lunes, 11 de julio de 2011

¿Son necesarios los líderes para organizarse?

José R. Ubieto. Psicoanalista. Autor de “El trabajo en red”

El movimiento 15-M ha suscitado un amplio debate sobre su futuro, incierto por carecer de un liderazgo al estilo tradicional, encarnado en una o dos personas. Quizás ese sea el error: mirar este movimiento con los ojos de la tradición, que concibe al líder como aquel que encarna los ideales del grupo. Freud ya señaló que el ideal, cuando se encarna, necesariamente se degrada porque ningún ideal resiste la prueba de la realidad y su pureza se corrompe, al menos parcialmente. El objeto amoroso, pasado el momento de su idealización y confrontado a la satisfacción que proporciona, se revela como lo que es: un objeto no exento de impurezas.

Con los líderes ocurre lo mismo y en nuestra época, donde parece que el ideal de consumo comanda nuestras vidas, esa degradación es más rápida. Hoy los ídolos de todo tipo (espirituales, deportivos, artísticos, políticos) son tan efímeros como las nuevas tecnologías en que se aúpan, y tan consumibles como cualquier otro objeto.

Además los liderazgos tradicionales enmascaran una tensión, latente en cualquier grupo: la tensión entre lo Uno (líder) y lo Múltiple (colectivos). La caída del muro de Berlín nos mostró claramente como la desaparición de esos líderes únicos dejó a cielo abierto la multiplicidad que velaba (étnica, política, cultural) con la consecuente fragmentación y conflictividad política que le siguió.

Lo Uno es siempre impotente para integrar lo Múltiple y, a su vez, éste no puede ignorar lo común que hay en lo diverso, si no quiere caer en la atomización y derivar en un funcionamiento autístistico. La idolatría de lo Múltiple encuentra su disfunción en la génesis, a pequeña escala, de múltiples Unos que, a modo de reinos de taifas, reproducen aquello mismo que denunciaban.

El éxito de las nuevas tecnologías nos ha revelado la existencia de un nuevo paradigma en la constitución de los grupos humanos: la red. Internet es sin duda su mayor expresión. La red se ofrece como una tentativa de abordar ese dilema entre lo Uno y lo Múltiple. Horizontal y policéntrica, carece de líderes únicos y ello la hace más dinámica y productiva, más ágil e inventiva, pero también esa falta de referencia puede hacerla estéril y fácilmente manipulable.

El movimiento 15-M se apoya en la funcionalidad de la red. Sus modos organizativos (comisiones, asambleas, comunicaciones, tecnologías) reivindican lo Múltiple y diverso como valores compartidos. Ese es el principio creativo y fundacional de toda red pero para mantenerse y consolidarse como movimiento, con capacidad de incidir en las dinámicas colectivas, requiere de otros elementos.

En primer lugar es precisa una orientación compartida y ampliamente consensuada, pero encarnada en un grupo motor que distribuya algunas funciones y que haga de la permutación (rotación) un principio regulador que evite la personalización excesiva.

En segundo lugar es preciso que los encuentros sean cara a cara, sin descartar las comunicaciones virtuales, porque poner el cuerpo se revela como algo necesario para sostener un trabajo colaborativo. De allí la importancia que están cobrando las asambleas. Un tercer elemento es garantizar la continuidad de esos contactos porque la discontinuidad de las acciones las vuelve estériles.

Considerar así el uso de la red-movimiento puede crear un liderazgo social que fuerce a otros líderes políticos y económicos a tomar en cuenta los deseos y las propuestas de los ciudadanos indignados y devolverles algo de la dignidad perdida.

miércoles, 22 de junio de 2011

¿Qué encuentran los jóvenes latinos en sus grupos de pertenencia?


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Para todo adolescente la separación de lo infantil, y por tanto de la escena familiar, deviene requisito imprescindible para hacerse adulto. Ese proceso encuentra un espacio transicional en la escuela y su entorno (amigos, calle). La escuela sirve de puente entre ese mundo infantil y familiar del que proviene y ese horizonte adulto y social para el que le prepara.

Es un clásico escuchar a muchos adolescentes que reniegan de los profesores pero no pierden ocasión de asistir a la escuela aunque sea para deambular por el patio o por la entrada y ver así a los “colegas”. La instrucción puede no ser atractiva pero la institución escolar, como lugar de socialización y sociabilidad, sigue teniendo un peso fundamental en nuestra sociedad.

Esa función de conexión y de inscripción de la escuela, que ofrece así un lugar al joven, supone el previo de la inscripción familiar, del lugar atribuido a cada uno en una generación. A veces esa continuidad entre las generaciones y la escuela es tan importante que muchos padres eligen, para sus hijos, la misma escuela a la que ellos fueron.

En ocasiones ese lugar en la generación falla porque su inscripción es precaria, como es el caso de algunas familias inmigrantes obligadas a dejar a sus hijos en los países de origen y reagruparlos posteriormente en condiciones no siempre optimas: precariedad económica, de vivienda, aislamiento social, Otras veces el proceso de acogida se complica por dificultades de conciliación de lo familiar y lo laboral: largas jornadas, escaso control parental, ausencia de uno de los progenitores.

Cuando la escuela fracasa también en su función de acoger las inquietudes de estos jóvenes, “queda –decía Freud- muy a la zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo”.

En esos casos el grupo de pertenencia, banda organizada o grupo de calle más informal, funciona como “institución de acogida” y lugar de socialización. El grupo pone deberes: académicos y de cohesión (golpes, agresiones), impone ritos de iniciación sexual y formulas de satisfacción, ligadas a los consumos, el vestir, las marcas corporales. Todo ello bajo el sometimiento a un líder que se presenta con cierto carisma y asegura la función protectora de la familia ausente.

Ese nudo vital encuentra su desenlace lógico con la entrada al mercado laboral, por lo que el trabajo supone de función reguladora en todos los ámbitos (social, familiar y pulsional) y posteriormente en la formación de la propia familia. Allí el joven encuentra una nueva oportunidad para una inscripción social con efectos subjetivos muy importantes.

El drama actual, para muchos de estos jóvenes inmigrantes (también para los autóctonos por supuesto) es que la precariedad de las condiciones de vida a causa de la crisis económica y las dificultades en su inserción formativa y laboral -institutos con ratios excesivas de alumnos extranjeros y alternativas a la escolarización obligatorias y ofertas laborales escasas - congelen ese momento vital manteniendo la función “acogedora” y de sumisión al grupo más tiempo del deseable.

Esa imposibilidad de desprenderse del grupo es lo que puede hacer que un conflicto, propio de la adolescencia, devenga en un problema de amplias consecuencias sociales, personales y familiares. De todos depende que esto no sea así.

domingo, 22 de mayo de 2011

¿Por qué amamos a nuestros líderes?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 22 de mayo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El abuso de poder, por parte de los caudillos autoritarios, ha sido y es una constante en la historia de los pueblos. Lo que resulta más novedoso es la tendencia de algunos liderazgos, democráticamente legitimados, donde el abuso de poder alcanza incluso el ámbito sexual. En Europa, y en nuestro país, tenemos ejemplos muy conocidos y actuales de líderes imputados e incluso condenados por prácticas abusivas, sexuales o de corrupción económica y política. El rasgo común de estos líderes es el abuso, no el que tengan relaciones sexuales ilegitimas, pero consentidas mutuamente.

La paradoja es que estas prácticas en la mayoría de los casos, salvo los momentos puntuales donde aparecen denunciados, refuerzan su poder e incluso incrementan el apoyo de los ciudadanos. Muchos de ellos son conscientes de este hecho y se envalentonan y desafían a aquellos que les reprochan su actuación, a sabiendas que la publicidad de su abuso los hace más queridos por los suyos.

¿De qué pasta están hechos esos líderes que amamos? El escritor francés Étienne de La Boétie se refería en 1553 a las servidumbres voluntarias para describir el hecho de que “los tiranos cuanto más roban, más exigen, y cuanto más se arruinan y destruyen, más obtienen y más servidumbre obtienen”. Pero fue Freud en su “Psicología de las masas y análisis del yo” quien nos ofreció un análisis preciso de la función del amor al líder y la sumisión que comporta. Freud, al que no le faltaron ejemplos de dirigentes de su época, plantea dos características del líder: que dé la impresión de una fuerza considerable y que disponga de una gran libertad libidinosa. Un líder con esos atributos es amado por el pueblo porque permite a cada uno revestirse, en su servidumbre, de la fantasía de una omnipotencia “a la que no hubiese aspirado jamás”. Aquello que uno no puede conseguir –o que no sería capaz de realizar, aunque lo pensase- el líder lo efectúa por él.

Hoy vemos como algunos líderes actuales hacen de esa “libertad libidinosa” un rasgo personal destacado, sin pudor alguno. Su modo de satisfacción parece no regirse por los límites del humilde mortal y la exhibición de la opulencia y de cierta obscenidad es un dato básico de su estar en el mundo. Mostrar el lujo con el que viven los fortalece, a pesar de los “escándalos mediáticos”.

Freud percibió y adelanto algo que hoy es más verdad que nunca. Un líder capaz de hacer de la mediocridad, la vulgaridad e incluso el abuso, un estilo de mando, tiene asegurada la servidumbre de muchos ya que consigue que la realidad vital de esos sujetos, cercana a esa mediocridad, se eleve a un estatus de ideal de vida. Cuando el robo, la violencia, el desprecio por el otro, el abuso sexual, pasiones no ajenas a lo humano, devienen atributos de un líder, adquieren por ello una legitimación popular y aumentan considerablemente el carisma del jefe. Su estilo legitima las pasiones de sus seguidores aunque éstos no se atrevan a llevarlas a cabo.

De allí que la pasta de estos lideres no sea nada especial ni de un valor extraordinario. Basta que se trate de un personaje con una elevada sobreestimación de sí mismo, dispuesto a mostrar sus excesos, su consumo ilimitado, el impudor de su satisfacción. De esta manera obtienen la estima de aquellos que querrían parecérsele, salir de su miseria neurótica y gozar como él, sin culpa ni obstáculo alguno.

jueves, 5 de mayo de 2011

¿Desde cuándo sólo vale ganar?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 1 de mayo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

La época actual hace ya tiempo que ha impuesto un nuevo lenguaje donde los términos ganar y perder aparecen en primer lugar como palabras clave para definir los objetivos y “valores” de los sujetos.

Obtener resultados por encima de cualquier otro valor, ético o estético, es una exigencia, un imperativo que nos indica cómo la satisfacción está estrechamente ligada al consumo de bienes y objetos. El dinero es el patrón, por supuesto, pero no es lo único a ganar, aunque sea su referencia principal.

Ese afán de consumo y acceso a la propiedad se interioriza desde la infancia y contamina la realidad que nos circunda: el ocio, el deporte, el rendimiento académico, la sexualidad y las relaciones sociales. El deporte, y sobre todo el fútbol como “deporte rey”, es el escenario privilegiado donde el espíritu resultadista brilla más. No sólo por la cantidad de focos que lo iluminan sino porque las grandes celebraciones deportivas son hoy algo más que un deporte, son sobre todo un espectáculo con todos los ingredientes de la vida humana: desafío, pasión colectiva, erótica de los cuerpos musculados, violencia ritualizada e idolatría del triunfo y del héroe.

Nada queda libre ya de esa contabilidad del goce al que aspiramos y que siempre nos parece menos del que podríamos “ganar” si fuésemos algo más eficaces. Nuestra productividad nos devuelve una imagen poco eficiente de nosotros mismos, una imagen que siempre deberíamos mejorar gracias, sobre todo, a la tecnología, empezando por la que se ocupa de la imagen corporal.

¿Qué hay de malo o patológico en este afán de ganar? ¿No es acaso el estímulo de la competición lo que permite dar lo mejor de nosotros mismos, sin menoscabo del rival ni de las reglas de juego? El problema es cuando aislamos el término ganar del resto de palabras y queda como una justificación en sí misma, sin otra referencia: ganar, ganar, ganar. Ese término funciona entonces como un imperativo ante el cual toda acción queda justificada porque es un mandato sin piedad: ¡ganad, malditos!

¿Qué otra cosa podemos contar, entonces, sino los indicadores de esa ganancia? Ganar o perder –parece que no hay otras variables- en una secuencia ininterrumpida, son acciones cada vez más silenciosas, aunque paradójicamente resulten ruidosas en algunos casos por las celebraciones colectivas. Apenas hay épica de los héroes porque la prisa anula cualquier significado y deja sólo el resultado.

Ganar es el paradigma de nuestra época y por ellos sus adalides son admirados y vitoreados, con la misma pasión que vilipendiados cuando pierden. El héroe actual, objeto de admiración por unos y otros, parece ser aquel que muestra sin tapujos, sin vergüenza alguna, la voluntad de ganar.

Ese impudor, que algunos maquillan como si se tratase de un cálculo estratégico, ocupa ya un lugar central en nuestra civilización. Pero lo cierto es que de esas “hazañas” y de sus protagonistas sólo queda el resultado, una cifra muda sin significación alguna a transmitir.

miércoles, 23 de marzo de 2011

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

sábado, 22 de enero de 2011

¿Qué empuja a un sujeto a inmolarse?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Sábado, 22 de enero de 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

En las últimas semanas estamos asistiendo a una serie de hechos dramáticos, vinculados a jóvenes que se queman a lo bonzo en lugares públicos. Uno de los primeros casos fue el del joven tunecino que desató la ira de la población y contribuyó a la revuelta actual en el país árabe.

Son respuestas del sujeto extremas, la mayoría terminan con su vida o con secuelas graves. ¿Cómo entenderlas? La primera prevención es percatarse que si bien el fenómeno es el mismo en todos los casos, no así las causas que siempre son particulares.

Freud nos dio una pista muy útil para leer estas conductas al distinguir entre condiciones y causa. Las primeras son comunes a todos los que comparten una comunidad (familia, país, civilización) puesto que todos están condicionados por ellas, sean razones económicas, sociales, culturales o familiares. Por supuesto cada uno las subjetivara de manera diferente y les dará su propia interpretación: unos las tomaran como motivos para resignarse, para obedecer o bien para rebelarse o superarlas. Esas condiciones no nos resultan, pues, indiferentes ya que son las cartas con las que jugamos la partida de nuestra vida.

Son condiciones necesarias pero insuficientes para explicar la respuesta individual. Hay que añadir la causa, que es siempre particular y específica para cada uno. Lo que nos causa, nuestras razones singulares, nos diferencian al contrario que las condiciones que nos colectivizan. El malestar que empuja a alguien a dar ese paso final queda completamente velado tras el acto, a veces imitativo y puesto en serie con los anteriores.

¿Qué mensaje envía cada joven inmolado y a qué Otro se lo envía? Eso tiene siempre algo de enigmático e incluso no podemos estar seguros que sea siempre un mensaje para el otro, muchas veces puede ser un quitarse de en medio, aunque sea en una escena pública y de manera espectacular. De hecho somos nosotros los que damos el sentido a esa acción y le otorgamos una significación precisa (denuncia política) que no siempre es tan clara en su origen.

Ejecutivos desechados por sustituibles, parados que pierden su vivienda, sujetos que se sienten burlados por su banco o dejados de lado por sus conciudadanos. Todos comparten un sentimiento de excluidos y su causa puede avivarse por el empuje de la precariedad o el adoctrinamiento. Los que eligen la inmolación añaden un matiz específico a su respuesta: su componente religioso, ya que la fe y la creencia están en juego en ese reducirse al polvo de las cenizas.

Un verdadero acto es siempre una precipitación, el franqueamiento de un límite sin que tengamos sus claves ni podamos anticipar sus consecuencias. Cuando ese acto alcanza su fin, como es el ejemplo de estos sacrificios vitales, nos muestra que el sujeto desaparece o bien porque ya no encuentra otra salida a su impasse o bien porque elige dar un sentido ejemplar a su vida.

Por eso si bien las causas no son prevenibles, ya que siempre nos remiten a la elección y libertad de cada uno, las condiciones de vida pueden modificarse en el sentido de resultar más acogedoras y menos segregadoras. Las conductas extremas, sean heteroagresivas o autoagresivas, siempre testimonian de la fragilidad del lazo con el otro y evocan que cuando el sujeto se siente abandonado, engañado o huérfano de sentido, el pasaje al acto, incluso a costa de su vida, deviene su protesta final.