Intervención en el FORO SOBRE AUTISMO ¿INSUMISOS DE LA EDUCACIÓN? organizado por la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Barcelona, 11 de diciembre de 2015.
Sin ánimo de inquietarles demasiado pero sí lo suficiente, y a la vista de los datos existentes, dos "epidemias" –TDAH y
Autismo- recorren el campo de la
Infancia a la espera de otras por venir (Trastorno Bipolar Infantil -TBI). Por ello, cualquier niño es hoy
sospechoso, mientras no demuestre lo contario, de ser un TDAH o en su defecto un
TEA (Trastorno del Espectro Autista).
Manu tiene 10 años y
una madre dispuesta a morir antes de incumplir el precepto religioso que
prohíbe a sus creyentes la transfusión de sangre, necesaria para una operación
a vida o muerte. La pureza de ese ideal la empuja a una muerte segura o a una
invalidez permanente y grave. Manu no tiene a nadie más que se ocupe de él. Su
inquietud en la escuela es manifiesta. Sueña con la sangre y con cuchillos. Una
hemorragia que no puede frenar. Ese sufrimiento subjetivo se resume, de manera
simplista, en el acrónimo TDAH.
José es un artista
con el cubo de Rubik, en un abrir y
cerrar de ojos lo resuelve. Ahora tiene 14 años y acude a una escuela de
educación especial, pero su primera infancia trascurrió de manera tormentosa en
una escuela ordinaria. Diagnosticado como TDAH, y medicado con
psicoestimulantes, no conseguía calmarse y la inquietud sólo disminuía cuando
la cuidadora se lo llevaba de la clase. Tras un período de escolaridad
compartida, José encontró en su nuevo centro un lugar para vivir y trabajar sin
esa agitación.
Sabemos que no es un
caso único. Muchos niños autistas han sido previamente diagnosticados como TDAH
y medicados con psicoestimulantes. En muchos casos además ese diagnóstico y esa
medicación continúan hasta la adolescencia, sumados así a otras nuevas
etiquetas y a otros fármacos que constituyen un coctel químico que tiende a la
cronicidad.
Para el psicoanálisis la política que cuenta, por el
contrario, es la confianza en el síntoma. Esa es la brújula que nos orienta: la
invención que cada sujeto pone en juego con los materiales a su alcance. El
bricolaje que le permite habitar su cuerpo, arreglárselas con él y establecer
un lazo social que, aunque precario, lo corte de la soledad autística.
La invención es pariente de la
creación ya que se inventa lo que no está. Lacan señalaba que lo propio
de la invención es que nunca se inventa un saber completo, sino tan sólo
trozos, pequeños fragmentos de saber sobre aquello que llamaba lo real. Eso más
íntimo y más opaco para cada uno de lo que sabemos muy poco y que sin embargo
nos condiciona mucho.
Los sujetos neuróticos inventamos
historias para tratar de explicar y explicarnos eso más íntimo. Nos contamos
una novela sobre nuestros orígenes, sobre la familia en la que nos tocó crecer.
A veces incluso ese relato tiene un gran valor literario y aparece como una
obra de arte, sin dejar por ello de ser una “novela familiar”.
Los autistas inventan a
partir de una lógica que podemos descifrar en el trabajo educativo y clínico.
Por eso, los psicoanalistas no tenemos ninguna duda sobre su capacidad para
aprender. Son los primeros en ponerse en el trabajo de inventar un saber sobre
su propia existencia, aunque no sea fácilmente comunicable.
Las clasificaciones
psicopatológicas, la medicación y los protocolos asistenciales son instrumentos
que no rechazamos. Cumplen su función pero no son el eje de nuestra política.
Nos toca, en el caso por caso, descompletarlos, sabiendo que ninguna etiqueta
dirá el ser del sujeto, que la categoría en que lo engloba no absorbe ni reduce
su singularidad. Deja siempre interrogantes sobre las razones particulares por
las que ese cuerpo se agita, su modo
singular, p.e., de ser hiperactivo. Asimismo la medicación o el protocolo no
son fines en sí mismo, lo que no excluye su utilidad a revisar en cada caso.
Esa política del
psicoanálisis de confianza en el síntoma no se opone a la educación y mucho
menos trata de colonizarla como vemos en algunas políticas actuales que han
optado por psiquiatrizar la escuela desarmando así el vínculo transferencial
propio de la relación educativa.
Niños movidos y desatentos en relación a los
aprendizajes ha habido siempre. La novedad radica en la mentalidad
contemporánea, ligada a la prisa y a una noción del tiempo que no contempla la
espera ni el tiempo para comprender. La cuestión que nos importa, más allá de las
discusiones nominalistas o etiológicas, es si vamos a reducirlos a cuerpos
deficitarios que exigen correcciones bioquímicas o conductuales sin escuchar el
sufrimiento subjetivo que implican. O por el contrario sabremos leer esos
cuerpos agitados y/o indolentes que hablan de un malestar que interfiere en sus
aprendizajes, tomándolos como interlocutores. Esa es nuestra verdadera política
del síntoma.