lunes, 8 de octubre de 2012
Asesinos solitarios, matanzas colectivas
La Vanguardia, Tendencias pg. 35. Viernes 5 de octubre de 2012
La tentativa de un joven que preparaba una matanza en la Universidad de Illes Balears, imitando los sucesos de Columbine, hay que ponerla en serie con otras anteriores consumadas. Todas ellas ofrecen diversas claves de lectura: la patología mental del agresor, la tenencia de armas por parte de la población, las motivaciones racistas o la influencia de las ficciones (series y películas) con fuerte contenido violento. Hay un detalle en el que vale la pena detenerse, presente en estos episodios: el mensaje que el propio agresor envía y que termina por llegar al destinatario.
Puede tratarse de un blog/diario, como en este caso, de letras de canciones (Wisconsin), una carta-paquete dirigida al psiquiatra (Aurora), un vídeo casero alojado en alguna web (Toulouse) o un libro con sus reflexiones personales (Utoya). Este hecho pone de manifiesto que no se trata de un acto impulsivo, un pronto irracional, desconectado del Otro. Más bien parece que siempre hay algo que decir o que mostrar y no quieren que su acto y su nombre queden en el olvido.
Es así porque en el origen hay una tesis paranoica radical, fundada en un sentimiento de exclusión, un rechazo que imputan a un otro colectivo (familia, clase, comunidad religiosa, estado). En muchos casos ese rechazo se corresponde a episodios de acoso escolar, abandono familiar, maltratos o abusos. Aquí no es el hecho en sí lo que cuenta, sino la interpretación que ese sujeto le ha dado en términos de segregación y perjuicio.
Limpiar esa “mancha”, borrar esa impureza del otro deviene entonces, para estas personas, una misión a planificar cuidadosamente. Wade M. Page, sospechoso del asesinato de Wisconsin, dijo haber creado su banda musical “End Apathy” para combatir la “degradación del valor de la vida humana” producida por “la sumisión a la tiranía y la hipocresía”.
La certeza de su tarea se impone como una idea fija y solitaria, salvo en casos excepcionales cuando encuentran un partenaire con planteamientos similares. La participación de algunos de ellos en unidades militares, como el caso de Page, proporciona una “salida” fallida a ese odio acumulado.
Predecir estos actos, como cualquier otra conducta, resulta iluso ya que el comportamiento humano no responde a patrones exactos como los objetos simples que estudia la física y que describen trayectorias predecibles de acuerdo a leyes fijas. Los sujetos somos más imprevisibles y nos orientamos por esa “decisión insondable del ser” (Lacan), de acuerdo a esquemas complejos, no lineales.
Un dato no menor, presente en muchos casos y detectado por los propios servicios secretos de los EEUU, a raíz de la matanza de Columbine, es la ingesta desde la infancia, y por largos periodos, de psicoestimulantes prescritos por un supuesto trastorno de hiperactividad.
La combinación de anonimato y difusión global que ofrece la red resulta un estímulo muy apreciado para su objetivo de gritar el odio y mostrar la realización de su misión. A veces ese “ruido” virtual es compatible con cierta “normalidad” social y su silencio suele ser más expresivo que la verborrea bravucona de otros violentos.
Quizás la constante más notable sea el aislamiento personal y la desconexión social de estos sujetos, salvo cuando encuentran el asidero de una “ideología “ racista que parece funcionar como rasgo colectivo y lo disimula. Aquí funciona la polaridad ellos-nosotros, más que la convicción intelectual.