“Cuando bebo me
salgo. Es como si no fuera yo, salto, rio, cuento chistes. Tío, no me
reconozco” (Juan, 16 años). “La primera vez que fume un peta flipe, me puse a
reír y pensaba que estaba en otra ciudad, no sabía dónde pero era otro sitio
que no conocía” (Laia, 18 años)
Ser púber quiere
decir tener otro cuerpo, distinto al infantil. Un cuerpo nada silencioso, muy
ruidoso y muy exigente. Hay que manipularlo para domesticarlo: tunearlo,
vestirlo guay, muscularlo, adelgazarlo y por qué no intoxicarlo. Todo para
hacerlo suyo y evitar que se escape y haga signos raros. Evitar que les “ralle”
cuando va por libre.
Ese cuerpo es otro
porque ellos mismos habitan también un nuevo territorio desconocido y que
tienen que explorar. Como les ocurre a Juan o Laia, y tantos otros y otras,
beber o fumar es un modo de iniciarse en el mundo adulto.
Exploran ese nuevo
hábitat al modo de los ritos tradicionales, aunque las formas cambien.
Primero
hay que separarse del mundo infantil del que vienen: cambiar los objetos y
juguetes de niño por los que los adultos usan (alcohol, drogas varias, moto) y
apartar a un lado a los padres (habitación cerrada, intimidad en sus
comunicaciones) para creerse que ya no los necesitan.
Luego hay que
exponerse a las pruebas, que siempre implican riesgos, para verificar la
potencia, saber si darán la talla o no: viajes solos, conductas de riesgo,
consumos, peleas o transgresiones.
Finalmente,
superado el desafío, obtienen su nueva identidad adulta: sexual y social.
Erasmus, trabajo, pareja son algunos signos de esa nueva etapa.
Lo nuevo es que hoy
el ideal social implica demostrar que uno va a tope, que goza al máximo porque
su cuerpo funciona como si fuera una máquina en todos los ámbitos: sexo,
fiesta, trabajo, deporte.