“Ser un TDAH” admite hoy muchas lecturas. Para algunos
sustituye el viejo calificativo de “movido o inquieto”. Para otros es la
evidencia misma de una enfermedad, de un trastorno del neurodesarrollo que, si
bien es indemostrable por la ausencia de marcadores claros –lo que no ha
impedido la proliferación de estudios falseados-, su causa última no admite
dudas. Para otros es un significante amo a partir del cual declinar, en su
lengua, un nombre sintomático.
Inicialmente nombraba algo del real que agitaba esos
cuerpos hiperactivos e impulsivos, y se acompañaba de la prescripción de
psicoestimulantes que, curiosamente, se focalizaban sobre todo en las
dificultades de atención.
La denuncia continuada, por parte de profesionales y opinadores,
de la hipermedicación y el sobrediagnóstico, forzaron un cambio de paradigma en
la presentación del trastorno[i].
La identidad TDAH aparecía cada vez más con una connotación negativa, un
estigma que, sin embargo, conservaba algo de la subjetividad en juego
(hiperactivos, impulsivos, despistados).
Para reducirlo se inventaron respuestas