lunes, 27 de mayo de 2013

DSM-V. ¿Todos trastornados?




La primera edición del DSM se publicó en 1952 y al igual que la siguiente eran un reflejo de la influencia del psicoanálisis. Películas celebres como Recuerda de Hitchcock (con decorados de Dalí) dan testimonio de esa época. Las siguientes partieron de una concepción biologizante del ser humano y supusieron un cambio notable al desmantelar los grandes cuadros de la psicopatología, reduciéndolos a ítems contables. Este mecanismo produjo un efecto burbuja creciendo los trastornos a un ritmo de 100 cuadros por edición, llegando ya a los 500 del actual DSM-V.

El DSM compite con la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10), manual de la OMS más flexible para permitir el juicio clínico y la variación cultural. La mayoría de diferencias son arbitrarias pero su armonización choca con el lobby de la Asociación Americana de Psiquiatría que ha hecho del DSM una industria con grandes beneficios.

Su incidencia en la vida de las personas es notable ya que no se limita a clasificar sino que decide las prestaciones a recibir así como los internamientos de oficio. En EE.UU, entre 1987 y 2007, se dobló el número de personas que recibieron prestaciones sociales por incapacidad asociada a un trastorno mental y en los niños 35 veces más, siendo la primera causa de discapacidad infantil.

Esta influencia es lo que resulta más inquietante de esta nueva edición donde A. Frances, uno de los máximos responsables de la anterior, alerta que “hay muchas sugerencias de que el DSM-V podría dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales y crear decenas de millones de nuevos pacientes mal identificados al promover la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental”.

Algunas novedades: “Trastorno cognitivo menor”, que incluye síntomas inespecíficos muy comunes en personas de más de 50 años; “Trastorno por atracones” definido por darse un atracón semanal en un periodo de tres meses –práctica no inhabitual en verano – y que pasaría a considerarse un trastorno mental. O el que se prevé el cuadro estrella: “Trastorno mixto de ansiedad-depresión” con síntomas ampliamente distribuidos en la población general (inquietud, tristeza) para los que la medicación no supera en resultado al placebo.

La buena noticia es que este desvarío parece encontrar ya su freno en la redacción misma del DSM-V, muy conflictiva debido a las tensiones internas y en el rechazo de numerosas instituciones, entre ellas el Consejo General de Psicología de España. El gobierno de EE.UU., preocupado por reducir gastos en farmacia y hacer viable la reforma impulsada por Obama y Kerry, no admite de sus proveedores ninguna factura que no se base en criterios del manual de la OMS y el NIMH (Instituto Nacional de Salud Mental) – la mayor agencia de investigación biomédica proveedora de fondos de investigación en salud mental– acaba de anunciar que dejará de hacer uso del DSM porque carece de validez y “los pacientes con trastornos mentales se merecen algo mejor”.

No se trata de negar la utilidad de las clasificaciones en la clínica, y mucho menos del diagnóstico, pero cualquier etiqueta no puede olvidar que un sujeto nunca se reduce a la categoría. Frente a esta pasión universalizante del “todos estamos enfermos y fuera de la normalidad, necesitados de medicación” hay que oponer la singularidad del síntoma de cada uno, de aquello que nos hace diferentes y no por ello trastornados. Cuando el clasificar, como finalidad última, borra la escucha del malestar del sujeto, la clínica pierde toda razón de ser.