José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista
Para todo adolescente la separación de lo infantil, y por tanto de la escena familiar, deviene requisito imprescindible para hacerse adulto. Ese proceso encuentra un espacio transicional en la escuela y su entorno (amigos, calle). La escuela sirve de puente entre ese mundo infantil y familiar del que proviene y ese horizonte adulto y social para el que le prepara.
Es un clásico escuchar a muchos adolescentes que reniegan de los profesores pero no pierden ocasión de asistir a la escuela aunque sea para deambular por el patio o por la entrada y ver así a los “colegas”. La instrucción puede no ser atractiva pero la institución escolar, como lugar de socialización y sociabilidad, sigue teniendo un peso fundamental en nuestra sociedad.
Esa función de conexión y de inscripción de la escuela, que ofrece así un lugar al joven, supone el previo de la inscripción familiar, del lugar atribuido a cada uno en una generación. A veces esa continuidad entre las generaciones y la escuela es tan importante que muchos padres eligen, para sus hijos, la misma escuela a la que ellos fueron.
En ocasiones ese lugar en la generación falla porque su inscripción es precaria, como es el caso de algunas familias inmigrantes obligadas a dejar a sus hijos en los países de origen y reagruparlos posteriormente en condiciones no siempre optimas: precariedad económica, de vivienda, aislamiento social, Otras veces el proceso de acogida se complica por dificultades de conciliación de lo familiar y lo laboral: largas jornadas, escaso control parental, ausencia de uno de los progenitores.
Cuando la escuela fracasa también en su función de acoger las inquietudes de estos jóvenes, “queda –decía Freud- muy a la zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo”.
En esos casos el grupo de pertenencia, banda organizada o grupo de calle más informal, funciona como “institución de acogida” y lugar de socialización. El grupo pone deberes: académicos y de cohesión (golpes, agresiones), impone ritos de iniciación sexual y formulas de satisfacción, ligadas a los consumos, el vestir, las marcas corporales. Todo ello bajo el sometimiento a un líder que se presenta con cierto carisma y asegura la función protectora de la familia ausente.
Ese nudo vital encuentra su desenlace lógico con la entrada al mercado laboral, por lo que el trabajo supone de función reguladora en todos los ámbitos (social, familiar y pulsional) y posteriormente en la formación de la propia familia. Allí el joven encuentra una nueva oportunidad para una inscripción social con efectos subjetivos muy importantes.
El drama actual, para muchos de estos jóvenes inmigrantes (también para los autóctonos por supuesto) es que la precariedad de las condiciones de vida a causa de la crisis económica y las dificultades en su inserción formativa y laboral -institutos con ratios excesivas de alumnos extranjeros y alternativas a la escolarización obligatorias y ofertas laborales escasas - congelen ese momento vital manteniendo la función “acogedora” y de sumisión al grupo más tiempo del deseable.
Esa imposibilidad de desprenderse del grupo es lo que puede hacer que un conflicto, propio de la adolescencia, devenga en un problema de amplias consecuencias sociales, personales y familiares. De todos depende que esto no sea así.