La Vanguardia. Internacional,
sábado 4 de junio de 2016
La historia de Yamato Tanooka, el niño que fue castigado
por sus padres abandonándolo en un bosque, nos conmociona por la desproporción
evidente entre las chiquilladas del pequeño y la sanción paterna. Teniendo en
cuenta, además y sobre todo, la edad del niño de apenas 7 años. En nuestro país
sería calificado de negligencia grave y causa evidente de desamparo legal del
menor.
Pero aquí el factor cultural es clave para entender el
suceso que nos recuerda la polémica suscitada en 2011 por las propuestas de Amy
Chua. Hija de inmigrantes chinos nacida en EE UU y profesora de Derecho en la Universidad de Yale,
en su best seller “Himno de la batalla
de la madre tigre” pide a sus hijos que se autorregulen. Madre de dos hijas las
sometía a una presión fuera de lo normal y cuando fallaban, dice, “no escatimaba en palabras cargadas de dureza,
que intensificaba cada vez que los ojos de la niña se llenaban de lágrimas”.
Chua opone a la idea occidental de educar la autoestima, el valor del esfuerzo
para alcanzar el virtuosismo como clave del estilo educativo asiático.
Su idea, muy presente también en ciertos estilos educativos occidentales, es que los chicos y chicas podrían autorregularse, sin el acompañamiento del adulto. Para ello necesitan un yo fuerte con determinación, capaz de gestionar sus emociones. Idea que explica el éxito fulgurante de iniciativas como el Aprendizaje Socio Emocional (SEL), que tratan de hacer del niño un buen alumno, un buen ciudadano y un buen trabajador. La Fundación NOVO, dirigida por el hijo del multimillonario Warren Buffet, es una de las que más invierten filantrópicamente en el SEL como filosofía de vida basada en la obediencia.
La paradoja de estas propuestas es que, bajo la
apariencia de una autogestión emocional, esconden un evidente sadismo y una
pasión por domesticar, más que por educar. La propia Amy Chua reconoce su
exceso, que pudo llevarle a perder a una de sus hijas que llegó a cortarse ella
misma el pelo ante la negativa de su madre de llevarla a una peluquería, ya que
lo que debía de hacer era practicar y practicar con el violín. La obediencia
conseguida con estas prácticas crueles genera más resentimiento que creencia y
los niños aprenden a simular un comportamiento correcto para que el castigo no
les alcance.
Roland Barthes, en su ensayo “El imperio de los Signos”, nos transmitió una idea de Japón como un mundo hecho
únicamente de semblantes. La tradicional cortesía japonesa primaría así las
apariencias, como una rutina necesaria en las relaciones sociales y en la
pedagogía, que debería hacer de la disciplina un pilar básico de la
construcción de la persona.
Lo que no tuvo en cuenta es que esa cortesía y esa disciplina
velaban, como también en otras culturas y en otras prácticas occidentales, una
crueldad que degradaba al niño-sujeto a un objeto a domesticar, sometido a un tiránico ideal de éxito y
virtuosismo. La suerte de los prisioneros chinos en las sucesivas guerras con
Japón es una buena muestra del reverso de esta cortesía.
El dilema educativo autoritarismo-permisividad es un
falso dilema ya que en ambos casos se trata de una voluntad cruel por la vía de
la coacción o del abandono. Mejor entonces la idea de Serenidad (Gelassenheit) formulada por Heidegger
que propone una fórmula que incluye el Sí y el No al mismo tiempo. Es decir,
acompañar y exigir como una manera de educar que nos incluye, sin abandonarlos,
sin dejarlos solos con sus emociones o con sus objetos de consumo.