Empecemos por el
principio: ¿a qué llamamos violencia? La pregunta, aunque parezca obvia, no es
banal. Nosotros no somos sociólogos ni educadores ni tampoco juristas o
policías. Por tanto nos conviene tener una definición operativa pero ajustada a
nuestra disciplina y a nuestro objeto que no es otro que la subjetividad
humana.
Y además se trata de un
término coloquial, usado para designar muchos fenómenos y por tanto tiene sus
riesgos como lo usemos. Sobre todo si lo acompañamos de un adjetivo como puede
ser el “juvenil”. Violencia juvenil implica casi una naturalización el
fenómeno, como si una palabra fuera naturalmente con la otra. Este efecto ha sido
muy estudiado en criminologia.
¿La violencia de un
conflicto como el de Siria o la de una banda mafiosa o la de un hombre que la
ejerce contra su pareja son homogéneas entre sí? ¿Y si añadimos la que puede
ejercer un joven con sus padres, con otros semejantes o contra el mobiliario
urbano? ¿Nos ayuda ponerlas en serie, homogeneizarlas?
Seguramente no porque lo
que ocurre entonces es que obviamos la significación que toma ese fenómeno para
cada uno y el carácter de impasse que tiene en una situación y en otra.
Ponerlos a todos en el mismo saco criminaliza y segrega a los adolescentes y
además pierde de vista que hay respuestas decididas, que obedecen a una
voluntad clara, y otras que son falsas salidas temporales como ocurre en la
mayoría de los actos violentos que realizan los jóvenes.
Para nosotros la
violencia es un síntoma que nos habla de un fracaso. Un síntoma, decía Freud, es la constatación del fracaso
de un ideal. Es la prueba evidente de que algo de la
expectativa, que todo ideal promueve, se ha quedado a medias. El ideal de una educación obligatoria para todos deja como síntoma el resto de alumnos que no alcanzan el éxito y presentan problemas diversos en sus aprendizajes o en su conducta. El ideal de salud integral se acompaña de todas las patologías que resisten a la curación y el ideal de bienestar social no consigue tapar todo el malestar social del que se ocupan, preferentemente, los servicios sociales.
expectativa, que todo ideal promueve, se ha quedado a medias. El ideal de una educación obligatoria para todos deja como síntoma el resto de alumnos que no alcanzan el éxito y presentan problemas diversos en sus aprendizajes o en su conducta. El ideal de salud integral se acompaña de todas las patologías que resisten a la curación y el ideal de bienestar social no consigue tapar todo el malestar social del que se ocupan, preferentemente, los servicios sociales.
Un síntoma es entonces una formación de compromiso entre
ese ideal, que no se alcanza por completo, y las tendencias del sujeto que a
veces no quieren el bien que el ideal encarna porque encuentran una
satisfacción (un goce) en la repetición de ese “fracaso” del ideal. El ideal de
una parentalidad positiva ha nacido en el momento en que emergen también nuevas
dinámicas familiares con fenómenos de violencia filioparental que hacen
objeción a esa positividad.
Vemos pues, ya de entrada, que la política de erradicar
el síntoma, además de ineficaz resultaría también un poco sádica porque el
síntoma nos habla de una verdad oculta (que los ideales son imposibles de
realizar) pero también ofrecen una satisfacción al sujeto que no podría
abandonar sin más. Lo vemos todos los días cuando trabajamos con mujeres que
sufren violencia de género o con personas adictas a todo tipo de objetos: no
pueden desprenderse de esa dependencia, de un día para otro, a riesgo de
desaparecer ellos mismos como sujetos.
La clínica actual, ya desde hace tiempo, trató de reducir
la complejidad del síntoma –con su doble vertiente de denuncia y satisfacción-
al trastorno, aparentemente simple, identificable y apto para ser eliminado con
un buen protocolo.
Pero mientras haya sujeto, habrá síntomas –lo que no
funciona- y por tanto nos conviene más orientarnos, como política en la dirección
de la cura y en otros ámbitos, como el social, por el síntoma. El es nuestra
principal brújula para acceder a ese real que nos constituye a todos como seres
hablantes. El síntoma, a diferencia del trastorno, llama a la interpretación,
nos convoca como un enigma a descifrar, algo cuya significación no conocemos de
antemano.
La política del síntoma no quiere decir que validemos
todas las manifestaciones sintomáticas y disfuncionales en un sujeto, y menos
cuando estas le producen un verdadero malestar, a él y a su entorno próximo.
Seguir al síntoma quiere decir tomarlo en serio (la serie de actos),
interrogarlo, entender el uso que cada uno hace de él, captar en qué medida ese
síntoma nos habla de su propietario, de qué manera presenta un rasgo de goce
singular. No olvidemos que el síntoma es nuestra principal tarjeta de
presentación, él mejor que nadie sabe de nuestro funcionamiento psíquico. Así
que, con permiso del sujeto, podemos incluirlo en la conversación como
interlocutor y guía experto en el territorio en el que nos adentramos.
La relación estrecha que el síntoma tiene con el mundo
que habita hace que su envoltorio formal varíe y que sus formas de presentación
se ajusten a los tiempos que corren. Hoy vemos ya pocos cuadros de conversión
histérica como los que describen Charcot o el propio Freud en sus primeros años
de práctica profesional. Nuestras pacientes no se desmayan a menudo en la sala
de espera o entran en trance cuando las despedimos. Sería un error pensar que
eso significa que la histeria, como tal, ha desaparecido. Lo que ocurre es que
ahora se presenta con otros ropajes, más apropiados a la sociedad del
rendimiento y del cansancio y a los ideales de felicidad cuasi obligatoria. Hoy
hacer objeción a esos mandatos puede presentarse como fatiga crónica,
fibromialgia, anorexia,..
Lo mismo ocurre en la infancia y en la adolescencia,
donde lo que hace síntoma sólo podemos captarlo en relación a las expectativas
que, como sociedad y como adultos, depositamos en los niños y adolescentes. Una
sociedad regida por el tiempo hiperactivo, por el zapping como modo de vínculo,
por la instantaneidad en la exigencia de satisfacción sería extraño que no
produjera niños TDAH que expresan así, con su hiperactividad y desatención, el
nuevo régimen del tiempo.
Los síntomas tienen pues una plasticidad evidente y nos
obligan a tener en cuenta las transformaciones sociales y tecnológicas para
entender los usos y funciones que cumplen hoy.
* Extractos de la conferencia "Adolescentes conflictivos:
violencia familiar, violencia de género y acoso escolar" impartida en el COPCV. Alicante, abril
‘17