Una figura
contemporánea de la víctima es aquella que, sorprendida en el espacio público,
se ve afectada de manera imprevista por un acontecimiento traumático. Sea una
catástrofe natural, un atentado terrorista, una carga policial o una agresión
brutal. En algunos casos, además, este trauma se acompaña de secuelas físicas
graves como puede ser la mutilación de un órgano. Ese fue el caso de Eduardo
Madina, Irene Villa o Esther Quintana a los que se añaden otro más recientes
como los jóvenes barceloneses víctimas de agresiones brutales en Gracia y en el
Raval.
Después del trauma
ya nada es igual para el sujeto que lo ha vivido. Como declaró, en el juicio, el propio Madina: "En mi casa
se hizo de noche. Una sombra de pena y de tristeza envolvió a mi familia". La capacidad del sujeto para afrontar esa pérdida se convierte en clave
para el pronóstico. Algunos no pueden responder más que aferrándose a esa nueva
identidad que les proporciona su condición de víctima. Otros hacen el duelo y
reorganizan su vida y sus prioridades. Para ello, además de la respuesta
individual, cuentan también otros factores. Uno decisivo es el soporte familiar
y la red social de proximidad. Su apoyo es un buen índice de los lazos que uno
ha sabido establecer previamente y que ahora se ponen a prueba.
El otro factor
clave es la reacción social, tanto en lo que respecta al reconocimiento del
estatuto de víctima, y los beneficios que comporta (prestaciones, reparación),
como en la exigencia de responsabilidad al causante o responsables cuando los
hubiera (por agresión o negligencia).
La impunidad de
estos hechos no hace sino agravar la victimización del sujeto ya que al
sinsentido mismo del acontecimiento traumático le añade la ausencia de una
sanción social. No se trata de satisfacer el deseo, comprensible por otra parte,
de venganza ni tampoco únicamente de producir un efecto de ejemplificar,
necesario por otra parte. Se trata de restablecer una significación y un sentimiento
de justicia allí donde sólo hubo crueldad y sinsentido.
Exigir a la
administración que investigue y aclare las causas, para después sancionar a los
infractores, combate la impunidad, esa circunstancia tan común en países que
carecen de una tradición de respeto a la ley, sufren corrupción política o
donde el poder judicial se muestra impotente ante las fuerzas de seguridad ,
protegidas por jurisdicciones especiales o inmunidades.
Evitar la impunidad
desvela algo de la verdad sucedida y de la opacidad del goce puesto en juego
por los agresores y/o responsables. Es un no claro a esa crueldad que a veces
no conoce límites. Y devuelve además al sujeto parte de la dignidad pérdida en
esa fractura de su imagen. Es por tanto una obligación ética, y como tal irrenunciable, de un estado de derecho.