José Ramón Ubieto
La coyuntura actual, marcada por una fuerte crisis del
sistema, económica pero sobre todo crisis de confianza que abarca todos los
ámbitos (política, finanzas, convivencia social), ha exacerbado la emergencia
de nuevos paradigmas en la relación asistencial.
No se trata de una novedad, fruto de la situación actual,
ya que el proceso de transformación de la relación asistencial en los
diferentes ámbitos (clínico, social, educativo) viene de antiguo, pero la
crisis actual lo ha desvelado de una manera más cruda.
El modelo de la modernidad, en el campo de la salud,
pasaba por la relación privilegiada entre el paciente y el clínico definido
como especialista de la salud: médico, psiquiatra, psicólogo. Era un encuentro
fundado en una autoridad absoluta del profesional en lo referente al
tratamiento del malestar, autoridad que reposaba en una suposición del paciente
sobre su saber. De esa suposición se derivaba la confianza de unos y el secreto
profesional del otro como parte intrínseca de ese dialogo privado e intimo.
La postmodernidad agudiza algunas de las contradicciones y paradojas ya incluidas en el propio programa ilustrado. Una de ellas deriva de la consideración de los derechos del individuo como valor princeps, lo cual mina esa autoridad, hasta entonces absoluta, del profesional, que ya no alcanza para hacerse cargo en exclusiva del tratamiento del malestar. Su saber se relativiza y se pone en tensión con otros saberes en juego: la psicología primero, pero también la educación y lo social, y es por eso que el ideal de salud se entiende, a partir de entonces, en los tres registros: biopsicosocial. Ideal que se asemeja más a un multiculturalismo profesional que a un enfoque suficientemente fundamentado (Gabbard y Kay, 2002).
Un
nuevo paradigma en la relación asistencial
Finalizada la primera década de este Siglo XXI podemos
decir que esa tendencia “individualista”, junto a las falsas promesas del
cientificismo, constituyen la base más firme de la nueva relación asistencial
cuyas características y consecuencias podemos ya vislumbrar con claridad.
Un primer rasgo evidente es la desconfianza del sujeto
(paciente, usuario, alumno) hacia el profesional al que cada vez le supone
menos un saber sobre lo que le ocurre (y por eso se ha institucionalizado la
segunda opinión) y del que cada vez teme más se convierta en un elemento de
control y no de ayuda. Las cifras actuales sobre las manifestaciones de
protesta subjetiva a las propuestas médicas, que incluyen el boicot terapéutico
(rechazo de lo prescrito), la falta de adherencia al tratamiento o los
episodios de violencia en centros sanitarios o sociales son un claro signo de
esta pérdida de la confianza en la relación asistencial (Serra, 2010). Sin
olvidar fenómenos de fraude o engaño, por parte de una minoría de pacientes,
que se oponen así, obteniendo un beneficio secundario, a la imposición de una
lógica de control, tendencia en aumento en la relación asistencial.
Un segundo rasgo lo encontramos en la posición defensiva
de los propios profesionales que hacen uso, de manera creciente, de
procedimientos preventivos ante posibles amenazas o denuncias de sus pacientes.
El miedo se constituye así en un resorte clave que condiciona la práctica
asistencial y cuyas consecuencias, como veremos a continuación, no son banales.
El tercer rasgo nos muestra una de esas consecuencias: la
pérdida de calidad y cantidad del vínculo clínico-paciente. Ese dialogo al que
nos referíamos antes, basado en la escucha de la singularidad de cada caso, y
que requería un encuentro cara a cara, con cierta constancia y regularidad, se
ha transformado en un encuentro, cada vez más fugaz, de corta duración y
siempre con la mediación de alguna tecnología (pruebas, ordenador, prescripción).
El estilo “asistencial” que describe Berger, a propósito del médico rural John
Sasall (“Un hombre afortunado”, Alfaguara)., queda ya como una reliquia si lo comparamos con el
protocolo actual de visita en la atención primaria, en la que el médico presta
más atención a los requerimientos del aplicativo informático que a la escucha
del propio paciente, al que apenas mira.
El cuarto rasgo, correlativo del anterior, es el aumento
notable de la burocracia en los procedimientos asistenciales. La cantidad de
informes, cuestionarios, aplicativos, que un
especialista psi debe rellenar superan ya el tiempo dedicado a la
relación asistencial propiamente dicha. Y todo ello sin que el beneficio de
esos procedimientos esté asegurado, como veremos más adelante.
Estas características configuran una nueva realidad
marcada por una pérdida notable de la autoridad del profesional, derivada de la
sustitución de su juicio propio (elemento clave en su praxis) en detrimento del
protocolo monitorizado, una reducción del sujeto atendido a un elemento sin
propiedades específicas (homogéneo), y que responde con el rechazo ya
mencionado (boicot y violencia), y una serie de efectos en los propios
profesionales diversos y graves: burn-
out, episodios depresivos recurrentes, mala praxis (Soares, 2010).
Autoridad debe entenderse aquí a partir de su etimología
(auctoritas) que deriva de autor,
aquel que es capaz de invención, de entendimiento y resolución de problemas, no
el que basa su acto en el ejercicio del poder (potestas).