La Vanguardia. Jueves, 7 de julio de 2016
La
primera tarea de todo adolescente es separase del mundo infantil del que
procede. Dejar sus juguetes, sus hábitos y también “abandonar” parcialmente a
sus padres, perderlos un poco de vista. Por eso cierran la puerta de su
habitación –primer signo inequívoco del cambio- y se niegan a salir de paseo
con los padres.
Ese
distanciamiento, necesario para llegar a ser adultos, se nota también en su
lenguaje. El nuestro se les vuelve antiguo, propio de “puretas”. Ahora toca
inventar otro o copiarlo de los amigos, la pandilla o los artistas admirados.
Un lenguaje provocativo, a ratos obsceno y desafiante. Un lenguaje que les
suene a auténtico, que diga de verdad lo que les pasa, sobre todo las nuevas
sensaciones que el cuerpo no cesa de transmitirles.
Los
adultos imaginamos que su única tarea es hacerse responsables, seguir sus
estudios y ocuparse de sus cosas, incluidas algunas tareas domesticas. Y esa es
una tarea que les corresponde, sin duda, pero no la única ni siquiera, para
ellos, la más importante. Tienen otra urgencia, otro amo que les exige más y
mejor que los padres y los profesores: su cuerpo sexuado.
Como
decía Freud, tienen que cavar una doble salida del túnel en el que se
encuentran. La que les pedimos para tener un lugar en la sociedad como adultos,
autónomos y responsables y la que el cuerpo no cesa de exigirles para estar a
la altura de esas nuevas sensaciones. Alcanzar, además de la identidad social,
una “identidad” sexual, un saber hacer con ese cuerpo que, por resultarles
extraño, les inquieta y les perturba.
Extraño
porque no reconocen lo que sienten y tienen que manipularlo para hacerlo suyo.
Para ello deben explorar territorios hasta entonces inéditos: la sexualidad,
los consumos, los deportes de riesgo, la violencia entre iguales, las marcas
corporales. De esta manera manipulan su cuerpo para domesticar esa especie de
fiera interior que no los deja tranquilos.
Ellos
van a lo suyo y parece que pueden prescindir de nosotros, no quieren que les
rallemos (o rayemos) con nuestros consejos y nuestras historias pasadas.
Conversar con ellos deviene una tarea titánica para no convertirla en un
monólogo.
La
clave está en