jueves, 9 de febrero de 2017

¿Estamos obligados a ser felices?




La Vanguardia, domingo 5 de febrero de 2017


Hygge: el secreto de la felicidad danesa

La felicidad hace ya tiempo que forma parte de la agenda política. Desde el S. XVIII, en que algunos ilustrados (Mandeville, Saint Just) hablaron de ella y la Declaración de Independencia de Estados Unidos recogió el derecho a ser feliz como uno de sus principios fundamentales.

Pero no fue hasta los avances recientes de las neurociencias que se creó una supuesta ciencia de la felicidad. Lord Layard y Anthony Giddens –directores de la London School of Economics (think tank del new labour de Toni Blair) -  buscaron en la economía el índice fiable de la felicidad. A eso añadieron investigaciones que demostraban que el cerebro se hacía eco de ella.

La paradoja que encontraron es que aun doblando o triplicando el PIB, la gente no era más feliz. La economía no lo era todo. En realidad lo que nos ilusiona es tener lo que tienen los demás. Eso nos empuja a conseguirlo por los medios disponibles (legales o no) y nos muestra otra cara menos “feliz” de la naturaleza humana: la que apuesta por gozar sin límites y a veces pagando un precio alto por los excesos cometidos.

El hedonismo, sorpresa, no nos da la felicidad sino que nos conduce a un más allá del placer que ya Freud descubrió como pulsión de muerte. Cuando parece que el placer nos daría un feliz y estable equilibrio, surge un empuje a gozar más y más. Esa tensión entre el placer y el goce puede arruinar la precaria felicidad. Lo vemos, por ejemplo, cuando nos excedemos en la velocidad o en el consumo.

La trampa de la felicidad, recuerda el psicoanalista Eric Laurent, es que pretende ignorar ese hecho y al plantearla como derecho público “científicamente comprobado” (desde 1945 el censo norteamericano pregunta por ella a los ciudadanos) puede conducir fácilmente a medidas de control y de segregación. Es lo que ocurrió en Bután, primer estado donde se adoptó el índice de felicidad como guía de la política, al justificar el desplazamiento de la población nepalí para mejorar la felicidad de los autóctonos.

En esa carrera loca por alcanzar el goce máximo –a partir del consumo- estábamos, cuando vino la crisis. Y con ella los extraños llamando a nuestra puerta. Miles de refugiados, sin casa ni bienes, vagando por Europa y América.
¿Cómo seguir creyendo en esa ciencia de la felicidad cuando para muchos se trata de sobrevivir? De allí que ahora nos contentemos con una felicidad low cost. Fenómenos como el Hygge danés buscan la felicidad en las pequeñas cosas (“un te caliente con galletas junto a la chimenea y con amigos y familia”). Básicamente en el refugio que procura el calor del hogar y que nos protege de la dura y peligrosa intemperie.
Una felicidad con derecho de admisión, en un país además en que el ultranacionalista y xenófobo Partido Popular Danés ganó las últimas elecciones europeas (2014) con el 23,1% y donde el gobierno no dudo en confiscar joyas y objetos de valor a los refugiados.
Y si además en el mundo actual, como decía Z. Bauman, “todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”, todos contentos.