lunes, 2 de julio de 2012

Rostros con máscara


LA VANGUARDIA, Cultura / miércoles, 27 de junio de 2012

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El futbol y los deportes de masa son un espectáculo, un muestrario de rostros, cuerpos, sentimientos, símbolos, pasión, voces corales, succiones, fluidos, expulsiones y explosiones. En fin, una orgía pulsional, ocasión excepcional para captar en público las “intimidades” del sujeto contemporáneo en todos sus registros, del solido al liquido pasando por el gaseoso.

El rostro, como máscara de la persona, forma parte ya de este espectáculo desde las fiestas dionisiacas, donde su uso hacía resonar la voz del actor. Fue más tarde André Gide quien nos recordó que la máscara siempre es autentica y que no oculta ninguna ficción porque su secreto es que debajo no hay nada, que “todos debemos representar”. Antes, Baltasar Gracián en su dialogo cortesano (El Discreto) señalaba eso de “a pocas palabras buen entendedor” y añadía “y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma sobrescrito del corazón”.

La bandera nacional, pintada en el rostro como máscara, tiene la doble función de mostrar ese símbolo del ideal patrio, y al tiempo velar que detrás de cada bandera hay un vacio muy particular, que ninguna enseña podrá nunca enmascarar ni representar por completo.

Cada uno de los “abanderados” ofrece su rostro a sabiendas que decenas de cámaras lo darán a ver a millones de ojos atentos y que por un instante fugaz será el objeto mirado. Ahí radica la satisfacción principal, en el juego mirar – ser mirado. La bandera añade un plus a otros objetos (pancartas, bufandas, camisetas), como símbolo colectivo: difumina el rostro particular, envuelve lo singular en un gesto universal. En cierto modo la pintura “crea” el rostro y le confiere su ser social (Lévi-Strauss). Como toda pantalla, refleja y oculta.

A la mirada se une, en esta escena tribal, la voz que la acompaña y cuyas resonancias y derivas conocemos bien. Muchas veces destacan la excelencia de lo propio, lo mejor del grupo, pero a veces dan rienda suelta a las pasiones del odio y la ignorancia, donde el otro ejerce de chivo expiatorio. No por casualidad la voz ha sido privilegiada en los regímenes totalitarios.

La satisfacción de exhibir los símbolos colectivos y mostrarse, participando en los cánticos y rituales deportivos, no es evidentemente un índice de fanatismo por sí misma, pero para algunos puede convertirse en un problema cuando, al apagarse las luces del espectáculo, no soporten la imagen, más vacía y silenciosa, que les devuelve el espejo de su realidad particular.