La educación tiene
como objetivo final que el sujeto alcance el máximo grado posible de autonomía,
que le permita apropiarse de su vida y definir sus propias metas con su estilo
propio. Tomará sus referencias de sus educadores pero será ya él quien se haga
cargo de su realidad.
Establecer metas es
pues un principio básico de la educación. Es el educador quién debe ayudar a
las familias a definirlas, tomando en cuenta las dificultades pero sobre todo
los recursos y los deseos de las propias familias. En el modelo tradicional de
la educación era el educador quien establecía, de manera unilateral, esas metas
y explicitaba así su intencionalidad educativa. Hoy ese esquema es ya
impensable al margen de los principios de participación y co-responsabilidad a
los que aludíamos en apartados anteriores.
Este
cambio de perspectiva tiene consecuencias muy directas en la acción
socioeducativa ya que supone pasar de una intencionalidad centrada en nuestra
tarea como educadores, a una intencionalidad que persigue que sean las propias
familias los que desarrollen su capacidad mediante su experimentación y la
actuación constante en la búsqueda de soluciones a las diversas problemáticas
que abordan.
Por otra parte, este
planteamiento introduce dilemas importantes entre anticiparse a las
dificultades que nosotros podemos detectar o intuir, como expertos, o dejar que
las familias hagan frente a esas crisis para resolverlas y aprender de esa
misma experiencia. En cualquier caso, este proceso de acompañamiento y
co-responsabilidad implica que los resultados finales no serán ya los previstos
en un esquema unidireccional donde somos nosotros que fijamos claramente las
metas.
El lógico Charles S.
Peirce utilizaba el concepto de abducción para referirse a ciertas zonas de la
elaboración de saber en las que no se puede operar sin la capacidad de
adivinar, ya que ninguna aplicación mecánica de la ya sabido puede funcionar.
Allí se necesita anticipación y no se puede exactamente deducir, sino que hay
que abducir. Este adivinar se funda sobre lo que Peirce denomina la costumbre,
el habito, aquello que constituye el vinculo social porque se basa en lo ya
sedimentado. Esta referencia no hace sino confirmarnos en la idea que a veces
operamos en cierta oscuridad y que el oficio de educador no está exento de esa
necesidad de anticipación y adivinación, aunque esos recursos se apoyen en algo
de lo ya sabido.