miércoles, 20 de mayo de 2015

El odio de sí mismo: factor de la política




Desde hace unos meses asistimos a un baile de sondeos y encuestas pre-electorales que desconciertan por sus variaciones. Cuando parecía que un partido emergente, con promesas de cambio, estaba a punto de tomar el poder, cede el relevo a otro, que también promete transformaciones. Lo mismo parece ocurrir con las reivindicaciones soberanistas cuyo respaldo popular sube y baja según los meses y las consultas. Y, por supuesto, nadie descarta que los resultados finales dejen bien parados, o al menos les preserven un lugar, a los partidos tradicionales.

¿Cómo interpretar estos cambios bruscos en las preferencias populares (manifestadas en sondeos de opinión )? ¿ Quizás tienen que ver con la mezcla de desafección popular hacia los políticos, la crisis profunda de confianza y las incertidumbres sobre nuestro futuro? No es fácil tener hoy una prospectiva certera sobre el impacto diferido de esta crisis.

Es por ello que los mensajes más líquidos, aquellos que parecen servir para todo y para nada, promesas de cambio, vagas por la ausencia de esa clarividencia futura, o aquellos que prometen lo que no han hecho hasta ahora, están sujetos a la variabilidad constante. La obediencia y lealtad a un partido o a un líder depende siempre de la creencia en él y hoy esa creencia cotiza cara.


Por eso algunos han optado, y otros parecen seguir los pasos a medida que se acaba la campaña, por radicalizar el mensaje, solidificar las metáforas en juego. Ya no se trata de vaguedades que fluyen sino de dardos directos al hueso de la res política y de la affecto societatis. La limpieza que prometen algunos funciona bien como “metáfora light del fascismo posmoderno” en expresión del psicoanalista Enric Berenguer (http://enricberenguer.blogspot.com.es/).

 

Freud se refería al odio de sí mismo como el resorte futuro del racismo y la xenofobia. Cada uno de nosotros tiene una parte de sí que no le gusta y rechaza situándola fuera, en el exterior. Es por ello que los niños aprenden antes el no que el sí, que no dudan en culpar al semejante de su propio acto. Los adolescentes saben bien también cuando acusar a los padres de su propia inhibición o cobardía ante la vida y por supuesto los adultos somos maestros en practicar la teoría neurótica de la culpa (siempre es del otro).

 


Cuando esa realidad psíquica, “baja pasión” presente en cada ser hablante, se instrumentaliza políticamente produce los monstruos colectivos que hemos conocido ampliamente en el siglo XX y en lo que llevamos del XXI. El odio de sí mismo no se cura solo, alimenta el miedo que nutre las políticas segregativas, dibujando ese paisaje idílico de armonía e higiene social. El odio de sí mismo requiere un trabajo de cada uno para subjetivarlo y darle otro destino menos destructivo, más sublimatorio. Colectivamente ese odio, fundamento de muchos lazos sociales, necesita de un tratamiento efectivo del real en juego: la pobreza, el desamparo y la precariedad de tantas vidas en crisis.