La Vanguardia. Tendencias, 21/08/2016
Dios ha
muerto. Ergo, todo está permitido. Esta parecía ser la promesa de la liberación
sexual de los sesenta. Ya nada ni nadie impediría que gozáramos de nuestros
cuerpos libremente. Aquí la cosa llegó, como otras muchas, un poco más tarde y
le llamamos destape.
Pasada la
euforia inicial, y como ocurre con la pasión, las aguas volvieron a su cauce
pero con una novedad. Ahora que Dios había muerto, estábamos obligados a
gozar y, de paso, a mostrar ese goce con todo lujo de detalles. La intimidad a
cielo abierto devino un imperativo de transparencia máxima. La sociedad digital
se basa en ese “compartirlo todo”, como si la vida misma fuera un reality show.
Ese goce
obligatorio impone sus exigencias de funcionamiento y para ello disponemos de
ayudas varias como estimulantes, ciberporno y todo tipo de apps de contactos
para que la pasión no decaiga. Un sujeto hipermoderno que se precie debe, como
mínimo, conocerlas e incluso tener cierto uso. Los datos actuales de consumo de
porno online, estimulantes sexuales o uso de apps de citas no dejan lugar a
dudas sobre su función.
La paradoja
es que en esa carrera por el sexo-máquina, por contabilizar y evaluar los resultados,
empezaron a aparecer objetores de conciencia. Gentes que preferían
abrazarse sin sexo mediante. Sentir el cuerpo del otro, tomarlo como un
reconocimiento y como signo de amor. Pensar que el otro les daba un lugar que
no pasaba por la satisfacción sexual. Que podrían privarse del goce sexual para
obtener otros beneficios. Eso les resultaba terapéutico.