Freud y la IA: el porvenir de una ilusión*
Sigmund
Freud, y más tarde Jacques Lacan, sostuvieron la tesis de que lo colectivo
resulta ser el sujeto de lo individual. En las primeras líneas de Psicología
de las masas y análisis del Yo, Freud señala cómo “la psicología individual
es al mismo tiempo y desde un principio psicología social”. Conocemos el
interés de sus ‘textos culturales’ como Totem y tabú, El malestar en
la cultura, El porvenir de una ilusión o Moisés y la religión
monoteísta. Espoleado por el drama colectivo que supuso la Primera Guerra
Mundial -que puso fin al mundo de ayer que tan bien nos describió su
amigo vienés Stefan Zweig- trató de captar en esos textos el devenir de una
civilización tensionada entre lo pulsional, con un fuerte carácter tanático, y
esos ideales constitutivos de grandes relatos de uno y otro signo.
Lacan,
en su retorno a Freud para “restaurar -como dijo- el filo cortante de su verdad”,
tomó el relevo y no dejó de recordar que para un psicoanalista era fundamental
tener en su horizonte la subjetividad de su época. Sus análisis de la cultura,
el racismo, la misoginia, los liderazgos o los gadgets son un buen ejemplo. En
junio de 1955 dictó una conferencia “Psicoanálisis y cibernética, o de la
naturaleza del lenguaje” donde se refiere a las máquinas inteligentes,
emergentes entonces al albur del proyecto Manhattan.
Destaca
cómo la representación del lenguaje como máquina es afín con la noción del
inconsciente freudiano, ya que el mensaje de la máquina puede ser reducido a
una serie de elementos, considerados en una oposición binaria que encarna bien la actividad simbólica y su repetición:
presencia/ausencia, más/menos, verdadero/falso. De sus combinaciones posibles
se extrae una sintaxis, al margen de toda idea de sentido. Para Freud, el sueño
era la referencia que muestra del modo más simple esta autonomía del orden
simbólico. Y Lacan toma esta indicación para captar los desplazamientos, los retruécanos,
los juegos de palabras, que revelan la existencia de un circuito simbólico
exterior al soñante, que se cuela y que constituye la fabricación misma del
sueño.
Las
neurociencias -en su particular lectura del Proyecto de una psicología para
neurólogos- pretenden establecer la analogía de las huellas neuronales y las
huellas freudianas, olvidando que estas últimas no se inscriben en el sistema
nervioso, ya que son significantes y deben vincularse al sistema del viviente.
La clave, para Freud, es que, para convertirse en una letra, toda impresión
debe pasar primero por el significante, por la palabra. No hay, pues,
inscripción directa del viviente en lo neuronal.
Los
desarrollos actuales de la IA nos muestran cómo estas manifestaciones del
inconsciente: sueños, lapsus, olvidos… no tienen cabida en ella puesto que una
máquina no procesa la subjetividad al carecer de experiencias cotidianas de
vida, de un pasado o de afectos como los humanos. Si bien tanto la IA como el
inconsciente prescinden del sentido, la IA evita la contingencia y solo apuesta
por lo posible, lo cual merma su capacidad inventiva (GPT 4o).
Lo
digital, con sus gadgets, sus mundos virtuales y sus programas de IA podemos
leerlo como una respuesta actual -en términos de no querer saber- a lo Real, que
es aquello que nos embrolla por su sinsentido. Esta repuesta algorítmica elide
toda pregunta sobre la causalidad, suturando así la dimensión inconsciente. En
ese sentido, es afín a la magia, al ‘pensamiento del milagro’, como recuerda Umberto
Eco: “El deseo de la simultaneidad -dice- entre causa y efecto se ha
transferido a la tecnología”. Lo cierto es que el inconsciente no se puede
clonar: las máquinas aprenden, pero no comprenden la ironía o el doble sentido
ni cometen lapsus. Los modelos lingüísticos que se usan en la llamada IA generativa
(GPT) calculan estadísticamente las probabilidades de combinar el texto, y al
operar con patrones repetidos simplifican las decisiones, pero saber es otra
cosa. Saber implica gozar de su adquisición y las máquinas no gozan, si bien sus
diseñadores sí, de ahí sus sesgos. La tontería, no hay duda, sigue siendo un
privilegio humano.
La
IA, como lo digital, tiene la ilusión de domar el decir, programar el deseo y
degradar la singularidad a una customización de la demanda. Todo ello no es sin
consecuencias ya que lo excluido siempre retorna como síntoma: fatiga zoom,
errores, angustia. Su actual hype se basa en la idea de que real y
virtual pueden superponerse: tanto el Uno como el Otro pueden reducirse a
emociones o sensaciones, sin palabras.
La
falacia de que la inmersión sensorial es igual que la inmersión social alimenta
su ambición de externalizar la vida, delegar en lo digital aquello que nos hace
propiamente humanos en tanto seres hablantes: la sexualidad, la fantasía, la
creación, la decisión o las relaciones sociales. Pretende transferir al
algoritmo el saber y los modos de goce, encontrando la causa del deseo en el
exterior: preferentemente en los gadgets. Lo virtual y la IA serían, así, la
memoria externa, en oposición a la dimensión del inconsciente. De allí que la
pregunta interesante, hoy, no es si la IA reemplazará la Inteligencia Humana -esa
suposición de intención olvida que ella solo responde a nuestras demandas- sino
qué sesgos y brechas perpetuará y en qué medida queremos -nosotros, como seres
hablantes- devenir seres virtuales .
El
toque smart y de amistosidad que
ofrece la IA –no en vano se habla de asistentes virtuales o de mayordomos para
nombrar los programas- hace invisible su intención de dominio
y nos lleva más fácilmente a consentir. Las redes sociales
son, sin embargo y cada vez más, figuras del discurso del Amo en tanto
prescriptores comportamentales. Percibimos, incluso, las máquinas como seres
sensibles con los que mantener un vínculo como el de la artista catalana Alicia
Framis, que ha anunciado sus próximas nupcias con un holograma creado con IA.
Pero,
¿qué implica, subjetivamente, desprenderse del aquí (espacio) y el ahora
(tiempo) sustituyéndolo por la sincronización y la interconexión? ¿Un vínculo y
una conexión son el mismo tipo de lazo? ¿Cómo pensar una subjetividad sin
experiencia vivida y sin cuerpo con el que interactuar? Esa nueva subjetividad algorítmica
–programada a la carta- sueña con prescindir del cuerpo, reducido a un
organismo sensitivo.
La
apuesta del psicoanálisis
La
apuesta de Freud y Lacan es otra, radicalmente diferente. Por un lado, elucidar
los síntomas contemporáneos y por otro, adecuar la clínica, como señalaba
recientemente Jacques-Alain Miller “sin nostalgia, amargura, ni espíritu de
venganza”. Ese trabajo requiere de la presencialidad, que incluye la imagen, la
voz, pero también lo que Lacan llamó ‘el misterio de la presencia’ con lo opaco
del deseo del otro y de su goce, que puede producir efectos inquietantes, ya descritos
por Freud como lo siniestro.
La
ausencia del cuerpo –y su sustitución por la imagen en la pantalla- imposibilita
tocar lo Real, ya que sin el analista presente la prevalencia de la imagen y su
invasión de sentido lo velan. La angustia afloja sin el cuerpo, pero a costa de
elidir lo material del agujero pulsional. Si Internet es metatópico -está más
allá de cualquier lugar propio-, el psicoanálisis, en cambio, es hipertópico
porque restablece el silencio en un espacio particular e íntimo. Hacerse
presente a través del silencio -que siempre evoca para el paciente algo de su
propia posición subjetiva- es un modo de presencia más intenso que una
verborrea constante o la vociferación constante de las redes sociales. Se trata
de una presencia intensa que une vacío y silencio. La IA ofrece con sus
chatbots psicoterapéuticos, por el contrario, una presencia demasiado llena,
que no para de intervenir aconsejando o explicando. Sus interpretaciones basadas
en su saber acumulado bien pueden retransmitirse por la pantalla, pero para la
práctica analítica hace falta que el analista se encarne con su cuerpo y su
presencia física. La manera de recibir al paciente, sus gestos, el tono de la
voz, todo eso ‘da cuerpo’ al analista y cobra todo su valor en el vínculo
transferencial. Eso no excluye, puntualmente, algún uso de lo virtual como
evocativo del encuentro, pero nunca como sustitutivo ni como eje de la
presencia.
Los
límites de esta Ilusión Asubjetiva siguen estando en su dificultad para
codificar aquello que es incodificable e inclasificable, porque alude a la
singularidad misma de cada uno y a la significación que otorgamos a los dichos
y hechos. Al basarse sólo en la acumulación de cantidades ingentes de datos, no
puede tomar en cuenta otros aspectos propios de la inteligencia humana como la
intuición, la creatividad o el inconsciente mismo. Basta pensar en las
imperfecciones de nuestra memoria, incapaz de guardar los datos con la misma precisión
que lo hace un ordenador.
Freudiana,
a lo largo de estos primeros 100 números, ha dado buena cuenta de estos
síntomas contemporáneos, ha ofrecido a sus lectores claves para entender la
subjetividad contemporánea con una lógica alejada de los algoritmos y más
confiada en la invitación que el propio Lacan hacía en los años 70, para oponer
el gai savoir como auténtico afecto de alegría, a la tristeza de una IA que
no deja lugar para la sorpresa. ¡Larga vida a Freudiana y al Psicoanálisis!
Exposición del autor en el Acontecimiento Freud, presentación del nº 100 de la revista Freudiana en la Casa Museo Sigmund Freud, Viena, 23/5/24.