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lunes, 13 de julio de 2015

BULLYING: El acoso a la subjetividad






La Vanguardia. Tendencias, sábado 11 de julio de 2015

El reciente suicidio de una niña discapacitada, víctima de acoso escolar, nos recuerda las dramáticas consecuencias del bullying. No es un caso único, si bien es difícil cuantificar los casos de suicidio relacionados con el acoso. Son situaciones extremas que se suman a otras más frecuentes y que comportan un gran sufrimiento psíquico para los chicos y chicas objeto de esa violencia entre iguales.

Siempre hubo actos de matonismo en la escuela como nos recuerdan personajes literarios como el estudiante Törless de Robert Musil o la reciente obra teatral de S. Vila-Sanjuán “El club de la escalera” (Teatro contra el bullying). Pero entender la actualidad del bullying implica situarlo en nuestro contexto y localizar sus novedades. Una investigación en curso, y en la que hemos recogido testimonios diversos de alumnos, padres y docentes, nos aporta tres claves.
Por un lado el declive de la autoridad, encarnada tradicionalmente por el padre y sus derivados (maestro, cura, gobernante). No se trata tanto de ausencia de normas - haberlas haylas- sino de juzgar la autoridad paterna por su capacidad para inventar soluciones, para transmitir un testimonio vital a los hijos, a esos que como Telémaco, hijo de Ulises, miran el horizonte escrutando la llegada de un padre que no acaba de estar donde se le espera, para acompañar al hijo en su recorrido y en sus impasses.
Muchos de los chicos y chicas entrevistados nos confiesan que los adultos, profesores especialmente, nunca se enteran de lo que pasa y ellos mismos no confían en que puedan ayudarles a frenar ese acoso. Más allá de la exactitud de estos reproches hay una verdad latente en ellos: los alumnos/hijos esperan algo que no llega, una invención que les ayude a tratar el real que esa violencia implica y de la que ellos mismos, víctimas, acosadores o testigos, son participes sufrientes. En la espera, cualquiera puede ser víctima.

La segunda clave es la importancia creciente de la mirada como un nuevo objeto de goce privilegiado en la cultura digital, donde se trata de hacerse visible y asegurarse estar incluido en la comunidad. No quedar al margen como un friki o un pringao. Junto a la satisfacción de mirar y gozar viendo al otro víctima hay también el pánico a ocupar ese lugar de segregado, de allí que los testigos sean muchas veces mudos y cómplices. Mario lo tiene claro: “Es difícil tío salirte del grupo porque entonces te ven débil y van a por ti. A veces le insultaba para disimular pero no me gustaba. Lo hacía porque yo no quiero ser un pringao”.
La tercera es la desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales. En un momento en que cada uno debe dar la talla surge el miedo y la tentación de golpear a aquel que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada uno en la construcción de su identidad sexual. Laura lo explica muy bien: “Hay una chica que es superpopu, cuelga fotos suyas provocativas y se gana muchos ‘me gustan’. Algunos envían cartas y la tratan de puta por internet porque ellas también quieren ser popus.”

Estos tres elementos convergen en un objetivo básico del acoso que no es otro que atentar contra la singularidad de la víctima. Elegir en el otro sus signos supuestamente “extraños” (gordo, autista, desinhibida,..) y rechazar esa diferencia por lo que supone de intolerable para cada uno. Es una violencia contra lo más íntimo del sujeto que resuena en cada uno y cuestiona nuestra propia manera de hacer.

lunes, 10 de marzo de 2014

¿Por qué se inhiben los testigos de la violencia?






La Vanguardia. Tendencias, viernes 7 de marzo de 2014



La filmación de la paliza en la escuela de Sabadell nos conmociona por la brutalidad misma de la violencia ejercida, pero también por la difusión en las redes sociales y por la inhibición de los testigos, compañeros y adultos. Varios estudios recientes confirman el aumento de las conductas agresivas por parte de las chicas que se suman a las ya clásicas de la difamación o rechazo de otras compañeras.

Dejando de lado -la desconocemos- la motivación particular de la agresora, ¿cómo entender la inhibición de los testigos? ¿Se trata de una aprobación de la agresión, de un miedo insuperable, de un goce del espectáculo o de una mera indiferencia ante el dolor de la agredida? Es posible que varias de estas razones cuenten para algunos de los presentes.

En cualquier caso lo que comprobamos en estos hechos es que la figura del testigo mudo y cómplice es clave por dos razones. Por una parte su mirada –muchas veces retransmitida por las pantallas (móviles, redes sociales) – añade un plus de goce al recrearse en la violencia y el dolor del otro sin por ello implicarse en el cuerpo a cuerpo. Al tiempo concede cierto protagonismo al agresor por la viralidad de las imágenes.

Por otro lado inhibirse y, por tanto hacerse cómplice del fuerte, asegura a cada uno –imaginariamente- su inclusión en el grupo dominante y evitar ser así excluido de él por friki o pringao. Los adolescentes dudan de su condición de “normales” , temen “no dar la talla” y ser apartados quedando como los raros, aquellos que encarnan, más que otros, la diferencia extraña y provocan por ello el odio, la burla y el acoso.

El pánico de verse segregado de ese espacio compartido (pandilla, círculo del patio, facebook,..) y de los beneficios identitarios que conlleva, hace que el sujeto se anticipe en su inclusión cómplice por temor a ser rechazado.

Por ello, el bullying plantea siempre un ternario formado por el/ los agresor/ es, la víctima y el grupo de espectadores, muchas veces mudos y expectantes. Sus testimonios resaltan su deseo: callar y aplaudir para no convertirse en víctimas, ellos también.



miércoles, 18 de marzo de 2009

¿Por qué no se suicidan ellos primero?

Diario La Vanguardia
AGRESOR HALLA EN LA VIOLENCIA UNA SALIDA QUE LE PROTEGE DE SU DIFICULTAD SUBJETIVA

¿Por qué no se suicidan ellos primero?
José R. Ubieto

Cada vez que conocemos un nuevo caso de violencia, doméstica, escolar o social, en que el agresor se ha suicidado (o lo ha intentado) tras matar a su pareja y/o a otros familiares o ciudadanos, nos preguntamos por la aparente inutilidad de su gesto posterior. ¿Por qué no se suicidó primero, si estaba tan desesperado, y hubiera evitado así la muerte de otras personas?

Tratar de responder usando los parámetros del sentido común ayuda poco, ya que si algo enseña la clínica es que lo más íntimo de cada uno, nuestro goce más particular, es todo menos útil, en el sentido pragmático habitual. ¿Qué tiene de útil fumar, comer o beber en demasía, conducir a velocidad excesiva o escuchar música a tope y en un ambiente cargado de humo y cerrado? Sin embargo, son actividades cotidianas de las que gozamos y a veces también nos quejamos por sus efectos colaterales.

En la mayoría de estas agresiones encontramos una dificultad subjetiva importante del agresor (definido generalmente como introvertido, callado, incluso bien adaptado socialmente en el caso del maltratador), de la que nada quiere saber y que encuentra en la respuesta violenta una salida que lo protege, aunque sea al precio de la desaparición del partenaire.

Esa dificultad tiene que ver con una idea fantasmática (no consciente de manera clara) sobre su propia desaparición como sujeto. Una idea que se ha ido formando en su mente acerca del lugar de excluido que le reservan y que toma la forma imaginaria, en algunos casos, de ser alguien sin valor y, en otros (maltratadores), de un poder disminuido. Para protegerse, proyecta esa desaparición y esa impotencia en el otro. Su pareja, su familia, sus compañeros de escuela o trabajo, son ellos quienes no saben ni hacen las cosas bien, y son objeto de desprecio, considerados desechos, y deben desaparecer o sufrir un castigo. Es el caso del asesino de Alabama, que tenía una lista de enemigos.

Para que el agresor pueda sostener su realidad psíquica y social, le es necesaria la disyunción entre su condición de sujeto (persona digna) y la del otro como objeto degradado. Esto se hace evidente en las relaciones sexuales (momento crítico para la verificación de la potencia masculina), donde el maltratador recurre a menudo a la agresión. El aplastamiento del otro le previene de la angustia propia del acto sexual y su carácter sádico le permite no detenerse en sus golpes.

La simple presencia del otro -aunque en la realidad ese partenaire sea más bien mutista- lo inquieta y le confirma su certeza de que es ese otro quien busca su perjuicio y por tanto justifica el pasaje al acto agresivo que hace de límite a su malestar.

La paradoja, dramática, es que esa respuesta de aniquilación del otro implica en muchos casos su propia desaparición, ya que al golpearle y matarlo queda sin interlocutor, sin doble con el que jugar ese peligroso combate entre su impotencia y la confirmación, que atribuye al otro, de esa carencia.