La Vanguardia. Tendencias, sábado 11 de julio de 2015
El reciente suicidio
de una niña discapacitada, víctima de acoso escolar, nos recuerda las dramáticas
consecuencias del bullying. No es un caso único, si bien es difícil cuantificar
los casos de suicidio relacionados con el acoso. Son situaciones extremas que
se suman a otras más frecuentes y que comportan un gran sufrimiento psíquico
para los chicos y chicas objeto de esa violencia entre iguales.
Siempre hubo actos de
matonismo en la escuela como nos recuerdan personajes literarios como el
estudiante Törless de Robert Musil o la reciente obra teatral de S.
Vila-Sanjuán “El club de la escalera” (Teatro contra el bullying). Pero
entender la actualidad del bullying implica situarlo en nuestro contexto y
localizar sus novedades. Una investigación en curso, y en la que hemos recogido
testimonios diversos de alumnos, padres y docentes, nos aporta tres claves.
Por
un lado el declive de la autoridad, encarnada tradicionalmente por el padre y
sus derivados (maestro, cura, gobernante). No se trata tanto de ausencia de
normas - haberlas haylas- sino de juzgar la autoridad paterna por su capacidad
para inventar soluciones, para transmitir un testimonio vital a los hijos, a
esos que como Telémaco, hijo de Ulises, miran el horizonte escrutando la
llegada de un padre que no acaba de estar donde se le espera, para acompañar al
hijo en su recorrido y en sus impasses.
Muchos
de los chicos y chicas entrevistados nos confiesan que los adultos, profesores
especialmente, nunca se enteran de lo que pasa y ellos mismos no confían en que
puedan ayudarles a frenar ese acoso. Más allá de la exactitud de estos
reproches hay una verdad latente en ellos: los alumnos/hijos esperan algo que
no llega, una invención que les ayude a tratar el real que esa violencia
implica y de la que ellos mismos, víctimas, acosadores o testigos, son
participes sufrientes. En la espera, cualquiera puede ser víctima.
La
segunda clave es la importancia creciente de la mirada como un nuevo objeto de
goce privilegiado en la cultura digital, donde se trata de hacerse visible y
asegurarse estar incluido en la comunidad. No quedar al margen como un friki o
un pringao. Junto a la satisfacción de mirar y gozar viendo al otro víctima hay
también el pánico a ocupar ese lugar de segregado, de allí que los testigos
sean muchas veces mudos y cómplices. Mario lo tiene claro: “Es difícil tío
salirte del grupo porque entonces te ven débil y van a por ti. A veces le
insultaba para disimular pero no me gustaba. Lo hacía porque yo no quiero ser
un pringao”.
La
tercera es la desorientación adolescente respecto a las identidades sexuales.
En un momento en que cada uno debe dar la talla surge el miedo y la tentación
de golpear a aquel que, sea por desparpajo o por inhibición, cuestiona a cada
uno en la construcción de su identidad sexual. Laura lo explica muy bien: “Hay
una chica que es superpopu, cuelga fotos suyas provocativas y se gana muchos ‘me
gustan’. Algunos envían cartas y la tratan de puta por internet porque ellas
también quieren ser popus.”
Estos
tres elementos convergen en un objetivo básico del acoso que no es otro que
atentar contra la singularidad de la víctima. Elegir en el otro sus signos
supuestamente “extraños” (gordo, autista, desinhibida,..) y rechazar esa
diferencia por lo que supone de intolerable para cada uno. Es una violencia
contra lo más íntimo del sujeto que resuena en cada uno y cuestiona nuestra
propia manera de hacer.