La Vanguardia.
Cultura(s). Sábado 20 de febrero de 2016
Bullying y literatura
La experiencia subjetiva del bullying tiene un carácter traumático. Los testimonios que
encontramos en la clínica y en la literatura así nos lo confirman. Se trata de
un acontecimiento que deja huellas indelebles, diferentes para cada uno, hasta
el punto que a veces tienen que pasar décadas para poder hablar de ello.
Los pacientes adultos se refieren a él como algo que
sucedió en su infancia y adolescencia, y que guardan como un secreto. Los
artistas tratan ese real traumático mediante la sublimación que la obra de arte
les procura. Es su manera particular de exorcizar los fantasmas que les han
acosado todo ese tiempo.
Algunos incluso quieren verificar en la realidad,
mediante encuentros posteriores con sus acosadores, eso que sufrieron como un
sinsentido, algo para lo que entonces no encontraron una explicación, más allá
de los lugares comunes (ser rara, un friki,..).
Es el caso de Anna Odell, directora de cine sueca, autora de The Reunion (Aterträffen, 2013), film
que recrea una reunión de antiguos alumnos a los que ella reprocha el acoso
sufrido.
Sergio Vila-Sanjuán convoca también una reunión en El club de la escalera. Un grupo de ex
alumnos citan al acosador años más tarde para confrontarlo a sus actos. En las
dos obras la iniciativa parte de las víctimas, que tratan de elaborar ese
acontecimiento para encontrar un sentido que les procure más tranquilidad que
venganza, si bien esto último no está excluido.
Una muestra del dolor y de la huella que deja nos la ofrece Héctor Conde, personaje
de El club de la escalera: “Me
preguntas cómo llevé este acoso. La verdad es que con mucha angustia. Me notaba
tremendamente inquieto y a veces me faltaba el aire, pensaba que iba a morir
ahogado. Los fines de semana me quedaba en mi cuarto, a oscuras. En casa me
preguntaba qué ocurría, pero yo no estaba dispuesto a decirle a mi padre que en
el cole me perseguían por afeminado. Aguanté como pude y así acabé el
bachillerato, pero no me saqué la angustia de encima. Cuando estudiaba la
carrera una noche pensé que me estaba dando un ataque al corazón. Mis padres me
llevaron a urgencias del Clínico, y allí me dijeron que lo que tenía era una
crisis de ansiedad. A partir de aquel momento empecé a ir a un psicólogo y
tomar ansiolíticos.”
Una falsa salida
para los adolescentes
En una reciente investigación que hemos dirigido, y que
ha aparecido publicada como “Bullying. Una falsa salida para los adolescentes”
(Ned ediciones), constatamos como el acoso es una falsa salida por la que
algunos adolescentes optan de manera temporal. Eso explica que para muchos adultos
confrontados a su pasado de acosadores, y sobre todo de testigos, lo sucedido
fue “una cosa de niños, de adolescentes idiotas”. Para ellos fue una respuesta
a un impasse, del que luego salieron de una manera u otra sin que lo sucedido
les dejase una marca específica, como sí ocurre con las víctimas.
Esa diferencia de posiciones constituye la lógica misma
de la escena del acoso. No importan mucho las razones, se trata de lugares y de
lazos diferentes. Oskar, protagonista de la novela de John A. Lindqvist Déjame entrar, experimenta esa
diferencia que lo sitúa como chivo expiatorio de la clase: “El grupo que estaba
fuera se dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no
se había esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era
un paria maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos. Él ahora era
de otra especie. Los otros lo notaban y se apartaban”.
Esa falsa salida es una respuesta a algo que surge, para
cada adolescente, como una pregunta sin respuesta. Algo inquietante en su nuevo
cuerpo sexuado que les perturba porque altera su imagen, sus relaciones y la
manera de vivir eso que Freud nombró como la pulsión. Algo que insiste y que
exige siempre ser satisfecho. Ese nuevo real que los embaraza hace que el
cuerpo se convierta en algo extraño, nada familiar, y que deberán aprender a
habitar.
Asa Larsson (Aurora boreal) nos lo
transmite muy bien: “Por las mañanas su cuerpo se despierta mucho más temprano
que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las manos le hacen la
cama. Las piernas la llevan hasta el instituto… A veces se queda de pie en
medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose si de verdad
tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre tienen razón.
Llega al aula correcta el día correcto a la hora correcta. Su cuerpo se las
apaña bien sin ella”.
El cuerpo es ahora el nuevo
partenaire del adolescente que se emociona y trata de manipularlo para calmarlo,
cuando le agobia demasiado. Esa manipulación admite hoy muchas variantes: desde
el piercing hasta el tatuaje pasando
por formas más extremas como los cortes o escoriaciones en la piel. También ese
cuerpo puede envolverse y marcarse como mandan los cánones de la moda. Incluso
puede muscularse, adelgazarse u ofrecerse al otro para su satisfacción. El
recurso a los tóxicos, medicamentos o drogas, es también habitual. En todos los
casos se ve cómo las palabras no terminan de dar una significación a esa
novedad que experimentan, y por ello la acción es inevitable.
Haruki Murakami, en Tokio Blues, es sensible a estas dificultades: “No
puedo hablar bien. Me pasa desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo,
solo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo
contrario de lo que quiero decir. Y si intento corregirlas, me lío aún más, y
más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería
decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las
dos partes estuvieran jugando al corre que te pillo. En medio hay una gruesa
columna y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo.
Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no
puede alcanzarla ...esto nos sucede a todos, le responde él.”
En este pasaje adolescente surgen los impasses ante ese
real que introduce la pubertad. Es allí donde manipular el cuerpo del otro bajo
formas diversas: ninguneo, agresión, exclusión, injuria les permite poner a
resguardo el suyo.
Para eso hay que designar un chivo expiatorio y destacar
un rasgo que lo diferencie. El Cañas, joven protagonista de Las leyes de la frontera, novela de Javier
Cercas, lo explica así: “En solo unos meses la actitud de Batista hacia mí
cambió, su simpatía se convirtió en antipatía, su antipatía en odio y su odio
en violencia. ¿Por qué? No lo sé. Muchas veces he pensado que simplemente fui
el chivo expiatorio que inventó Batista para conjurar el miedo esencial del
grupo. Pero repito que no lo sé; lo único que sé es que en muy poco tiempo pasé
de ser su amigo a ser su víctima”.
La crueldad del bullying persigue golpear y destruir esa
diferencia que se le imputa a la víctima y que deviene, para algunos, insoportable
porque confronta a cada uno con una doble tarea. Por un lado la asunción de su
sexualidad y por otro encontrar un lugar en ese nuevo mundo que sucede a la
adolescencia.
Orientarse sexualmente no resulta fácil en un tiempo en
que las referencias normativas clásicas están en declive. Hoy ya no hay,
afortunadamente, una versión única del ser hombre o el ser mujer. Pero esa
diversidad es vivida en la adolescencia como desorientación. En un momento en
que cada uno debe dar la talla, surge el miedo y la tentación de golpear a
aquel que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada uno/a en la
construcción de su identidad sexual.
El reciente suicidio del joven Alan, transexual, se suma a esa larga serie
de adolescentes acosados por su diferencia sexual. Imputar al otro rasgos
afeminados, como algo negativo cuando se trata de un varón, o ser una
“estrecha” o por el contrario una puta, si se trata de chicas, es una “fórmula”
para evitar la soledad con la que cada uno y cada una deben afrontar el encuentro
sexual. Localizar en el otro la dificultad le ahorra a uno preguntarse por la
propia.
Alice, personaje de La soledad de los
números primos del italiano Paolo Giordano,
es una adolescente retrasada en su iniciación sexual. “Sus compañeras hablaban
de posturas y chupetones y de cómo usar los dedos, y discutían si era mejor con
preservativo o sin él, mientras que Alice no tenía otro bagaje que el recuerdo
insípido de un morreo dado cuando iba a tercero.” Este rasgo la convierte en
diana de las burlas de sus compañeras.
La escena
del acoso: la extraña pareja...
En el bullying se acosa la subjetividad de la víctima, lo
más singular que tiene y que le hace diferente a cualquier otra persona. Esa
singularidad es leída por el grupo como signos extraños si bien, como hemos
visto, se trata de asuntos familiares para cada uno. Por ello muchos acosadores
ya vivieron, como acosados, esas escenas de humillación que ahora tratan de
borrar a costa del otro.
El Esclavo, joven cadete de La ciudad y los perros de Vargas Llosa, interroga a su colega
Alberto por esos signos: “Pero tú no peleas mucho. Y sin embargo no te friegan.
Yo me hago el loco –le responde Alberto- quiero decir el pendejo. Eso también
sirve, para que no te dominen. Si no te defiendes con uñas y dientes ahí mismo
se te montan encima”.
Esa extraña pareja se forma pues alrededor de algo opaco,
desconocido para ambos. Lo que comparten es la angustia que para uno toma la
forma del acto de acoso, como falsa salida, y para el otro se manifiesta como
inhibición, vergüenza que le impide responder y le deja con un nudo en el
estómago como a la protagonista de la novela de Laura Fernández, La chica zombie: “Se limitó a abrir la
puerta, subir al ascensor e intentar deshacerse de aquel nudo que tenía en la
garganta. Pero el nudo no iba a irse a ningún sitio. Iba a quedarse ahí, como
un aspirante a pirata dispuesto a conservar su par de ojos. A ratos incluso le
dolería. Para entonces ya no sería rabia. Tampoco sería pena. El nudo
simplemente estaría ahí. Y Erin tendría la sensación de que estaba creciendo.
Aquella cosa, cualquier cosa, allí dentro. Cada vez más grande”
No existe un perfil único de agresor ni de víctima. El
acosador testimonia en muchos casos de antecedentes en su infancia de haber
sido violentado en su propia familia o por iguales. La película Bully (Larry Clark, 2011), basada en
hechos reales, presenta al protagonista y su novia planeando el asesinato de su
amigo como venganza por los continuos abusos y maltratos que les causa.
Si bien las diferencias entre las formas de acoso
protagonizadas por chicos y chicas van disminuyendo, perviven algunos rasgos
diferenciales. El golpeo físico está más presente en los chicos mientras que
para ellas el recurso más habitual es la marginación de la rechazada, a la que
dejan de hablar como en el caso de Alice: “Antes de la mañana de aquel
miércoles, Viola no le había dirigido la palabra. Fue una especie de iniciación
y se hizo como era debido. Ninguna de las muchachas supo nunca si Viola
improvisó aquella tortura o si fue algo largamente meditado, pero todas
convinieron en que estuvo genial”
Esta modalidad de acoso, el ninguneo, es especialmente dolorosa y llega a generar un estado de
autodesprecio en muchos adolescentes que no se ven reconocidos en ninguno de
sus compañeros, quedando invisibles para todos. Como en el caso de Oskar (Déjame entrar): “Se entretuvo un rato
frente a la pared de cristal que separaba las duchas de la piscina y estuvo
observando a los otros mientras se tiraban al agua, se perseguían, lanzaban
pelotas. Y el sentimiento lo invadió de nuevo. No como un pensamiento formulado
con palabras, sino como una sensación muy fuerte: Estoy solo. Estoy... totalmente solo”
...... y los
mirones cómplices
La extraña pareja del acoso no es solitaria, incluye dos
elementos más. Por una parte el público al que va dirigido el espectáculo que
protagonizan. Un público diverso que incluye a los iguales que contemplan la
escena, a veces mudos pero siempre cómplices. Por otra parte está el Otro
adulto al que esa escena se dirige en última instancia.
En ese ternario los testimonios de los espectadores resaltan
su deseo: callar y aplaudir para no ser víctimas, ellos también. El pánico de
verse segregados de ese espacio compartido (pandilla, círculo del patio,
chat,..) y de los beneficios identitarios que conlleva, hace que tomen posición
para ser “normal, uno como los demás” por temor a ser rechazados.
La novela del
escritor austríaco Robert Musil Las
tribulaciones del estudiante Törless, un clásico en la literatura sobre el
acoso escolar, nos muestra como el
joven vive con inquietud su propia sexualidad y junto a él hay una tropa de
estudiantes que designan a uno de ellos, Basini, como chivo expiatorio de sus
propias incertidumbres adolescentes. Las escenas de acoso se repiten y la
cuestión para cada uno es cómo no verse incluidos en el bando de Basini: “Törless vio como Beineberg y
Reiting se acercaban a éste o a aquel compañero y como formaban grupos en los
que se cuchicheaba vivamente. Al principio sintió miedo de que se estuviera
tramando también algo contra él; mas ahora que se encontraba frente al peligro
se sentía tan paralizado por su infortunio que habría dejado que todo se le
viniera encima sin pestañear. Sólo más tarde se mezcló, medroso, entre los
camaradas, temiendo que de un momento a otro pudieran abalanzarse contra él. Pero
nadie reparaba en él. Por el momento sólo se trataba de Basini”.
Hoy el acoso se extiende a las redes sociales bajo la
forma del ciberbullying. Allí la
escena se multiplica poniendo de manifiesto la fascinación de la mirada como
fuente privilegiada del goce de mirar y ser mirado, como ocurre en la
viralización de las filmaciones de palizas a la salida de la escuela. Nos
conmocionan por la brutalidad misma de la crueldad ejercida, pero también por
la difusión en las redes sociales y por la inhibición de los testigos. ¿Se
trata de una aprobación de la agresión, de un miedo insuperable, de un goce del
espectáculo o de una mera indiferencia ante el dolor de la víctima? Es posible
que varias de estas razones cuenten para los presentes. Törless, testigo de la
violencia sobre Basini, asiste impávido, molesto y al tiempo fascinado sin
saber si es por la crueldad de los acosadores o por la falta de coraje de la
víctima.
En cualquier caso, lo que comprobamos en estos hechos es
que la figura del testigo es clave por dos razones. Por una parte su mirada
añade un plus de goce al recrearse en la crueldad y el dolor del otro sin por
ello implicarse en el cuerpo a cuerpo, al tiempo que concede mayor protagonismo
al agresor por la viralidad de las imágenes.
Por otro lado inhibirse, haciéndose cómplice del fuerte,
asegura a cada uno imaginariamente su inclusión en el grupo dominante y evita
ser excluido de él por friki o
pringao.
Adultos difuminados
La escena del acoso tiene su trasfondo en el mundo
adulto, el de los docentes y los padres. Ellos raramente asisten a esa
representación en directo, pero eso no quita que estén convocados para
sancionarla. Los testimonios hablan de silencios, ausencias, pero también de
presencias, intervenciones y compromisos. Adultos difuminados como efecto del
eclipse de su autoridad.
Cañas (Las leyes de
la frontera) responde así ante la pregunta de por qué no denunció: “¿A
quien quería que la denunciase? ¿A mis profesores? Yo tenía un buen cartel en
el colegio, pero no tenía ninguna prueba de lo que estaba pasando, y
denunciarlo me hubiese convertido en un mentiroso o en un chivato (o en las dos
cosas a la vez), y eso era la mejor forma de empeorarlo todo. ¿A mis padres? Mi
padre y mi madre eran buena gente, me querían y yo les quería a ellos, pero en
los últimos tiempos nuestra relación se había estropeado lo suficiente como
para que yo no me atreviese a contárselo.”
El silencio y la ceguera ante esa escena cruel se suma,
en ocasiones, al doble rostro del acosador, seductor y maltratador, que le
permite hacer reír a los demás al tiempo que pasa desapercibido ante los
adultos que, en muchas ocasiones, lo toman por un bromista. Nao, la
protagonista de El efecto del aleteo de
una mariposa en Japón de la escritora norteamericana de ascendencia
japonesa Ruth Ozeki, lo narra con pesar: “Y si papá, por casualidad, se hubiera
vuelto para saludarme, le habría parecido una broma sana, habría pensado que yo
tenía muchos amigos divertidos que me rodeaban y se habría quedado tranquilo al
ver que era tan popular y que todos se esforzaban para ser simpáticos conmigo”.
Abordar el acoso implica acompañar a esos adolescentes en
su recorrido y para ello hace falta la palabra y sobre todo poner el cuerpo.
Estar allí para dar testimonio, como adultos, de lo que para cada uno supuso
ese delicado tránsito, de sus dificultades y también de sus invenciones. Estar
allí es abrir los ojos y escuchar no sólo lo que ellos pueden contar, sino
atender a las muestras de ese sufrimiento subjetivo que tan bien recogen los
testimonios literarios: soledad, insomnio, tristeza, humillación, temores, sentimiento
de culpa.