jueves, 5 de marzo de 2020

El Algoritmo de miedo: v+d=m3






La confianza es clave en cualquier ámbito de la vida social: finanzas, política, salud, educación. Los clásicos llamaban affectio societatis, a ese pegamento social sin el cual la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hace ya algunas décadas que la confianza hace aguas y eso mina la credibilidad de los líderes pero también de los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos.

Ha bastado un pequeño pangolín (u otro pequeño animal) para que el sentimiento del miedo haya emergido como un temor colectivo y puesto de manifiesto esa crisis generalizada de confianza. Ni instituciones autorizadas como la OMS o científicos y profesionales reconocidos tienen ya la confianza plena de los ciudadanos para hacer frente a la infección viral. Ni tampoco, por supuesto, los media son de fiar. A todos se les puede “suponer” otros intereses ocultos que no serían los del bien común.


El declive de ese saber que les otorgábamos nos ha hecho más incrédulos y aceptamos, sin mucho pudor, cierto cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, el ¡sálvese quien pueda!

La primera respuesta ante el miedo es el retraimiento y la parálisis, luego –y para salir del desconcierto- el sujeto se aferra a discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno extranjero, inmigrante, colectivo social. Ahí radica la xenofobia y las políticas del miedo: el mal está en el otro, él es el portador del virus de mi malestar. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente.

Su “éxito” es que al nombrar ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis. Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio. Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, entre ellos que no hay riesgo cero en la vida.

Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible y que, además, para disfrutar de algo siempre hay que renunciar al Todo. El siglo XXI ha encumbrado a líderes populistas poco dispuestos a asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores. Prefieren las fakes como consignas. A ese estilo de liderazgo, de muy corto plazo, difícilmente podremos otorgarle “autoridad”, término que viene de auctor, aquel con capacidad de invención y resolución de los problemas colectivos. Ese es el drama actual, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro: virus + desconfianza= miedo viralizado.