómo es posible que alguien elija una pareja, decida sus inversiones en bolsa o se afilie a un partido político. Todo ello se basa en la idea del hombre neuronal, un sujeto sin consciencia, o en todo caso con una conciencia ya programada y con un funcionamiento ajeno a su voluntad, decidido por misteriosas sinapsis (Pérez-Álvarez, 2011). Estas tesis ensalzan la idea de un individualismo irresponsable ya que sus actos estarían previamente determinados por causas ajenas a él (bioquímica cerebral, dotación genética).

 

La lógica de este nuevo saber sobre el hombre, reducido a su condición neuronal, constituye una verdadera supresión de su condición de subjetividad y por tanto de su relación al otro, o sea de su dimensión social. La etiología supuesta tiene carácter orgánico, vinculado a déficits funcionales (desequilibrio en los diversos sistemas neurotransmisores). En el origen de todo esto suponemos una causa genética que si bien es indemostrable (autismo, esquizofrenia,..) aparece como la garantía final, la evidencia científica de todo el discurso (Tizón, 2009). Las informaciones que disponemos acerca del futuro DSM V no hacen sino confirmar esta idea (Frances, 2010).

 

Estas tesis “neuronales” alcanzan también el ámbito de la intervención social, si bien con menos intensidad que en otros como el de la salud o la educación. Se habla ya de la “neurona de Wall Street” para explicar el comportamiento humano con el paradigma del liberalismo económico, como si actuásemos de manera isomórfica al sistema capitalista (Pérez-Álvarez, 2011). Se pretende así encontrar las bases neurológicas de las prácticas sociales en un momento en que asistimos a un declive evidente de las ciencias humanas y sociales (Llovet, 2011).

Esta pseudociencia se presenta como una liberación del re-ligare de lo antiguo. Se apoya en el poder de la ciencia, exorcizadora de las ataduras y contaminaciones de los viejos procedimientos que implicaban una “confusión” entre sujeto y objeto. La paradoja es que esa ciencia abusiva, o sea el cientificismo, acaba dando forma sólida a una nueva religión por su carácter holístico.

Junto a este nuevo objeto de la SM se promocionan soluciones rápidas y simples que sin embargo no parecen contar con todas las evidencias que prometen. Los antipsicóticos de segunda generación que previsiblemente serian más eficaces y con menos efectos secundarios que sus predecesores no parecen cumplir con sus promesas (menos eficacia y mas efectos indeseados), su uso es discutible (mayores de edad, niños) y en cualquier caso no parecen haber frenado las cifras de los trastornos mentales que aumentan día a día.
*Extracto de la Conferencia realizada en la Comunitat Terapeutica del Maresme, setiembre de 2012. Arenys de Munt (Barcelona)

martes, 23 de abril de 2013

Medeas en el exilio: madres y mujeres



LA VANGUARDIA, Tendencias / Miércoles, 24 de abril de 2013


José R. Ubieto. Psicoanalista

Un infanticidio, como cualquier acto humano, obedece a causas múltiples y diversas, cuyas formas son siempre propias. De allí que ofrecer una explicación uniforme es ignorar esa singularidad. Lo común es que siempre se trata de un drama incomprensible, un real cuyo sentido absoluto se nos escapa. Resulta impensable que una madre pueda hacer algo así a sus hijos y por eso hacen falta otras claves para entenderlo. Nadie que no ha llegado a un punto límite de desesperación hace un pasaje al acto similar.

A veces se trata de una idea delirante que envuelve a los hijos, otras de un “homicidio compasivo” previo a un suicidio de la madre. La clínica y la literatura también nos proporcionan pistas sobre otra de estas causas. Medea, en la tragedia de Eurípides, había hecho de todo por amor a Jasón, su marido, incluso traicionar a su padre y a su país. Cuando Jasón le comunica su intención de casarse con la hija de Creón, Medea -que ama profundamente a sus hijos- los mata en venganza. Interrogada por Jasón le responde que lo hizo para causarle dolor, aún a costa del suyo propio como madre, y el vacío inextinguible que se le abre. En ese acto muestra como su ser de madre no oculta que ella también es una mujer, dolida por perder a su marido y que le golpea allá donde más le duele a él: en sus hijos. A través de su propio sacrificio ella trata de cavar un agujero en el otro, imposible de llenar.

Otro escritor, André Gide, relata una pérdida, para él inconsolable, que le llevará a escribir las que serán sus páginas más bellas, “Et nunc manet in te” y su “Diario íntimo”. Su mujer Madeleine quema sus cartas de amor, tras un despecho: “Acaba de hacerme esta confesión que me abruma. Es lo mejor de mí que desaparece; y que ya no servirá de contrapeso a lo peor. Me siento arruinado de un solo golpe. Ya nada me importa. Me habría matado sin esfuerzo”. Esas cartas tienen, como señala Jacques Lacan, el valor “de su hijo más querido”.

Matar a los propios hijos, sacrificar su último bien cuando ya ha sido despojada de todo lo demás, es una respuesta extrema –y por eso poco habitual- al despecho, pero sería un error no ver en ella algunos índices de otras violencias invisibles. Hoy constatamos cómo se degradan algunas situaciones (no son causas directas) que hacen que una extrema vulnerabilidad pueda transformarse, a partir de un desencadenante, en un acto auto o heteroagresivo. A las condiciones materiales precarias se une la violencia de género, la soledad, el desamor y muchas veces el "exilio" de su país de origen.

Madres y mujeres "sin nada" (papeles, medios de subsistencia), acosadas por sus ex parejas, a veces incluso tras el abandono, al borde siempre de la ultima pérdida (vivienda, prestaciones sociales). En ese agujero negro su desespero puede llevarlas al sacrificio último de su vida o la de sus hijos. Hoy cada nueva Medea nos conmociona por su excepcionalidad pero la regla, a menudo velada, es otra. El aumento notable de casos donde estas violencias invisibles están presentes debería alertarnos, no con el afán ilusorio de evitar un acto que siempre es imprevisible, pero sí al menos para reducir los factores de riesgo.

lunes, 22 de abril de 2013

La “institución TDAH”


La “institución TDAH”

Partimos de la tesis que la institución es un discurso y por ello podemos tomar la hiperactividad como el significante amo de un discurso que tiene como efecto una nueva manera de vincularse al otro. Una manera contemporánea de responder, con el cuerpo, a la presencia del otro, sea bajo la forma verborreica del niño que no hace sino interrumpir al profesor o la desatenta de ignorarlo. En los dos casos la modalidad del vínculo nos habla de una dificultad creciente de la palabra para regular lo que se agita en el cuerpo.

La categoría TDAH, como clase capaz de “fabricar mundos”, en el sentido que da a esta expresión el filósofo y lógico Nelson Goodman, tiene hoy, más allá de su uso clasificatorio, un carácter instituyente para niños, adolescentes y ahora también adultos. El imperativo actual del funcionamiento y la optimización de las competencias aparece como un pragmatismo radical aplicado a la “gestión” del cuerpo, concebido como una máquina, conectado siempre en on y abandonado a su satisfacción autoerótica, confiando que él hallará su propia regulación.

La “institución TDAH” propone así una versión de-subjetivada del sufrimiento humano, que podría prescindir de la escucha del sujeto. Lo cierto es que en el acontecer de ese movimiento hay palabras apresadas e inscritas en el cuerpo. “Lo Real- dirá Lacan- es el misterio del cuerpo que habla”. Una dimensión de acting out se hace presente en muchos de esos niños y adolescentes, un actuar sin palabras pero no sin la relación al otro.

La cuestión no es pues la de cuestionar la existencia misma del TDAH, sería una obviedad al tratarse de un artefacto discursivo de amplio alcance http://www.nytimes.com/interactive/2013/03/31/us/adhd-in-children.html?_r=0 , sino de descompletar el diagnóstico psicopatológico y orientar la cura hacia la parte inventiva del síntoma. Entender que lo hiperactivo, en tanto acontecimiento de cuerpo, no responde a una ficción universal, sino a la manera particular en que el traumatismo de de lalengua percute en el cuerpo.

viernes, 12 de abril de 2013

Las paradojas de la notoriedad







El afán de notoriedad encuentra en nuestra sociedad un eco notable. No importa mucho el contenido o la relevancia de lo exhibido, importa más el “ruido” mediático que provoca el hecho mismo de exponerlo públicamente. Entrenadores que no aceptan una votación, políticos que se empeñan en “sostenella y no enmedalla”, actores encantados de haberse conocido, jueces en busca del estrellato, la cuestión común parece ser el “dar a verse”.

En cada caso hay una razón particular que explicaría la satisfacción derivada de esa exhibición pública, un circuito pulsional - en términos freudianos- donde el objeto escópico (la mirada) ocupa un lugar central. Mirar y ser mirado, dar a ver y hacerse mirar son declinaciones de un empuje a la satisfacción que sitúa, para cada uno de nosotros, el valor de la mirada como un objeto privilegiado. Algunos sujetos incluso organizan toda su vida alrededor de este eje central.

Junto a esa causalidad psíquica individual, encontramos hoy una lógica colectiva que convierte a este “síntoma” individual en una manifestación social notable. Nuestras vidas ya no son imaginables sin su representación permanente y de allí el éxito de todos los dispositivos que a su función original añaden alguna modalidad de transmisión de imágenes (móviles, tabletas, webcams, redes sociales).

La tesis de Debord sobre la sociedad del espectáculo (1967) decía que la identificación pasiva de las personas con el espectáculo sustituiría su hacer autentico, creando así un nuevo vinculo social mediado por las imágenes. Hoy no se trata ya únicamente de la producción mediática de otra escena, virtual y llena de mercancías con valor de fetiches (gadgets), tan real como la vida misma. Lo que constatamos es que el sujeto participa muy activamente en ese espectáculo en el que sujeto (que mira) y el objeto (mirada) no se diferencian claramente. De hecho el sujeto se confunde con la mirada misma, por un lado consume imágenes pero al tiempo es él mismo reducido a un objeto consumible o de vigilancia.

Lo que en otras épocas era una experiencia de transgresión (exhibición/voyeurismo) ha devenido un imperativo con todas sus paradojas. Unas de ellas es que detrás de esa ilusión de visibilidad y notoriedad social, muchas veces lo que encontramos es la realidad de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo mira y todo lo juzga.

Basta ver a esos mismos personajes populares (políticos, deportistas, actores) taparse la boca para mantener una conversación en lugares públicos. O la cesión continua y exhaustiva de información personal, sin apenas control por nuestra parte, que nos exigen para acceder a redes sociales o bienes de consumo. Desde las cámaras de Google Earth hasta Pegasus, el nuevo radar de la DGT, no queda ya un trozo de tierra sin vigilancia.