La confianza es clave en cualquier
ámbito de la vida social: finanzas, política, salud, educación. Los clásicos
llamaban affectio societatis, a ese
pegamento social sin el cual la convivencia se resiente gravemente y aparece la
desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas
del otro. Hace ya algunas décadas que la confianza hace aguas y eso mina la
credibilidad de los líderes pero también de los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos.
Ha bastado un pequeño pangolín (u otro pequeño animal) para
que el sentimiento del miedo haya emergido como un temor colectivo y puesto de
manifiesto esa crisis generalizada de confianza. Ni instituciones autorizadas como
la OMS o científicos y profesionales reconocidos tienen ya la confianza plena de
los ciudadanos para hacer frente a la infección viral. Ni tampoco, por
supuesto, los media son de fiar. A todos se les puede “suponer” otros intereses
ocultos que no serían los del bien común.
El declive de ese saber que les otorgábamos
nos ha hecho más incrédulos y aceptamos, sin mucho pudor, cierto cinismo como
la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo
nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, el ¡sálvese quien
pueda!
La primera respuesta ante el miedo
es el retraimiento y la parálisis, luego –y para salir del desconcierto- el
sujeto se aferra a discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre
en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno extranjero,
inmigrante, colectivo social. Ahí radica la xenofobia y las políticas del miedo:
el mal está en el otro, él es el portador del virus de mi malestar. Políticas
que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones
más radicales, generalmente de carácter excluyente.
Su “éxito” es que al nombrar ese miedo, le ponen un rostro al
agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la
pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis. Es en estas coyunturas
de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la
ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar
ese miedo en beneficio propio. Para lo primero conviene, más que alimentar los
prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, entre ellos que
no hay riesgo cero en la vida.
Freud decía que gobernar –como curar
y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone
de un manual de instrucciones ni es completamente previsible y que, además,
para disfrutar de algo siempre hay que renunciar al Todo. El siglo XXI ha
encumbrado a líderes populistas poco dispuestos a asumir las dificultades propias
y las de sus gobernados o seguidores. Prefieren las fakes como consignas. A ese estilo de liderazgo, de muy corto
plazo, difícilmente podremos otorgarle “autoridad”, término que viene de auctor, aquel con capacidad de invención
y resolución de los problemas colectivos. Ese es el drama actual, especialmente
en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia
y/o de la segregación del otro: virus + desconfianza= miedo viralizado.