La Vanguardia, 24 de octubre de 2016
José Ramón Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista
Salir de la infancia, atravesando esa “delicada transición”
(Víctor Hugo) que es la adolescencia, no es un asunto fácil. La prueba es que
muchas sociedades inventaron para ello sus ritos de paso, todos con la misma
secuencia: separación de la familia, exposición a pruebas con riesgo y
finalmente adquisición de un lugar en la sociedad de los adultos.
Freud incluso recurrió a la metáfora de un túnel
donde el adolescente tiene que cavar, al tiempo, una doble salida. La que le
llevará a obtener una identidad social como adulto responsable y la que le
otorgará su nueva identidad sexual.
Hacerse adulto implica, pues, separarse del universo
infantil en el que habitaban hasta entonces. De la protección de los padres, en
primer lugar, y de los objetos y sus modos de uso, propios de la infancia.
Esa separación siempre es dolorosa para los hijos y
para los padres, que también tienen que hacer ese tránsito y desprenderse de
los hijos-niños. Ejemplos cotidianos los encontramos en
la negativa de ellos y
ellas a salir a pasear con los padres, en su decisión de cerrar la puerta de la
habitación o bloquear el acceso a sus redes sociales. Momentos de separación
que, a veces, resultan difíciles para los padres, acostumbrados hasta entonces
a compartirlo todo con ellos, en un régimen de transparencia y confianza.
Cuando la familia dispone de espacios de
conversación o lugares de elaboración de esta separación (familia extensa,
profesionales externos, asociacionismo), la palabra vehicula este conflicto
hasta encontrar formulas de establecer límites diferenciadores de unos y otros
(espacios compartidos y espacios diferentes, reglas comunes y pautas propias). Esa
vía ordinaria no excluye por supuesto broncas, portazos y desafíos, pero no
hace de ese conflicto, necesario para crecer, un problema intratable.
A veces esta mediación simbólica no es posible y la
violencia pone en juego el real que esconde y que ahora se desvela con toda su
crudeza y sadismo. Surge entonces la violencia como falsa salida, vía que
implica una ruptura en el vínculo y en el marco de convivencia, válido hasta
entonces. Insultos, gritos, empujones, patadas, golpes. Modos radicales de
separarse de aquel que se percibe ahora como intrusivo e insoportable. Es un
rechazo a la demanda de ese Otro del que ya no se aceptan condiciones ni
deberes impuestos (tareas domesticas o escolares, horarios, hábitos de
consumo).
Junto a ese rechazo surgen también la rabia y los
reproches acumulados, que ahora toman un lugar principal en ese cuerpo a
cuerpo. Las ausencias, por ruptura o abandono, los desacuerdos parentales, los abusos
antiguos o los excesos por consumos o trastorno mental. Toda esa herencia
paterna- lo actuado, lo dicho y lo no dicho- ha dejado su huella en cada hijo.
La adolescencia suele ser un primer momento de hacer balance y pasar factura
por los daños, frontales o colaterales.
Rectificar esa falsa salida no es nada fácil.
Generalmente se necesita la ayuda de un tercero, alguien externo que introduzca
alguna fisura en ese bucle compacto que no hace más que retroalimentar la
violencia.
Una red profesional bien coordinada y con capacidad
de análisis global de la situación, teniendo en cuenta las diferentes
perspectivas, es una buena manera de proponer, acompañando a padres e hijos,
otras vías menos destructivas. Salidas diversas y ajustadas a la singularidad
de cada caso.