La Vanguardia, 12/1/2018
¿Quién
no se ha quejado del estrés y la ansiedad que le produce vivir en la ciudad? ¿De la
hiperactividad, que parece ser consustancial a la vida urbana y que se presenta
como la forma actual del malestar del sujeto contemporáneo? La mayoría de las
veces esa queja oculta un afecto clásico y atemporal como es la angustia del
ser humano. Angustia que toma formas diferentes según las épocas y los
discursos que en cada momento definen esos lazos sociales, propios del mundo
urbano.
Los
grandes éxodos de fin de semana, en busca de la paz y de la calma del campo,
dicen mucho de ese malestar, ligado al estrés. Pero no siempre fue así, ya que la
prisa es un fenómeno relativamente reciente, vinculado al nacimiento de las
grandes urbes. En el mundo rural antiguo la prisa no existía, porque la
cadencia del tiempo y la rutina de los hábitos y costumbres la volvían
inexistente. La sorpresa estaba limitada y el marco espaciotemporal fijado de
antemano.