La Vanguardia. Internacional. Miércoles, 25 de març de
2015
La muerte de un ser querido implica siempre
una pérdida dolorosa y requiere de un duelo posterior. Cuando esa pérdida es
anunciada por signos previos de enfermedad o envejecimiento, ese duelo se
realiza con antelación y eso permite a cada uno hacerse poco a poco a esa
ausencia. Lo cotidiano incluye ya ese vacío y muchas actividades se realizan
sin esa persona, enferma o incapacitada.
Lo verdaderamente traumático es cuando surge el
acontecimiento imprevisto y la pérdida se produce bruscamente como es el caso
de la catástrofe aérea. Aquí además se trata de una filial de una de las
aerolíneas de mayor prestigio. Nadie espera que eso ocurra y por tanto el
sentimiento de alerta, que podría estar activado en otras circunstancias, aquí
no nos previene de lo imprevisto.
Cada familia, cada persona vinculada a alguna
de las víctimas del accidente, tendrá que enfrentar el sinsentido más brutal de
este suceso. Lo traumático, decía Lacan, es esa ausencia de sentido, es lo real
cuando se presenta bruscamente y en su estado puro: sin palabras que expliquen
lo que no tiene sentido.
La perplejidad es la primera reacción
subjetiva ante la irrupción de un acontecimiento traumático, sea un accidente, una
catástrofe o una pérdida brusca (muerte, ruptura). A partir de allí el sujeto
inventa significaciones para tratar de explicarse lo sucedido y recuperar su locus control: se buscan culpables,
antecedentes, teorías que justifiquen lo sucedido y nos proporcionen alguna
orientación para seguir viviendo.
Hoy, en la sociedad del riesgo, lo traumático
adquiere nuevas formas y empieza a ser también aquello que emerge fuera de la
programación, de manera imprevista, aquello con lo que no contábamos. Y no lo
hacíamos porque en nuestra sociedad, organizada a partir del dominio de la
ciencia y las nuevas tecnologías, todo parece previsible y calculable.
Colectivamente, y particularmente, buscaremos
en los próximos días explicaciones para ese vacío de sentido. Explicaciones
técnicas, meteorológicas, de posibles fallos humanos o atentados terroristas.
Para las familias explicaciones sobre las razones concretas de ese viaje, sobre
las alternativas posibles que no se dieron, tratando de volver al momento antes
del accidente. En cualquier caso ninguna de ellas logrará taponar el enorme
agujero que se ha producido en la vida de muchas personas.
Hará falta un tiempo para hacerse a esa
ausencia, un tiempo para que cada uno reconozca en sí lo que ha perdido,
aquello que ya nunca más será para ese ser querido y aquello que esa persona le
aportaba y que muchas veces sólo la pérdida real permite reconocer. No será un
tiempo corto y sin angustia. Dependerá
también mucho de los duelos aplazados que cada uno tenga. En la vida a veces no
registramos, afectivamente, las pérdidas. Evitamos el duelo y lo reemplazamos
por sustitutos: otros embarazos cuando se pierde un hijo, nuevas parejas tras
una ruptura, hiperactividad profesional tras un fracaso laboral. Esos duelos no
realizados se reactivan cuando surge una nueva pérdida y es entonces, a
posteriori, cuando el dolor silenciado toma cuerpo de diferentes maneras.
Tras una tragedia como la de los Alpes, cada
uno de los afectados habrá aprendido, de la manera más radical, que lo
imprevisto forma parte de la vida y que la fragilidad del ser humano es que en
un instante puede perder aquello que más quiere, que en la vida no existe la
garantía ni el riesgo cero.