lunes, 21 de enero de 2013
Sin límites. Acerca de la corrupción
José Ramón Ubieto. Psicoanalista
La corrupción tiene una doble significación: abuso de poder para beneficio personal y degradación del cuerpo social y de los lazos comunitarios. No es un invento moderno ya que ha estado presente en cada época y en cada régimen con sus particularidades. Una diferencia es que las formas del poder autocráticas concentran poder y corrupción en unos pocos (inmunes) mientras que las democráticas la diseminan más. Tampoco hay que desdeñar el hecho de que sectores amplios de la población participan en ella si bien en mucha menor intensidad (dinero negro, pagos sin factura) que las elites políticas y financieras.
Quizás por ello conviene preguntarnos qué tenemos que ver los sujetos con ese fenómeno, en qué medida la corrupción forma parte de nuestra realidad psíquica. Toda persona para devenir un ser social debe pasar por el lenguaje. Fuera de él queda el niño-lobo reducido a su animalidad. En ese paso, señala Freud, perdemos algo de la satisfacción original inmediata. Hegel lo decía con otras palabras: el lenguaje es el asesinato de la cosa. Nuestra tarea vital será recuperar ese objeto perdido y mítico, colmar esa falta que nos constituye como seres hablantes. Para ello no nos faltan objetos para comer, tragar, expulsar, mirar, oír, tocar, acumular.
Nuestra época además exacerba esa búsqueda al hacer del gozar al máximo un imperativo que nos hiperactiva cada día más (Enjoy!). Ese empuje a la satisfacción, intensa e inmediata, encuentra en la acumulación de objetos (dinero, propiedades) un destino codiciado. Si además podemos hacerlo sin pagar peaje, clandestinamente, el goce es mayor.
Sólo las normas familiares y educativas primero, y las sociales después, regulan ese empuje y hacen que cada uno deba ceder algo de esa satisfacción para así lograr su inserción social en la escuela, la familia o la comunidad. El ejemplo princeps es el control de esfínteres por ser la primera coacción educativa: les pedimos a los niños que renuncien al placer de hacérselo encima para regularlo y depositarlo en el tiempo y en el lugar adecuado. Es evidente que algunos se resisten a ceder esa satisfacción y buscan siempre las vías para ahorrársela y acumular los beneficios.
La corrupción supone elidir esa regulación, obtener la satisfacción clandestinamente y sin el tributo que implica la convivencia y las normas que la rigen. En ese viaje siempre hay cómplices, que a veces se sienten menos beneficiados, sin una parte del goce que “les corresponde” y por ello denuncian el hecho.
Cierta cuota de corrupción es inherente, pues, al lazo social por formar parte de lo más íntimo del sujeto. Confiar en la ética personal de cada dirigente es necesario pero claramente insuficiente. Hace falta que los instrumentos de regulación y control del ejercicio del poder (fiscalización, sanciones) sean suficientes para acotarla y reducir sus daños.
No es casualidad que nuestra época esté tan marcada por decisiones cruciales que se tomaron en los años 80 a propósito de la desregulación del sistema financiero y sus consecuencias posteriores como la derogatoria de la Ley Glass-Steagall en 1999. La corrupción actual, política y financiera, es sin duda una de las herencias, junto al aumento de la pobreza y la desigualdad.