
Publicado originalmente en Zappeur. 12/3/2019. Le bullying à l’époque de l’Autre qui n’existe pas
El estado natural del adolescente es el acoso, acoso de
su cuerpo púber. La tentación es desplazar ese acoso a un chivo expiatorio.
Manipular el cuerpo del otro para dejar el suyo a salvo. Y todo esto en grupo,
como falsa solución para salir del atolladero de la pubertad[1].
Los testimonios que encontramos en la clínica y en la
literatura nos confirman el carácter traumático de ese acontecimiento, que deja
huellas indelebles y singulares, hasta el punto que a veces tienen que pasar
décadas para poder hablar de ello[2].
El bullying es además un síntoma social que forma parte
del malestar en la civilización. Analizarlo implica tomar en cuenta dos ejes:
aquello que aparece ligado al momento histórico donde emerge y lo atemporal: aquello
que lo conecta con el pasado y con las razones de estructura. En el caso del
bullying, lo que no cambia, aquello que permanece fijo, es la voluntad de
dominio y la satisfacción cruel que algunos sujetos encuentran al someter a
otros a su capricho, para así defenderse del desamparo ante lo nuevo. Eso ha
existido siempre como el ejercicio del matonismo en la escuela, fundado en el
goce que proporciona la humillación del otro, la satisfacción cruel de insultar
y golpear a la víctima.
¿Qué habría de nuevo en nuestra época para explicar las
formas actuales que toma este fenómeno? Por una parte, el eclipse de la
autoridad encarnada tradicionalmente por la figura del padre y sus derivados
(maestro, cura, gobernante); la importancia creciente de la mirada y la imagen
como una nueva fuente privilegiada de goce en la cultura digital -junto a la
satisfacción de mirar y gozar viendo al otro-víctima, hay también el pánico a
ocupar ese lugar de segregado, quedar así invisible, overlocked[3]-;
la desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales y el
desamparo del adolescente ante la pobre manifestación de lo que quieren los
adultos por él en la vida, y la subsecuente banalización del futuro.
Esta soledad ante los adultos y la vida supone una
dificultad no desdeñable para interpretar las fantasías y las realidades que
puede llevar al extravío y a la soledad. Entre los refugios encontrados en los
semejantes, la pareja del acoso es una solución temporal.
Estos cuatro elementos convergen en un objetivo básico
del acoso que no es otro que evitar afrontar la soledad de la metamorfosis
adolescente y optar por atentar contra la singularidad de la víctima. Esta
“fórmula” genera un tiempo de detenimiento en la evolución personal. Elegir en
el otro sus signos supuestamente “extraños” (gordo, autista, torpe) y rechazar
lo enigmático, esa diferencia que supone algo intolerable para cada uno, es una
crueldad contra lo más íntimo del sujeto que resuena en cada uno y cuestiona
nuestra propia manera de hacer.
La escena del
acoso: 4 elementos y un nudo
Una lectura que el psicoanálisis nos permite hacer del bullying es que se trata básicamente de
una escena, un cuerpo a cuerpo en el que participan varios. Nuestra lectura no
puede ignorar lo pulsional como clave subjetiva. Hay una intencionalidad
agresiva que propone un destino a la pulsión sádica; una continuidad de la
escena fija y un desequilibrio acosador-acosado marcada por la falta de
respuesta de la víctima, por su inhibición ante ese acoso. La víctima es
elegida por su silencio, su imposibilidad de responder.
La escena del acoso incluye al acosador, la víctima, los
testigos y el Otro adulto (padres, docentes), que no está pero al que se dirige
también el espectáculo. Lo que los embrolla es la subjetividad y sus impasses,
que pasa básicamente por hacer algo con el cuerpo que se les revela como un
misterio, pero un misterio que habla y esa extranjeridad (otredad) los perturba
e inquieta. Lacan lo anticipaba en 1967 cuando en una de las clases de su
seminario decía “El Otro, en última instancia y si ustedes todavía no lo han
adivinado, el Otro, tal como allí está escrito, ¡es el cuerpo!”[4]
De allí que la acción resulte inevitable, y manipular el
cuerpo del chivo expiatorio bajo formas diversas: ninguneo (dejarlo de lado),
insultos (injuriarlo), agresión (golpearlo), sea una solución temporal para
calmar la angustia. Para los testigos es crucial no quedar del lado de los
pringaos, aquellos designados como chivos expiatorios. La escena del acoso –en
su dimensión de acting-out-, es una
escena que daría acceso a un cierto goce del cuerpo del otro a través del
grupo, si seguimos las indicaciones de JAM en su texto “En dirección a la
adolescencia“.[5]
Una escena, pues, alrededor de “la extraña pareja” que
cada sujeto forma con el objeto innombrable. Una pareja donde el amor/odio se
confunden y como uno de los protagonistas de la película Bully –inspirada en sucesos reales- que se deja maltratar por su
mejor amigo a la espera de ese signo de amor que nunca llega. [6]
José R. Ubieto, psicoanalista en Barcelona. Miembro de la
AMP y de la ELP. Profesor de la UOC. Co-autor de “Bullying. Una falsa salida para los adolescentes”
[2] Ubieto, J.R.(2016).
“Testimonios literarios del Bullying”. En La Vanguardia. Cultura(s).Sábado 20 de
febrero de 2016. Disponible en Internet.
[3]. Lacan, J.
(2014). El Seminario. Libro 6. El
deseo y su interpretación (1958-59). Barcelona: Paidós, p.29
[6]
Bully (2001). Dirigida por Larry
Clark. https://www.filmaffinity.com/es/film770576.html