José Ramón Ubieto.
Psicoanalista
Las muertes recientes de niños estadounidenses por arma
de fuego a manos de otros niños nos interrogan sobre sus causas. Sobre todo si
tenemos en cuenta que no se trata de casos aislados. Casi 30.000 norteamericanos mueren al año por el uso de armas de fuego y 559
de once años o menos han resultado muertos o heridos en este 2015.
La mayoría de estas muertes no son accidentes –hay una intencionalidad
clara del agresor- y ocurren en recintos escolares. Otra característica común
es que los progenitores de estos menores son los que les han facilitado las
armas y en muchas ocasiones los han entrenado y aleccionado para usarlas. Las
prácticas de tiro los fines de semana son un rito en muchas de estas familias.
La épica de la conquista americana hizo de lo militar
virtud cívica. Cada uno debe responder de él mismo y de los suyos frente a la
siempre permanente amenaza externa. La posesión de armas está pues en la raíz
misma de la creación y sostenimiento de esa sociedad.
La
paranoia se constituye así como fundamento del lazo social. La madre de Chris
Harper-Mercer, el joven que dejó nueve muertos en el campus de Roseburg
(Oregón) antes de quitarse la vida, no dudo en amenazar por las redes en estos
términos: “Mantengo la pistola y los rifles cargados. Nadie vendrá a mi casa
sin invitación si tiene esta información”. Enfermera de profesión disponía de
un arsenal en casa con el que su hijo perpetró la masacre.
Esta
apelación a la autodefensa es correlativa de una transformación social profunda
en la que las figuras clásicas de la autoridad (padre, maestro, cura,
gobernante) se van eclipsando en favor de una horizontalidad. Ahora, que ya
nadie tiene el monopolio de la violencia (ese Estado que los neocones rechazan como opresor), todos
pueden ser víctimas del otro, incluso del vecino. Eso les obliga a permanecer
alerta, vigilar y defenderse con todos los medios disponibles.
El
psicoanalista Jacques Lacan, en su conocida teoría del estadio del espejo,
mostró como la primera imagen que nos hacemos de nosotros mismos es a costa de
arrebatársela al otro, sea nuestro reflejo en el espejo (identificado como
otro) o el compañero de juegos infantiles. Ese hecho configura ya ese lazo
social, en la primera etapa de la escolarización, en base al temor y la
hostilidad de ese rival original. Hoy tenemos datos suficientes para entender
como esa paranoia puede alcanzar socialmente formas de racismo y xenofobia
extremas. El otro extranjero es percibido como el personaje hostil que nos
quiere robar o perjudicar.
Desde
hace un tiempo constatamos el interés creciente de los adolescentes de nuestro
país por todo tipo de artes marciales y boxeo. Lo explican como una manera de practicar
un deporte y procurarse esa autodefensa
frente a situaciones de violencia que pueden darse en el ámbito educativo o en
la calle. La orfandad en la que muchos se sienten cuando inician la secundaria
les anima para ello. Aquí el temor se focaliza en los iguales, los compañeros
que pueden acosarles en la escuela o en la discoteca, golpearles o robarles el
móvil o la ropa.
Más que
criminalizar estas prácticas hay que confiar en que, formalizadas en base a
reglas de juego, permitirán dar un destino menos individualista y más
cooperativo a una agresividad ineliminable, ya que es constitutiva del sujeto
humano. En cualquier caso, una salida menos dramática que el recurso a las
armas.