José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista
Escuchar las conversaciones privadas de un hombre público, ver en directo por TV como esposan y trasladan a un detenido, leer los documentos confidenciales entre cancilleres, curiosear en las intimidades de los famosos o localizarlos en tiempo real mediante una web radar (http://www.justspotted.com), todo eso forma parte ya de nuestra cotidianeidad.
Más allá de su legalidad, nos plantea interrogantes sobre este afán de volver todo transparente, anular los secretos, como si la vida o el sujeto mismo debieran (y pudieran) ser transparentes. ¿De donde surge ese empuje que a veces toma la forma de una “servidumbre voluntaria” (Étienne de La Boétie)?
Parece responder a una curiosa mezcla de dos satisfacciones, más o menos conscientes. Por una parte la satisfacción de la mirada que se recrea en el espectáculo mismo de las desgracias del otro, sobre todo si éste ha conocido tiempos mejores. Por otra parte el goce que resulta del juicio moral que castiga al otro por su falta, esa lección de ejemplaridad que algunos gobiernos quieren dar en ocasiones, no es ajena a una cierta satisfacción por la aplicación de la sanción misma. Kant (imperativo moral) con Sade (goce sádico) es la pareja que el psicoanalista Jacques Lacan compuso para mostrar esa doble satisfacción que encontramos en la imposición de la ley y en su reverso, la transgresión forzada.
La exigencia de transparencia se presenta como una reivindicación de la Verdad, reducida a la exactitud de lo dicho o lo visto, cuando en realidad se trata de una exigencia de uniformidad, de allí la obligación de lo “políticamente correcto”. La paradoja es que detrás de ese imperativo de transparencia, muchas veces lo que encontramos es la ilusión de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo vea y todo lo juzgue. Basta ver a políticos y deportistas taparse la boca para mantener una conversación telefónica en lugares públicos.
La realidad psíquica nos muestra, por el contrario, que el sujeto no puede ser transparente y que la mentira y el secreto forman parte de su humanidad misma. Un signo de progreso en los niños pequeños es cuando descubren que sus pensamientos no son transparentes para los padres y adultos. Es entonces cuando la conocida amenaza infantil (“¡pórtate bien que el niño Jesús lo ve todo!”) cae y la mentira aparece como un nuevo recurso en la relación al otro.
Desconocer esa opacidad subjetiva, que la es siempre para uno mismo, en aras de una conformidad con el sentir colectivo, sólo puede conducir a una civilización enferma ya que como declaraba recientemente, a este mismo diario, Pablo Rudomin, neurólogo y premio Príncipe de Asturias “si toda la población llega a ser uniforme, le será mucho más difícil readaptarse”.
La verdad no puede ser un pretexto para instaurar una dictadura de la transparencia, entre otras cosas porque la verdad es siempre mentirosa, aunque sólo sea porque es parcial. Es siempre un medio-decir que oculta que detrás de todos los secretos que revelamos, como ocurre con las matrioskas rusas, sólo hay el vacío. Ese es el último secreto que vela la verdad.
No se trata de reivindicar el oscurantismo pero un cierto pudor es una condición de la convivencia que deberíamos preservar si no queremos vernos fagocitados por ese ojo feroz que todo lo escruta como si la vida fuera un reality show permanente.