La Vanguardia | Domingo, 1 de
junio 2014
El
psicoanalista ingles Donald Winnicott en un breve escrito de 1964 a propósito
de los jóvenes pandilleros que alarmaban a la ciudadanía inglesa, concluía con
estas palabras: “Hoy en día desearíamos
más bien que la juventud durmiese desde los 12 hasta los 20 –parafraseando
el cuento de invierno de Shakespeare-
pero la juventud no dormirá. La tarea permanente de la sociedad, con respecto a
los jóvenes, es sostenerlos y contenerlos, evitando a la vez la solución falsa
y esa indignación moral nacida de la envidia del vigor y la frescura juveniles”
Los
sucesos de Can Vies y otros muchos nos muestran que la juventud –al menos parte
de ella- no duerme y provoca con su protesta más de una pesadilla. Pero ¿podría
ser de otra manera en una sociedad con un 50% de paro juvenil y un futuro
incierto para la próxima década? ¿Una sociedad con un 17% de familias –según
datos de esta semana del INE- que viven en la pobreza, incluidas algunas con
miembros que trabajan pero ni aún así llegan a fin de mes?
Qué
duda cabe que las expresiones de ese malestar incluyen a veces manifestaciones
de violencia injustificables que no representan al colectivo pero que enturbian
su protesta. El nihilismo y la pulsión de muerte, presentes también en algunos,
hacen acto de presencia y ya con una larga tradición. Resulta incomprensible
por ello que los dispositivos policiales y judiciales no hayan podido separar
el grano de la paja, que no sean capaces todavía –y tras muchos episodios
violentos- de identificar y detener a los delincuentes infiltrados en un
movimiento mayoritariamente pacífico. Las consecuencias de ello no son otras
que la criminalización generalizada de la protesta y el olvido mediático de sus
razones.
Se
habla mucho de la violencia de los encapuchados pero muy poco de la desigualdad
creciente, de la pobreza infantil y familiar, del No future de muchos de estos jóvenes estudiantes y graduados. Los
contenedores quemados iluminan la pantalla mediática que vela esta otra
violencia mucho más grave por las consecuencias extensas y profundas que está
teniendo en toda una generación. Su fogonazo nos ciega ante una realidad que
muchos prefieren no ver y así, como el ex presidente Felipe González, sentirse “orgulloso de pertenecer a esa
casta" de políticos que si bien consiguieron avances también han fracasado
en la transmisión de esa herencia.
Toda sociedad, decía
Hanna Arendt, debe poder acoger la novedad que las nuevas generaciones traen y
para ello debemos ayudarles a "hacerse un nombre", a tratar
sus malestares por la creación/invención para ponerse a cierta distancia de
esos pasajes al acto que hoy toman la forma de adicciones, robos o violencia
urbana.
Su lenguaje no es ni
será el nuestro. El suyo sólo puede ser provocativo, políticamente incorrecto
-a veces incluso obsceno- porque debe marcar una separación, un límite con el
mundo adulto. No es necesario que lo compartamos ni que nos entusiasme, basta
con darles la oportunidad de dar forma a sus creaciones. Eso supone invertir en
su futuro (formación, trabajo, vivienda) y dejarles un espacio para convivir en paz. Ellos tendrán que trazar sus
vías como lo hicieron todas las generaciones, expulsarlos es una solución falsa
que nos devolverá a la peor de las
pesadillas: el odio y la rabia de una generación perdida.