El odio como lazo social
Un tercer fenómeno, el odio que empuja a terroristas y grupos racistas, nos
permite captar otra vertiente de la nueva psicología de las masas en una era ya
post-patriarcal. La figura del lobo solitario, en los casos de terrorismo, o
del asesino en las matanzas urbanas recientes, no nos debe hacer olvidar que,
aunque solos en su acto, se reclaman siempre como pertenecientes a una
comunidad más amplia con la que guardan relaciones muy diversas, desde
militantes hasta simples simpatizantes.
Esa comunidad tampoco tiene un líder o un ideal a partir del que
orientarse. Sabemos que muchos de ellos desconocen la base ideológica (nazismo,
islam) en la que supuestamente se sustentan sus actos criminales. Esas vagas
referencias les sirven más bien de envoltorio de la causa verdadera, el odio
profundo hacia el otro, que vela así el odio a sí mismos, factor que Freud
identificó como el principio de exclusión del sujeto mismo. Todos tenemos cosas
que no nos gustan de nosotros mismos, afectos y sentimientos que nos resultan
insoportables y que por ello expulsamos afuera e imputamos al otro como
culpable, para exorcizar así nuestros demonios internos.
Ese padre, que guiaba los pasos con mayor o menos firmeza, parece ausente
de estas biografías. No lo encontramos en
la mayoría de casos de jóvenes
autores de las matanzas escolares o urbanas, donde esa ausencia es siempre
señalada como un rasgo preminente en su historia personal. Y tampoco lo vemos
muy operativo en el caso de los terroristas que se acogen a esa versión del
islam.
De hecho sabemos que la mayor
parte de los autores de atentados yihadistas comparten el rasgo de haber
crecido en familias donde la figura de los hermanos dejaba en un segundo lugar
al padre. La fratria, en estos casos, ocupa el lugar fuerte de referencia, en detrimento
de un padre ausente o alicaído. Esa pandilla, que puede organizarse en la propia
familia con los hermanos pero también en el gimnasio, el parque o la misma
mezquita, recrea una nueva familia más horizontal donde la figura del padre
entra en declive. Algunos testimonios muestran incluso cómo son los propios
hijos los que tratan de convertir a los padres y ser más musulmanes que ellos
mismos, ante el horror de los progenitores que ven allí una radicalización de
los hijos, por fuera de toda norma familiar.
Aquí se trata también de dar un
lugar a ese sujeto que siente haberlo perdido en su comunidad de origen. No es
necesario que esa pérdida sea real y material, basta con que uno la perciba
como tal y de allí que la clase social no sea el único factor explicativo de
los reclutamientos. Hay un factor común más poderoso que es el odio mismo. Odio
alimentado a lo largo de años y que, en algunos casos de autores de matanzas
escolares, está relacionado con el acoso sufrido por ellos durante su etapa
escolar.
En el caso de los jóvenes
yihadistas ese odio y desorientación ha atravesado, en muchos casos, su
adolescencia y primera juventud. Su biografía destaca un historial de abusos,
maltratos, consumos excesivos, violencias varias e incluso prisión y condenas
repetidas. Su conversión les otorga un nuevo lugar purificado, orientado a
partir de una nueva misión, que les garantiza un status de sujetos de pleno
derecho. Allí donde fueron excluidos y víctimas del otro, ahora pasan a ser sus
verdugos todopoderosos.
Ese odio compartido -aquí las
tecnologías digitales juegan un papel crucial- crea una nueva comunidad
fraternal y global, sin fronteras ni exclusiones. Una comunidad que ya no se
funda en la recreación del padre omnipotente y feroz, descrito por Freud en su
mitología de Tótem y Tabú. El Islam, a diferencia del cristianismo o el
judaísmo, no confunde al Dios con el padre. Alá es Uno, nos recuerda Laurent, y
ni engendra ni tampoco fue engendrado. El Dios del Islam no promueve la
paternidad y por ello se sustenta mejor en el lazo que procura la fratria que
en la encarnación de la divinidad por parte del padre.