Lacan ya en 1938
(Los complejos familiares) anticipaba la tesis del declive de la imago social
del padre. Declive que suponía el inicio de un cambio de paradigma que ha ido
consolidándose décadas después hasta poner en cuestión el régimen patriarcal.
Claro que alguien dirá que ese régimen todavía tiene fuelle e incluso que en
algunos lugares cobra más fuerza que nunca. No le falta razón porque
precisamente cuando el péndulo se inclina para un lado resurgen, reactivamente
y con fuerza, los nostálgicos de ese añorado pasado.
Los problemas
cotidianos de muchos docentes y padres en su tarea de educar nos muestran como
el final del régimen del padre comporta desorientación, perplejidad e
inquietud. Parecía que la ciencia, en su alianza con la tecnología, iba a
aliviarnos de estas incertidumbres pero lo cierto es que la educación sigue
siendo una tarea imposible en el sentido que Kant y Freud dieron a esta tesis:
no hay el manual perfecto ni el uso correcto.
Por muy leído e instruido que uno
sea siempre queda un resto ineducable para el que hay que inventar nuevas
formulas. Sobre todo ahora que ya no sirve eso de “lo haces porque lo digo yo,
que para eso soy tu padre” y la receta contemporánea de la medicalización no
parece una alternativa muy conveniente.
Malos tiempos,
pues, para los creyentes del padre, aquellos que lo instituyeron como
fundamento de la familia, la vida social y por supuesto la patria. El padre
ahora está desnudo y se le ven los pecados. No hay que escandalizarse
demasiado, siempre fue así pero la “solución” patriarcal implicaba precisamente
un no querer saber nada de esas faltas. Un esfuerzo colectivo por velar lo
impúdico y cuando hacía falta, silenciar a las rebeldes, las que desafiaban o
ponían en apuros la potencia del padre.
Sostener al padre
exigía silencio, discreción, ocultamientos. Exigía –de allí el amplio
consentimiento colectivo en esa operación- velar sus faltas para no
encontrarnos de cara con el horror de un padre desfalleciente o de un padre que
contradecía los ideales que encarnaba mostrando sus excesos.
Ese mundo de ayer
ya no volverá y por eso algunos insignes representantes abdican de sus
funciones anticipándose a un final peor.
Ello supondrá para muchos, en realidad para todos y cada uno –de manera
diferente por supuesto- un duelo por los
ideales mancillados y sobre todo porque a partir de allí cada uno está hoy un
poco más huérfano. En realidad nada que no pueda asimilarse si bien al precio
de generar algún síntoma como ya estamos viendo.
Quizás el más
evidente es que al lanzar al padre –como ocurre en el dicho del agua del bebe- lancemos
también la función de regulación que lleva implícito el uso de esa función.
Algo de eso pasa cuando el rechazo a
cualquier diferencia impide poner en marcha proyectos y organizar movimientos
que se autodestruyen en su espontaneidad, entendida como el antídoto para esas
fallas paternas. La paradoja es que por derrocar al amo terminemos
multiplicando los amos individuales.
Hay un presente y
un futuro más allá del padre que no nos ahorra –más bien al contrario- la
responsabilidad individual y colectiva. Nos deja el derecho y sobre todo el
deber de decidir sabiendo los riesgos que eso implica y no olvidando las causas
particulares que nos mueven. Huérfanos
sabedores de esas tareas imposibles que Freud señalaba: gobernar, curar y
educar, pero no impotentes ni resignados.