Votar es una decisión individual que sin embargo no sería
analizable sin tomar en cuenta la lógica colectiva en que se apoya. Hemos visto
el auge, en estas elecciones europeas, de los partidos “anti”, de aquellas
formaciones que propugnan un credo basado en el odio: a los inmigrantes, a
Europa, a la democracia. Han obtenido amplios apoyos en países con larga
tradición democrática como Francia, Reino Unido o Dinamarca.
Ese odio, que se proyecta en el otro, es en realidad el
odio de sí mismo, al que se refería Freud cuando reflexionaba, hace 100 años,
sobre las consecuencias de otra crisis, que supuso la mayor confrontación
bélica hasta entonces, la I Guerra Mundial. Cada uno de nosotros odia algo de
sí mismo, aquello que no le hace amable para el otro, aquello que expulsa fuera
y no reconoce como propio. Su impotencia
y sus dificultades para superar las crisis se las adjudica al otro como
culpable quedando él exento de responder de ellas.
Esta tesis la verificamos en cada sujeto, en los asuntos
de su vida cotidiana: trabajo, pareja, familia, y la misma lógica la
encontramos en los asuntos colectivos. La crisis económica, la desafección
política, la degradación de la convivencia o el impacto medioambiental son
algunas de las dificultades que nuestras sociedades “avanzadas” tienen que
resolver y para ello, previamente,
reconocer allí su responsabilidad.
Para muchos, sobre todo los más vulnerables, se impone el
miedo a no saber tratar con ese odio, a que el desamparo y la pobreza se les
impongan como destino frente al cual temen no poder reaccionar. Ese temor se ve
alimentado por la increencia en los líderes, algunos más preocupados de su
propia salvación y de sus intereses que del bien común.
Este voto del miedo no es ajeno al énfasis en las
políticas de austeridad extrema que inciden en la privación de derechos y
bienes (trabajo, vivienda, pensiones) a los más afectados, reforzando así su
temor al desamparo presente y futuro. La
política europea ha destacado por su afán normativizante pero los ciudadanos
han captado que el reverso de ese furor regulador era el abandono real y la
fragilidad en que iban quedando sus vidas.