La Vanguardia. Miércoles 22 de abril de 2015
El fenómeno del School
Killer es típicamente norteamericano.
Dos ingredientes se conjugan allí para favorecer estos hechos. Por una parte la
existencia, en los protagonistas, de algún sufrimiento mental, muchas veces no
diagnosticado previamente, que eclosiona en la adolescencia bajo la forma de un
brote psicótico con pasaje al acto, primero homicida y, a veces, después suicida.
El otro ingrediente es el acceso fácil a la tenencia de armas por
parte de la población civil, hecho que está en la raíz misma de la creación y
sostenimiento de esa sociedad.
No
es el caso europeo ni español y eso explica algunas especificidades como el
tipo de armas utilizado. Lo que no parece diferenciarse mucho son los motivos
particulares, generalmente asociados a la existencia de un trastorno delirante.
Adolescentes que dicen oír voces que les impulsan al pasaje al acto homicida. Si
bien podemos encontrar previamente algunos signos que cobran valor a posteriori
(amenazas, actos bizarros), el acto como tal es imprevisible.
No
es una acción impulsiva, reactiva a una provocación, sino una trama mental que
va tomando cuerpo y obedece a una lógica que el propio adolescente desconoce y
se le impone como una misión. Esa trama puede llevar un tiempo elaborándose
hasta que algo desencadena el acto.
El
trabajo a hacer con los alumnos y familiares debe ir en el sentido de poner
palabras al sinsentido de esa violencia, sin olvidar a éste muchacho, causante
de la tragedia. Para él, y para sus padres, se abre también un tiempo para
comprender algo de ese acto que lo ha desbordado psíquicamente y cuyas
consecuencias lo marcarán de manera decisiva.
Para
la comunidad educativa y la sociedad se trata de no caer en la tentación del
pánico y negar ese carácter impredecible del sujeto humano. Eso nos llevaría a
una búsqueda delirante del riesgo cero, a medidas de control inútiles y
perjudiciales para los propios niños y adolescentes. Como el carné de comportamiento del entonces
(2005) ministro del interior francés Sarkozy, o a un aumento de la ya creciente
medicalización de la infancia.
La mejor prevención es encontrar las fórmulas
para conversar con los adolescentes, hacernos sus interlocutores y darles
también un testimonio de nuestro propio recorrido vital. No dejarlos solos
frente a sus inquietudes.
José R. Ubieto. Co-autor de “Violencia en las escuelas”