martes, 22 de mayo de 2012
Cómo ha cambiado nuestra mirada sobre las enfermedades
El modelo tradicional, en el campo de la salud, pasaba por la relación privilegiada entre el paciente y el clínico definido como especialista de la salud. Era un encuentro fundado en una autoridad absoluta del profesional que decidía, sólo y en calidad de experto, el diagnostico y establecía el tratamiento. El paciente consentía porque le suponía un saber sobre su sufrimiento.
La hipermodernidad exacerba algo que estaba latente: la consideración de los derechos del individuo como valor princeps. Eso mina esa autoridad del profesional, que además no alcanza ya para hacerse cargo en exclusiva del tratamiento del malestar. Su saber se relativiza y se pone en tensión con otras disciplinas: psicología, educación y ciencias sociales. La OMS nombra esta novedad como un nuevo ideal de salud: biopsicosocial.
La segunda opinión y la interconsulta devienen entonces procesos habituales en la atención clínica. A ello se añade la opinión, cada vez más informada, del propio paciente quien también aporta su “diagnóstico”, ahora apoyado en la divulgación online (foros, webs especializadas). Esos pacientes a veces se agrupan en asociaciones de afectados y/o familiares para hacer oír sus reivindicaciones, ayudarse mutuamente e incidir en las decisiones de la administración. También ellos aportan su mirada sobre la enfermedad.
La industria farmacéutica y las aseguradoras participan en esta construcción social de la enfermedad puesto que sus intereses, a veces de dimensiones formidables, están en juego. Intereses nada ajenos al fenómeno del Disease mongering, término con el que se define el esfuerzo que realizan las compañías farmacéuticas para medicalizar situaciones de la vida cotidiana (dolencias no patológicas) con el objeto de incrementar la venta de medicamentos a través de costosas operaciones de marketing (publicidad, visitadores, estudios inducidos, divulgadores carismáticos).
Todo ello hace que la propia administración tome cartas en el asunto y genere sus mecanismos institucionales (agencias de salud pública) al considerar la salud como un factor de la (bio) política.
Esta nueva mirada sobre la enfermedad, más poliédrica y compleja, comporta la confrontación de intereses y tesis divergentes. La polémica surge así como un efecto lógico de esta diversidad y no debiéramos rehuirla ni considerarla como un obstáculo. Más bien la cuestión es cómo tratar esa diferencia de una manera productiva y no estéril.
Una primera propuesta es que ante una situación en la que no existe La buena y única manera, ese one best way simplificado que algunos sueñan, nos queda el recurso a la conversación. Tejer una red entre todos esos actores, que tenga como objetivo establecer una pragmática de la acción, una pauta de actuación que tome en cuenta la articulación de los diferentes elementos: avances científicos, intereses legítimos de los sujetos afectados y los valores democráticos de un estado de derecho, como inspiradores de cualquier política pública.
En ese sentido principios como la pluralidad y el derecho de elección del clínico y/o tratamiento por parte del paciente, deben ser asumidos como garantía de un funcionamiento democrático. No parecería muy lógico y razonable que un gobierno estableciera restricciones a unas prácticas, aceptadas por la comunidad profesional y científica, en aras de los intereses particulares de unos grupos, por poderosos que sean.