La Vanguardia, jueves 5 de mayo de 2016
Es
muy común hoy que madres y padres jóvenes, incluso algunos rozando la madurez,
se pregunten, no sin cierta angustia, sobre su paternidad: ¿lo estaremos
haciendo bien? ¿La permisividad no los volverá caprichosos y poco dados al
esfuerzo? ¿Y si nos pasamos de duros y coartamos así su autonomía y su
creatividad? ¿Cómo encontrar la justa medida, ese equilibrio entre la exigencia
y el dejar hacer? ¿Habría un manual o una prueba que nos evalúe y nos dé una
evidencia científica de nuestra capacidad como madres y padres?
Lamento
decirles que ese test mágico no existe pero les daré una pista: ¿conocen a
Homer Simpson? Seguro que a la mayoría les suena porque han visto la serie o al
menos han oído a sus hijos hablar de ella. Les propongo que evalúen al bueno de
Homer, entre 0-10, y luego se autoevalúen ustedes. Si igualan o superan en nota
a Homer pueden estar tranquilos, no lo están haciendo tan mal.
¿Se
trata de una broma? Sí y no. Este ejercicio vengo realizándolo hace tiempo con
muchos grupos de padres y profesionales de la educación o la salud. Sirve para
romper el hielo y para constatar un hecho fundamental: no hay que perseguir al
padre/madre perfecto. No existe y cuando encontramos a alguien parecido es una
catástrofe. La clínica nos ofrece abundantes ejemplos, así como el arte. Lean
la novela de Patricia Highsmith “Gente que llama a la puerta” o vean la película de Peter Weir “El club
de los poetas muertos”.
Entenderán porque decimos que cuando un padre quiere colocarse en el
lugar del padre perfecto, sin fallas ni debilidades, produce una asfixia en los
hijos que suele acabar de la peor manera. No les deja ningún lugar para que
ellos encuentren su propio camino. Es el drama de muchas celebridades que ven
como sus hijos quedan anulados ante ese ideal paterno inalcanzable.
Un
padre o una madre imperfecta –es el caso de Homer Simpson- ofrecen, en cambio,
muchas virtudes a los hijos al permitirles mejorar algo de esas fallas y
encontrar así una causa para superarse en la vida. Les advierte además, al
elegir pareja o profesión, de los límites reales que existen, constatados ya en
su propia familia.
Les
propongo, pues, otro ejercicio: deletrear en la palabra PADRE algunas funciones
básicas de lo que podría ser hacer de padre hoy:
Prohibir cuando es necesario
decir NO para proteger a los hijos de un exceso (abuso de drogas, malas
compañías, uso escesico de las pantallas: consolas, móviles, tablets,..).
Acompañar las vidas y
preocupaciones de los hijos, estar a su lado en las dificultades, saber qué les
pasa y no sólo esperar que hagan lo que les pedimos. Decirles lo que pensamos
aunque nos respondan “no me rayes”. Lo que digamos quedará guardado para ser
usado cuando convenga.
Disimular cuando hay que
dejarles tiempo y lugar para explorar y equivocarse, como nosotros mismos
hicimos
Renunciar a saberlo todo, a
controlarlo todo, a dárselo todo, a ser los únicos responsables de su vida y de
sus decisiones...Ellos también eligen y deben hacerse cargo de las
consecuencias de esas elecciones.
Estimular en ellos el gusto
por vivir, la alegría de disfrutar, darles un SI a sus invenciones y a sus
propuestas (de pareja, profesionales,..).