La Vanguardia, viernes 27 de noviembre de 2020
The Conversation, 25 de noviembre de 2020
Las personas siempre hemos necesitado contarnos historias que pongan palabras a acontecimientos cuyo sentido no está dado de entrada. El storytelling más exitoso y duradero de nuestra civilización ha sido, sin duda, el del Padre, ficción de un personaje que nos ama y lo amamos, y cuya protección nos da la garantía de tener un lugar en la comunidad y un sentido a nuestras vidas.
Hoy, está en declive y la historia que le releva en el ranking ya no surge de la religión –aunque eso no excluye que tenga devotos– sino de la ciencia y la tecnología. Es el régimen de los dispositivos electrónicos (gadgets) que invaden nuestra vida y que, al igual que el Padre, también prometen la felicidad. En este caso no a cambio del sacrificio, sino de la satisfacción ilimitada y, paradojas de la vida, puede acabar siendo más imperativo que el anterior.
¿Recuerdan la historia de Frank Abagnale, ese estafador que ya con solo 16 años descubrió su talento para la estafa y la actuación y en busca de reconocimiento, se hizo pasar por piloto, médico y abogado, magníficamente interpretado por Leonardo DiCaprio en esa gran película de Steven Spielberg?
Trump podría hacer un remake si tenemos en cuenta su carrera empresarial y política, llena de trampas, estafas y deudas pendientes. Pero no hay que minusvalorarlo porque si bien no es un gran estratega, como táctico de corto plazo no le gana nadie. Hace 4 años logró, con sus recursos de marketing y en medio de grandes turbulencias de su partido, hacerse con el mando de la situación.
El Periódico de Catalunya, 30 de octubre de 2020
Parecía un paréntesis pero no lo es, parecía que en nada volveríamos al relato, que despertaríamos solos de este mal sueño -sin necesidad de hacer nada-, pero lo cierto es que seguimos dormidos en él. Daniel Defoe, en su diario de la epidemia de peste que asoló Londres entre 1664 y 1666, describe con precisión fenómenos que estamos viviendo ahora: el miedo, los engaños -'fake news'- de la época, la caridad inicial, devenida cinismo posterior, la tristeza y pesadumbre de sus habitantes, las huidas a la campiña. No hemos cambiado tanto en más de 300 años.
La Vanguardia, 29 de octubre de 2020
La
rabia tiene tantas formas como nombres diversos: ira, enojo, enfado grande,
indignación, furia, cólera. Cada sinónimo aporta sus matices y ese detalle es
clave para entender los fenómenos de protestas, e incluso violencia, que se
están produciendo estos días en diversas ciudades europeas, Catalunya incluida.
Escuchando a sus protagonistas, es fácil darse cuenta de que no hay una
explicación sencilla: no todos son negacionistas, de extrema derecha, jóvenes
airados, militantes de extrema izquierda, o simplemente gente que pasaba por
allí.
Hay un
poco de todo, pero quizás podemos localizar algo en común: el sentimiento de
estar indignados por haber sido víctimas de una injusticia que ha lesionado su
dignidad. Por supuesto, a cada uno y a cada una la suya. Hay dignidades
relativas a la pérdida de trabajo, a la prohibición de salir, a la quiebra de
la patria, a la injusticia misma de la vida. Y también oímos la indignidad de
no sentirse alguien y querer, como protesta, hacerse una selfi a la luz de las
hogueras, aunque el fondo de pantalla sea un contenedor.
Todos
podemos sentir que nuestra dignidad ha sido violada por unos o por otros y, en
la situación actual, la gestión de los gobernantes en relación a la pandemia
ofrece motivos varios. Pero, al mismo tiempo, no todos los indignados salen a
la calle y, mucho menos, queman contenedores o arrojan piedras a los
escaparates o a la policía. El poeta francés Charles Péguy explicaba, con
humor, que la cólera -un paso más allá de la indignación- se debía al hecho de
que las clavijas no entren en los agujeritos, que algo que debía encajar no lo
haga.
Lacan
retomó esa idea para señalar que la indignación puede provocar que montemos en
cólera cuando sentimos que nuestra
singularidad es cuestionada, rechazada o simplemente desconocida. Todos
y todas lo hemos experimentado alguna vez siendo atendidos en un servicio
público. Cuando el médico recoge nuestros datos, sin apenas mirarnos abducido
como esta por rellenar el aplicativo informático que le piden, o cuando no
conseguimos que el funcionario entienda nuestra casuística personal, dejándonos
el regusto de ser una especie de código de barras que no logra superar el torno.
Sentir
nuestra dignidad -ligada al reconocimiento de la singularidad- ultrajada es una
garantía del pasaje al acto violento, de que esa rabia experimentada explote. En
ese caso la indignación y la cólera subsiguiente van de la mano, aunque es
obvio que podemos indignarnos sin encolerizarnos y, por otra parte, como
escuchamos en algunas de esas protestas actuales, hay personas que no necesitan
ningún atentado a su dignidad para enfurecerse. Les basta con la satisfacción
que encuentran en esa pulsión destructiva.
Recuperar
la dignidad es necesario para limitar la rabia y eso exige algo más que buenas
palabras y mejores intenciones. Sanitarios, cuidadores, taxistas, hosteleros, riders…esperan ayudas que preserven su
singularidad, como trabajadores y como personas.