Empecemos por el
principio: ¿a qué llamamos violencia? La pregunta, aunque parezca obvia, no es
banal. Nosotros no somos sociólogos ni educadores ni tampoco juristas o
policías. Por tanto nos conviene tener una definición operativa pero ajustada a
nuestra disciplina y a nuestro objeto que no es otro que la subjetividad
humana.
Y además se trata de un
término coloquial, usado para designar muchos fenómenos y por tanto tiene sus
riesgos como lo usemos. Sobre todo si lo acompañamos de un adjetivo como puede
ser el “juvenil”. Violencia juvenil implica casi una naturalización el
fenómeno, como si una palabra fuera naturalmente con la otra. Este efecto ha sido
muy estudiado en criminologia.
¿La violencia de un
conflicto como el de Siria o la de una banda mafiosa o la de un hombre que la
ejerce contra su pareja son homogéneas entre sí? ¿Y si añadimos la que puede
ejercer un joven con sus padres, con otros semejantes o contra el mobiliario
urbano? ¿Nos ayuda ponerlas en serie, homogeneizarlas?
Seguramente no porque lo
que ocurre entonces es que obviamos la significación que toma ese fenómeno para
cada uno y el carácter de impasse que tiene en una situación y en otra.
Ponerlos a todos en el mismo saco criminaliza y segrega a los adolescentes y
además pierde de vista que hay respuestas decididas, que obedecen a una
voluntad clara, y otras que son falsas salidas temporales como ocurre en la
mayoría de los actos violentos que realizan los jóvenes.
Para nosotros la
violencia es un síntoma que nos habla de un fracaso. Un síntoma, decía Freud, es la constatación del fracaso
de un ideal. Es la prueba evidente de que algo de la