lunes, 8 de octubre de 2012
Asesinos solitarios, matanzas colectivas
La Vanguardia, Tendencias pg. 35. Viernes 5 de octubre de 2012
La tentativa de un joven que preparaba una matanza en la Universidad de Illes Balears, imitando los sucesos de Columbine, hay que ponerla en serie con otras anteriores consumadas. Todas ellas ofrecen diversas claves de lectura: la patología mental del agresor, la tenencia de armas por parte de la población, las motivaciones racistas o la influencia de las ficciones (series y películas) con fuerte contenido violento. Hay un detalle en el que vale la pena detenerse, presente en estos episodios: el mensaje que el propio agresor envía y que termina por llegar al destinatario.
Puede tratarse de un blog/diario, como en este caso, de letras de canciones (Wisconsin), una carta-paquete dirigida al psiquiatra (Aurora), un vídeo casero alojado en alguna web (Toulouse) o un libro con sus reflexiones personales (Utoya). Este hecho pone de manifiesto que no se trata de un acto impulsivo, un pronto irracional, desconectado del Otro. Más bien parece que siempre hay algo que decir o que mostrar y no quieren que su acto y su nombre queden en el olvido.
Es así porque en el origen hay una tesis paranoica radical, fundada en un sentimiento de exclusión, un rechazo que imputan a un otro colectivo (familia, clase, comunidad religiosa, estado). En muchos casos ese rechazo se corresponde a episodios de acoso escolar, abandono familiar, maltratos o abusos. Aquí no es el hecho en sí lo que cuenta, sino la interpretación que ese sujeto le ha dado en términos de segregación y perjuicio.
Limpiar esa “mancha”, borrar esa impureza del otro deviene entonces, para estas personas, una misión a planificar cuidadosamente. Wade M. Page, sospechoso del asesinato de Wisconsin, dijo haber creado su banda musical “End Apathy” para combatir la “degradación del valor de la vida humana” producida por “la sumisión a la tiranía y la hipocresía”.
La certeza de su tarea se impone como una idea fija y solitaria, salvo en casos excepcionales cuando encuentran un partenaire con planteamientos similares. La participación de algunos de ellos en unidades militares, como el caso de Page, proporciona una “salida” fallida a ese odio acumulado.
Predecir estos actos, como cualquier otra conducta, resulta iluso ya que el comportamiento humano no responde a patrones exactos como los objetos simples que estudia la física y que describen trayectorias predecibles de acuerdo a leyes fijas. Los sujetos somos más imprevisibles y nos orientamos por esa “decisión insondable del ser” (Lacan), de acuerdo a esquemas complejos, no lineales.
Un dato no menor, presente en muchos casos y detectado por los propios servicios secretos de los EEUU, a raíz de la matanza de Columbine, es la ingesta desde la infancia, y por largos periodos, de psicoestimulantes prescritos por un supuesto trastorno de hiperactividad.
La combinación de anonimato y difusión global que ofrece la red resulta un estímulo muy apreciado para su objetivo de gritar el odio y mostrar la realización de su misión. A veces ese “ruido” virtual es compatible con cierta “normalidad” social y su silencio suele ser más expresivo que la verborrea bravucona de otros violentos.
Quizás la constante más notable sea el aislamiento personal y la desconexión social de estos sujetos, salvo cuando encuentran el asidero de una “ideología “ racista que parece funcionar como rasgo colectivo y lo disimula. Aquí funciona la polaridad ellos-nosotros, más que la convicción intelectual.
miércoles, 3 de octubre de 2012
¿Construcción o pasión por la ignorancia?
Hoy asistimos a un dilema candente en las prácticas asistenciales (salud, educación y atención social): escuchar el sufrimiento del otro o evaluarlo en silencio.
Las legitimidades antiguas, ligadas a la beneficencia y la caridad cristiana, se han vuelto obsoletas y en su lugar ha venido una doble “razón” contemporánea: la idolatría del management y la religión del cientificismo. Esa santa alianza ha barrido los ideales del viejo paternalismo y ha implantado un nuevo paradigma asistencial.
En la raíz encontramos una idea del sujeto como un cuerpo-máquina cuyo disfuncionamiento (trastornos, desequilibrios químicos, alteraciones genéticas) convenientemente etiquetado, debe corregirse por vía de la psicoeducación y la farmacología. Para este viaje sobra la “contaminación subjetiva”, todo aquello derivado del vínculo transferencial (palabra) y que afecta los cuerpos de unos y otros. Como aconseja el método Lean hay que desprenderse de todo el “desperdicio” y el primero de todos es el blablabla de los sujetos parlanchines.
“Mejor no me explique –dice el joven psi suficientemente preparado, ante una madre angustiada que quiere explicarle que la muerte violenta del padre puede haber influido en la inquietud del hijo- para que todo sea objetivo. Simplemente rellene el cuestionario”. Este nuevo hombre neuronal, reducido al atomismo psíquico de su cerebro (“Y el cerebro creó al hombre”, Antonio Damasio), tiene que hacer frente a su angustia terrenal en soledad
La otra vía apunta a la conversación como salida de los embrollos en los que se localiza lo real. Una conversación muy alejada de los modos al uso (Facebook, Twiter) donde el cuerpo se escabulle, el tiempo se presenta hiperactivo, sin cortes, y el sujeto se conecta con su propio yo encarnado cada vez más en un cuerpo sufriente.
La conversación que causa el deseo es aquella donde los sujetos, con sus cuerpos presentes, sostienen un debate acerca de los interrogantes del caso, partiendo del no saber –reconocimiento de los límites – y orientando las acciones a seguir como resultado de una elaboración colectiva. El tiempo aquí es lógico e incluye el instante de mirar, el tiempo para comprender y el momento de concluir. La perspectiva es siempre global y particular: no hay psicología individual que no sea también colectiva, nos enseño Freud. Las identificaciones del sujeto no son ajenas a su ser y lo global debe articularse con lo singular de cada uno.
A esta conversación le llamamos la construcción del caso en el trabajo en red. Nos sirve de brújula y al tiempo sostiene nuestro acto, en soledad necesaria (que no aislamiento), pero con el otro. Una conversación que promueva la hospitalidad, el encuentro y se dé el tiempo que hace falta a cada uno, lejos de los ideales burbuja de la salud integral, el bienestar social o la educación universal.
Lo demás es alimentar la pasión de la ignorancia, tan vecina del odio segregador.
José Ramón Ubieto, setiembre 2012
* Publicado en: Interabide Garaikidegunea Asociación Educativa. http://interabide.wordpress.com/2012/10/01/construccion-o-pasion-por-la-ignorancia-2/
jueves, 27 de septiembre de 2012
Cuerpos violentados. ¿Por qué se consiente?
LA VANGUARDIA, Tendencias / 27 de septiembre de 2012
Es habitual escuchar relatos de deportistas que se quejan de la presión que sienten para alcanzar el éxito y de cómo deben forzar su cuerpo hasta límites insospechados, un sufrimiento físico y psicológico que sólo el brillo de las medallas parece ocultar.
“No pain, no glory” es un viejo lema que acompaña el esfuerzo como requisito para alcanzar el objetivo, sea éste de elite o de la práctica deportiva común. El problema es cuando el éxito tiene un precio que desborda al sujeto mismo. Muestra entonces su reverso que no es otro que la ferocidad de un imperativo sin límites que pide siempre más. Hace un par de años conocimos el caso de un concursante de sauna, en Finlandia, que murió al ganar una competición por violentar su cuerpo hasta la muerte.
¿Cómo consiente alguien a una presión extrema? Una respuesta simple sería reducir la causa a la demanda insistente y abusiva del otro (entrenador, familia, sociedad). Sin descartar este factor, la pregunta es por qué el sujeto consentiría a esa coacción durante tanto tiempo.
Hay factores ligados al momento vital (infancia, adolescencia) del deportista y a la fascinación que produce en él la influencia de un tutor poderoso y reconocido como experto o triunfador en ese mismo ámbito.
Pero hay otro factor clave ligado a la significación que tiene hoy el cuerpo para todos nosotros. El psicoanalista Jacques Lacan nos recordaba que el hombre está capturado por la imagen de su cuerpo, lo adora como si fuese su única consistencia. El cuerpo se convierte así en nuestro nuevo partenaire y por eso asistimos a un culto alrededor de ese nuevo ídolo. Hoy la búsqueda de la excelencia pasa por un nuevo coraje que discipline el cuerpo: desde el body building hasta la creciente industria del dopaje y el mercado de remodelado del cuerpo, que alcanza a actores, deportistas, militares y ciudadanos de a pie.
Todas estas estrategias de disciplinar los cuerpos apuntan en la misma dirección: alcanzar una imagen de nosotros mismos aceptable y amable para el otro, lo que incluye también el creciente furor por los tatuajes, tan presentes en los deportistas de élite. La paradoja es que el cuerpo en sí carece de límites y siempre pide “un esfuerzo más”, lo que puede alimentar el sadismo de algunos o llegar al extremo de la muerte como freno final.
“En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. Esta afirmación de Bauman explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.
Es habitual escuchar relatos de deportistas que se quejan de la presión que sienten para alcanzar el éxito y de cómo deben forzar su cuerpo hasta límites insospechados, un sufrimiento físico y psicológico que sólo el brillo de las medallas parece ocultar.
“No pain, no glory” es un viejo lema que acompaña el esfuerzo como requisito para alcanzar el objetivo, sea éste de elite o de la práctica deportiva común. El problema es cuando el éxito tiene un precio que desborda al sujeto mismo. Muestra entonces su reverso que no es otro que la ferocidad de un imperativo sin límites que pide siempre más. Hace un par de años conocimos el caso de un concursante de sauna, en Finlandia, que murió al ganar una competición por violentar su cuerpo hasta la muerte.
¿Cómo consiente alguien a una presión extrema? Una respuesta simple sería reducir la causa a la demanda insistente y abusiva del otro (entrenador, familia, sociedad). Sin descartar este factor, la pregunta es por qué el sujeto consentiría a esa coacción durante tanto tiempo.
Hay factores ligados al momento vital (infancia, adolescencia) del deportista y a la fascinación que produce en él la influencia de un tutor poderoso y reconocido como experto o triunfador en ese mismo ámbito.
Pero hay otro factor clave ligado a la significación que tiene hoy el cuerpo para todos nosotros. El psicoanalista Jacques Lacan nos recordaba que el hombre está capturado por la imagen de su cuerpo, lo adora como si fuese su única consistencia. El cuerpo se convierte así en nuestro nuevo partenaire y por eso asistimos a un culto alrededor de ese nuevo ídolo. Hoy la búsqueda de la excelencia pasa por un nuevo coraje que discipline el cuerpo: desde el body building hasta la creciente industria del dopaje y el mercado de remodelado del cuerpo, que alcanza a actores, deportistas, militares y ciudadanos de a pie.
Todas estas estrategias de disciplinar los cuerpos apuntan en la misma dirección: alcanzar una imagen de nosotros mismos aceptable y amable para el otro, lo que incluye también el creciente furor por los tatuajes, tan presentes en los deportistas de élite. La paradoja es que el cuerpo en sí carece de límites y siempre pide “un esfuerzo más”, lo que puede alimentar el sadismo de algunos o llegar al extremo de la muerte como freno final.
“En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. Esta afirmación de Bauman explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.
domingo, 2 de septiembre de 2012
La fascinación por el lujo
LA VANGUARDIA, Tendencias, 28 de agosto de 2012
José Ramón Ubieto
La opinión pública rechaza hoy la exhibición del lujo y la opulencia pero no es seguro que el lujo, en sí mismo, sea denostado. Los ideales democráticos y la exaltación del individualismo han sembrado la idea que ese lujo podía estar al alcance de todos, ricos y pobres. La realidad es que para la inmensa mayoría se trata de una satisfacción low cost, en forma de viajes o bienes “pirateados”.
José Ramón Ubieto
La opinión pública rechaza hoy la exhibición del lujo y la opulencia pero no es seguro que el lujo, en sí mismo, sea denostado. Los ideales democráticos y la exaltación del individualismo han sembrado la idea que ese lujo podía estar al alcance de todos, ricos y pobres. La realidad es que para la inmensa mayoría se trata de una satisfacción low cost, en forma de viajes o bienes “pirateados”.
Nuestra época se caracteriza por el ansia de un bienestar (algunos atrevidos le llaman felicidad) fundado en el tener y consumir objetos, impensables hace tan sólo unas décadas. La exhibición que de ellos hacen algunos personajes, incluso líderes notables, les otorga poder y seducción y al tiempo alimenta nuestra ilusión de obtenerlos. Omar Pamuk lo ha descrito maravillosamente en “El museo de la inocencia” cuando la burguesía turca quedó fascinada, en los años 50 y 60 por el lujo y el consumo occidental.
El ser de nuestro sujeto hipermoderno ya no radica en sus ideales, sino en la satisfacción que obtiene con los objetos que lo rodean y, en primer lugar, con su cuerpo. Por eso alcanzar la opulencia y exhibir el lujo son dos caras de la misma satisfacción. Mostrarse es intrínseco al lujo y ello ha generado toda una industria alrededor. Desde la publicidad de objetos de lujo hasta las revistas del corazón que no dejan de exhibir el modo de vida de personajes opulentos. Estamos en crisis pero el kiosco sigue proporcionándonos imágenes paradisiacas de famosos y aristócratas en sus yates o islas exóticas, con casas en las que cualquier objeto indica algo del valor supuesto de su propietario.
Ese lujo que unos muestran –obteniendo su recompensa por ello- y que otros observan fascinados, difícilmente puede ocultarse ya que rinde beneficio para todos. Unos lo usan como semblante de ser privilegiado y otros sueñan con acariciarlo. De hecho, mantenerse a una cierta distancia alimenta el deseo de lo que falta.
Hoy el tabú se extiende sobre la exhibición pública, especialmente por parte de los líderes políticos y financieros, responsables de una crisis que ha devuelto a la necesidad (estado previo al deseo) a un lugar vital para muchas familias y personas. El sentimiento de estafa y engaño de buena parte de la población hace insostenible la ficción de una vida de lujo cuando cubrir las necesidades básicas empieza a ser ya un lujo para muchos. En este cambio de discurso no es extraño que algunos se sorprendan de las críticas recibidas por su opulencia ya que para ellos se trata de mantener su ser de privilegio.
martes, 31 de julio de 2012
Las adolescencias y su red educativa
Conferencia en la Xarxa d’Innovació Pedagògica (julio 2012)
José R. Ubieto
Hubo un tiempo en que hablábamos en singular: el adolescente y su maestro, tutor o padre. Era la época de la modernidad donde el re-ligare del padre hacía de anudamiento entre la cultura y la naturaleza pulsional. En esa época los adolescentes eran educados a partir de cierto estándar y su red educativa era muy restringida, nada que ver con la complejidad de los que intervenimos actualmente.
Una de las figuras notables de esa época fue el aprendiz, pieza clave en el proceso de industrialización y en la creación de riqueza y capital social en el siglo pasado. Una figura coincidente con el momento vital decisivo del púber. Su quehacer constituía un rito de paso a la adultez. Los chicos y chicas que se iniciaban en ese proceso terminaban por encontrar – en la mayoría de los casos- un lugar donde insertarse socialmente, a partir del oficio que habían aprendido. Se hacían personas al tiempo que profesionales.
Ofrecía una fórmula para salir del túnel freudiano, aquel que el sujeto horada en una doble dirección simultáneamente. Por una parte ese rito de paso los situaba en relación a las normas sociales que regían la vida adulta, les mostraba las obligaciones y derechos y les enseñaba estrategias de lo que ahora diríamos “circulación social”, cómo estar en el mundo en el que vivían. Pero, al mismo tiempo, ese aprendizaje les ayudaba a regular lo pulsional, las nuevas “necesidades” de un cuerpo adolescente exigente que pide actividad, cambios constantes y para lo cual la rutina de lo laboral aportaba cierta regulación. Por supuesto no se trataba de soluciones mágicas y ese efecto “terapéutico” de la disciplina se revelaba insuficiente, por lo que no faltaban tampoco entonces los pluses “extra-laborales” (borracheras, peleas, errancias) que se desarrollaban paralelamente.
Recordar esta figura histórica nos interesa, no por un ejercicio nostálgico, sino para constatar que la operatividad de este proceso de acompañamiento del adolescente en la modernidad (Van Gennep) estaba en que se trataba de un modelo de:
1. separación de lo familiar (aprendizaje tutelado por otros maestros)
2. que suponía ciertos riesgos para el aprendiz (esfuerzo, incertidumbre, violencia)
3. pero que partía de una promesa, cumplida en muchos casos, de una nueva identidad social adulta con todo lo que eso suponía (ingresos, familia, estatus).
Ahora vivimos en la hipermodernidad, donde las penas y desventuras de los jóvenes son algo diferentes. Si bien hay también algunas constantes ya que sus necesidades (aprietos) no son tan diferentes, aunque las respuestas y los objetos a su alcance toman formas diferentes.
La primera pregunta que podemos hacernos es: ¿Cómo pensar hoy esa separación de lo familiar?
Separarse de lo familiar es una obligación de todo adolescente. Debe perforar el saber de los padres, saber ya caduco e incapaz de dar cuenta de su nueva realidad, y el modo de relación con la satisfacción, hasta ahora centrada en los objetos infantiles. El real sexual que se despierta vuelve inútiles esos objetos. El adolescente debe separarse de lo infantil, renunciar al autoerotismo de la fantasía para encontrar un nuevo objeto en el exterior. Pasar de ser un objeto deseado a un sujeto deseante con lo que eso implica de pérdida narcisista, tanto para el niño como para sus padres.
Uno de sus primeros descubrimientos es que hay una novedad a su alcance: la relación sexual con un partenaire extrafamiliar (Lacan). No le cuesta mucho descubrir que en realidad esa relación es imposible ya que no tiene el manual de instrucciones ni tampoco conoce a nadie que lo tenga, aunque algún colega pueda hacerle pensar que sí. Kant señaló, en su Pedagogía, que educar y gobernar eran tareas imposibles, a lo que Freud añadió la tarea de curar. Imposible, en términos freudianos y recurriendo a la lógica, quiere decir que son tareas sin cálculo exacto ni proporción fija entre acto y consecuencia. Son tareas que suponen siempre el hecho de arriesgar en el acto (clínico, educativo o político) sin que sea posible el recurso al manual de instrucciones.
La vivencia de esa imposibilidad varía según género, ellos se agobian pronto con el compromiso y ellas dudan de si han elegido al adecuado. Ninguno sabe bien cómo hacer ahora con esa diferencia radical chico-chica.
Esta novedad interfiere, qué duda cabe, en el progreso de los aprendizajes y hace que el trabajo de perforación a veces se centre de manera exclusiva en una de las salidas, la de la identidad sexual, dejando de lado la del saber.
¿Cómo hacen ese trabajo los adolescentes?
Los recursos que los adolescentes tienen hoy para construir esa nueva identidad son variados. Por un lado están los que ya conocen de su época infantil y que ahora ponen al día con nuevos objetos: succionan líquidos (birras, chupitos), chupan cigarros (petas, porros), vomitan la comida u otras cosas, gritan como bebes, saltan como niños en bici o moto y pasan horas toqueteando mandos y clavados a las pantallas o ensucian las paredes con grafitis. Es una fórmula habitual y que ellos conocen bien porque la aprendieron precozmente.
El segundo recurso más utilizado son el uso de las imágenes pret à porter a las que se alienan en masa y con las que tratan de construirse un cuerpo que sea habitable por ellos. Desde el corte del pelo hasta las marcas de ropa, pasando por los tatuajes y piercings y el estilo sexy como recurso de identificación imaginaria. Las dietas y el deporte son formulas que responden a esta idea de la unidad imaginaria.
El tercer recurso tiene que ver con el uso de la palabra y de los instrumentos simbólicos a su alcance. Para la inmensa mayoría los móviles y las redes sociales (Facebook) son una forma de conversación virtual para compartir y sobre todo para verificar su lugar en lo social. Saber si tienen amigos, si son populares, aceptados o rechazados. Para algunos (menos) hay otros recursos de carácter sublimatorio que van desde el trazo mínimo de una firma grafitera (tag) hasta la sofisticación de una creación artística (música, pintura, cine) pasando por los clásicos diarios, ahora substituidos por el muro.
No hay adolescente sin el Otro: buscar la inscripción
Todo este trabajo no lo hacen solos y cuando es así hay otros problemas más graves. No hay adolescente sin el Otro, por tanto se trata, para cada uno, de lograr inscribirse en ese Otro aunque sea de forma fallida y en idas y venidas constantes.
Esa inscripción implica logra pasar del presentimiento inicial de tener un proyecto en la vida a lograr realizarlo y encontrar la salida del túnel. Hablamos de presentimiento, más que de una idea concreta y precisa, y es muy importante, en nuestra conversación con ellos, localizar ese presentimiento, aquello que está por venir y sin lo cual nos quedamos en un No future muy problemático. Ese presentimiento a veces es como la imagen difusa de una radiografía donde vemos algunos detalles básicos (huesos) pero alrededor hay una mancha gris/negra que evoca esa mezcla de vacío (significaciones) y mancha (goce). Entre el vacío y la mancha se juega para el adolescente este tránsito.
Lograr esa inscripción, ser reconocido por el otro, no es fácil porque no se trata ya de una posición pasiva en la que el otro (familia, maestros, sociedad) les de su aprobación (como ocurría en su infancia) sino que deben ser reconocidos por ellos mismos, en su singularidad. Por eso insisten en el respeto que piden al adulto, y que no requiere que ellos lo tengan por él. El respeto que piden es el respeto a lo suyo. El problema es que en realidad no saben todavía que es lo suyo y por eso piden un cheque en blanco.
Para saberlo funcionan en base al actuar, con la diferencia que una acción no es siempre un acto. El mero hacer no implica hacerse cargo de las consecuencias, cosa que un verdadero acto siempre requiere. Ellos investigan, exploran nuevos territorios (consumos, pareja, relación adultos) pero no siempre se hacen responsables de las consecuencias de esa exploración (parejas dejadas, riesgo consumos, transgresiones adultos).
Además cuando no se sabe qué acto hacer, se ensayan todas las acciones posibles en una pseudoseparación con la ayuda de un objeto. Provocar al otro es un ejercicio básico (y doloroso) de separación que trata de encontrar una nueva lengua, diferente a la que usaban cuando eran hablados por el deseo del otro. Ahora confrontan su lengua balbuciente con la común, como recurso habitual para “sentirse real” (Winnicott), para saber que están viviendo con intensidad. De allí el uso habitual de expresiones sacadas de películas de acción y el gusto por todos los programas (series desenfadadas, monólogos, letras de rap) donde la lengua se muestra desafiante.
En ese esfuerzo se ayudan de la regresión de lo pregenital y de la fiesta permanente del consumo no separador. En algunos casos particulares, las bandas, son una solución para hacer juntos el recorrido. Separación y dependencia van así de la mano.
A veces vemos algunos adolescentes que prefieren, ante la presión externa e interna, mantenerse en una posición de “retrasado” y horadar únicamente la vía del saber, dejando aparcada la salida sexual.
En cualquier caso alcanzar esta inscripción, que implica ir más allá de la identificación infantil al adulto y también de la identificación al síntoma del otro (pares), es siempre complicada y produce síntomas variados. Salir del túnel requiere una decisión del adolescente (nosotros no podemos hacerlo por ellos) para hacer de esta Krisis –momento de decisión, juicio- una condición del sujeto. Por eso, frente a ese reto, se aísla en su guarida (habitación plena de gadgets), refugiándose en un “yo no sé” y mostrando la imposibilidad ante la tensión entre lo estático (seguir así) y la apertura a lo posible pero incierto.
Un cierto exilio, en términos de Philipe Lacadée, un encuentro con el vacío de significación (exilio de la lengua del otro) y una posible identificación al vacio/nada es inevitable. Hoy, además, el adolescente es un autoengendrado, criado en la lógica del do it yourself y eso los vuelve artesanos del sentido de la existencia.
Salir del túnel es conseguirse una formula por medio de la cual vincularse al otro sexo y al tiempo realizar un proyecto personal. Para ello hay que hacer un duelo por la infancia y por los ideales de felicidad gracias a la elaboración de una enunciación propia e inédita donde alojarse. Cada encuentro con una pareja –pero también con su proyecto (estudio, trabajo)- produce un duelo y un deseo a renovar. De ahí que los amores que valen son los amores que terminan.
Vista la tarea del adolescente actual, la segunda pregunta: ¿Qué papel jugamos nosotros, para qué nos necesitan?
En la modernidad, la vida era corta y lo importante era la familia, ahora que se alarga cuenta más el individuo y la familia se pone a su servicio. Antes el rito tramitaba el pasaje para mantener la tradición a la que el adolescente se incorporaba. Eso ya de por sí justificaba el rol de iniciador del adulto. Lo ejemplar iniciático proponía una repetición y modelado del padre fundador. Aquí los aprendices recibían el legado de los maestros a los que iban a suceder, se trataba de conservar la tradición.
Hoy, esa garantía que el padre hacía suya ya no funciona y la confianza no viene de suyo. Lo que viene en el lugar de ese padre líquido es una pluralización de figuras educativas, terapéuticas, familiares. Ya no se educa a un adolescente en solitario porque, además de esas referencias adultas, hay un competidor hostil que es el mercado que no cesa de ofrecer mensajes y estímulos.
Por eso la posición de los adultos es más que nunca clave en la salida de ese túnel que el adolescente perfora. Nosotros como adultos de proximidad, maestros, padres, psicólogos, trabajadores sociales, tenemos un par de obligaciones:
- debemos tomarnos en serio el valor de enunciación particular de la palabra del adolescente, la singularidad de su “serpenteo” (Pierce): ese trabajo del presentimiento al acto
- al mismo tiempo, hacer el duelo del valor libidinal que tenían en tanto hijos o alumnos para nuestro narcisismo, que a partir de entonces deberemos alojar en otro lugar.
Los maestros cumplen una función básica porque con su buen hacer permiten verificar –en su encuentro con el adolescente- el alcance de su interés por su deseo (presentimiento). Le ayudan a captar, con idas y venidas, su apuesta por encontrar la salida y no quedarse a repetir el destino de los padres, a veces funesto. Si el maestro desfallece en su deseo y abandona, puede hacer imposible el acceso al saber del adolescente. El maestro le permite al adolescente hacer con un padre, tal como nos recordaba Freud en sus escritos sobre adolescentes:
“La escuela secundaria, empero, ha de cumplir algo más que abstenerse simplemente de impulsar a los jóvenes al suicidio: ha de infundirles el placer de vivir y ofrecerles apoyo y asidero en un período de su vida en el cual las condiciones de su desarrollo los obligan a soltar sus vínculos con el hogar paterno y con la familia. Me parece indudable que la educación secundaria no cumple tal misión y que en múltiples sentidos queda muy a la zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo. No es esta la ocasión de plantear la crítica de la educación secundaria en su estado actual; séame permitido, sin embargo, destacar un único factor. La escuela nunca debe olvidar que trata con individuos todavía inmaduros, a los cuales no se puede negar el derecho de detenerse en determinadas fases evolutivas, por ingratas que éstas sean. No pretenderá arrogarse la inexorabilidad de la existencia; no querrá ser más que un jugar a la vida”Freud, S. “Contribución al suicidio” (1914)
La dificultad de este acompañamiento es que radica en una paradoja: para separarse (volver a nacer) hay que ejercer un rechazo, que en realidad esconde una tentativa de alojarse en ese Otro y encontrar un uso posible que funcione como límite, para no tener que recurrir a otras modalidades de límite autodestructivas. Deben reconstruir un Otro donde alojarse haciendo suya la pérdida. La paradoja es que hoy deben separarse de un otro social omnipresente que no para de incitarlos a gozar sin límite.
Este trabajo de “tratar al otro” implica manejarse con dos objetos que les ocupan mucho tiempo y les producen satisfacción pero también inquietud: la voz y la mirada.
Sabemos que, junto al goce de las pantallas, hay también el sentimiento de ser interpelados por ese otro que los mira desde un ideal al que ellos no llegan y que se les vuelve insoportable y alimentador de su propio odio al no velar ya el objeto. No encuentran las palabras para responder a sus deberes ni el semblante adecuado para mirarnos.
Debemos en este trabajo de acompañamiento huir de la nostalgia o la desilusión. Nos conviene otra fórmula: partir de este real en juego para ayudarles con las soluciones a inventar que no serán adaptativas ni estándares. En este encuentro del adolescente con lo real puede surgir el síntoma, como una disfunción, algo que va mal en sus vidas. Es allí donde se abre la posibilidad de un enigma que los lleve a buscar otras ayudas, de tipo terapéutico. Cuando esa pregunta no se plantea, el problema es que ellos quedan fijados a ese goce regresivo y a una posición melancólica, identificados a un objeto caído, patente en las tentativas autolíticas.
Algunas ideas sobre el hacer que la experiencia nos enseña
En la actualidad parecen dibujarse dos vías de abordaje de estos malestares. Por una parte renunciar a escuchar al sujeto, cerrándoles la boca con el abuso de la medicación y el mal uso de los protocolos. No deja de ser una manera de dejarlos solos frente a su dolor, generadora de odio porque transforma la mirada inquisitiva en una nominación degradante, vía la etiqueta diagnostica o el insulto (escoria).
Parece evidente que así no conseguiremos su respeto, abandonándolos sin transmitirles los medios de saber y de circulación social. Hoy es un hecho que están más solos que antes, con su ventana virtual ante la fragilidad del saber que ya no provoca tanto el deseo de ver la vida de otra manera.
La otra forma, a cultivar, es tomar en cuenta ese malestar de inicio y, sin olvidar que nuestro trabajo consiste en ayudarles a salir del túnel, encontrar la fórmula que conjuga el acompañamiento y la exigencia. Eso implica acompañarles, estar a su lado, renunciando a comprenderlos porque ellos no quieren y además les irrita ya que ellos mismos no saben de sí. Incluso diríamos más: para comprenderse, el adolescente debe sustraerse de la comprensión del Otro.
Nosotros debemos tomar, más bien, una cierta posición de no saber, de no suponer de entrada todas las explicaciones y estar abiertos a la sorpresa que cada uno lleva y porque sólo el mestizaje de lo viejo que heredan y lo nuevo que aportan será productivo.
El segundo ingrediente de la fórmula propuesta en su día por el filósofo Alain, la exigencia, implica no ceder ante la apatía, reclamar el esfuerzo y ayudarles a crear una lengua nueva que incorpore la herencia y diga, traducido, su malestar. Ayudarles a transformar su malestar en una pregunta productiva, a establecer una perspectiva desde donde mirarse en ese trayecto del presentimiento a la realización que no les devuelva una mancha opaca.
Darles un Sí, mostrando nuestro deseo como educadores, arriesgando nuestra decisión, más allá de los protocolos establecidos, abre la posibilidad que ellos escuchen un No frente a las derivas de su goce mortífero (drogas, peleas, abandonos). Sin acoger el malestar no hay credibilidad ni obediencia ya que todas las soluciones les resultan falsas. Y cuando esa obediencia se consigue por la vía falsa es siempre para lo peor, como demuestra el caso de las Juventudes hitlerianas, fallida y trágica fórmula de encauzar la violencia juvenil en un programa de exterminio.
La hospitalidad, acoger el malestar, y el encuentro –tratarlo con otros- son dos orientaciones claves junto a la tercera: dar (se) el tiempo que hace falta para esas trayectorias vitales.
Nuestro trabajo tiene siempre una dimensión de acto individual, sea éste educativo, social o clínico, y por ello insustituible. En cierto modo, aún trabajando en equipo, cada uno está solo en ese acto. Pero para que esa soledad necesaria no se transforme en un aislamiento, hace falta favorecer el encuentro con los otros profesionales del equipo y de las otras disciplinas.
El trabajo en red es una modalidad de trabajo cooperativo que nos proporciona beneficios diversos: calidad asistencial, conocimiento del caso y de la realidad, cooperación de los servicios, sinergias institucionales, calmante de la angustia inherente a la contaminación subjetiva. Es una modalidad de tratar a ese Otro del niño y el adolescente que evite tanto la completitud asfixiante como la fragmentación abandónica (Ubieto).
Permite redimensionar las situaciones (espectacularidad-gravedad), captar lo esencial (conflicto-problema), darse el tiempo necesario (error-vacilación) y orientar la intervención a partir del vínculo transferencial que alcanza para soportar la soledad del sujeto hipermoderno.
Winnicott en un breve escrito de 1964 a propósito de los jóvenes pandilleros que alarmaban a la ciudadanía inglesa, concluía con estas palabras: “Hoy en día desearíamos más bien que “la juventud durmiese” desde los 12 hasta los 20 –parafraseando el cuento de invierno de Shakespeare- pero la juventud no dormirá. La tarea permanente de la sociedad, con respecto a los jóvenes, es sostenerlos y contenerlos, evitando a la vez la solución falsa y esa indignación moral nacida de la envidia del vigor y la frescura juveniles. El potencial infinito es el bien preciado y fugaz de la juventud; provoca la envidia del adulto, que está descubriendo en su propia vida las limitaciones de la realidad”.
Para concluir: acompañar las adolescencias hoy ya no es posible, pues, sin la pluralización de esa red educativa en la que todos tenemos algo que aportar siempre que tengamos claro que los adolescentes no tienen solución. Y no la tienen porque no son un problema, aunque eso sí, plantean cuestiones para las que no siempre encuentran ellos ni tenemos nosotros la respuesta. Por eso no nos queda otra que ayudarles a inventar respuestas ad hoc, a cada uno la suya.
Referencias
Aduriz, F. (coord.) (2012). Adolescencias por venir. Madrid: Gredos
Alain (Émile Chartier) (1967) Propos sur l’éducation. Paris: PUF
Freud, S. (1981) «Tres ensayos de Teoría sexual», Obras completas, vol. 2, Madrid: Biblioteca Nueva.
Freud, S. (1972) «Contribuciones al Simposio sobre el suicidio», Obras completas, vol. 5, Madrid: Biblioteca Nueva.
Lacan, J. (2001). “Prefacio a El despertar de la primavera” en Otros escritos. Buenos Aires: Paidos.
Lacadée, Ph. (2010). El despertar y el exilio, Barcelona: Gredos.
Van Gennep, A. (2008). Los ritos de paso, Madrid: Alianza.
Ubieto, J.R. (2009). El trabajo en red. Usos posibles en educación, salud mental y atención social, Barcelona: Gedisa.
Ubieto, J.R. (2012). La construcción del caso en el trabajo en red. Teoría y práctica, Barcelona: EdiUOC.
Winicott, D. (1964). “La juventud no dormirá” en Obras Completas. Consultable online: http://www.psicomundo.org/winnicott/winnicott.htm
martes, 17 de julio de 2012
El valor del ejemplo
José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista
Los adultos llevamos ya un tiempo navegando entre
conceptos económicos para entender la crisis, acontecimiento traumático que nos
exige buscar significaciones a ese real (sin sentido) que ha surgido
bruscamente, provocando nuestra perplejidad. Lo siguiente, identificados los culpables, es buscar una salida a la
nueva realidad y eso implica revisar los valores, las prioridades entre lo
importante y lo prescindible. Rescatar
los valores para regenerar lo que se ha vuelto inmundo en el panorama actual: la
escasa credibilidad y la ausencia escandalosa de referencias éticas de los
líderes. Los elogios al triunfo de la Roja no han escatimado alusiones morales:
generosidad, esfuerzo, solidaridad.
¿Cómo viven los niños y adolescentes esta crisis,
ellos que apenas usan términos como Ibex o prima de riesgo pero que siguen
atentos a famosos y deportistas? Sus indicadores son otros: el malhumor o la
angustia de los padres, la irritabilidad de sus maestros, el cansancio de los
adultos que les rodean, los gestos y palabras de sus ídolos. Para ellos la
clave interpretativa, ahora y en los próximos años, no son los discursos
bienintencionados y la evocación de los valores. Lo que funcionará como
explicación auténtica será el ejemplo vivido, en su entorno más próximo y en la
sociedad en su conjunto.
Las dificultades recientes de algunos líderes para
asumir las consecuencias de sus dichos y actos, enredándose en eufemismos, o
las contradicciones entre los valores que deportistas y famosos enarbolan y sus
actos posteriores, nos dan pistas para el futuro.
Nadie mejor que los adolescentes para captar la
diferencia entre el dicho y el decir, entre la intención y la consecuencia. El
clásico “no me ralles” como respuesta de rechazo a la interpelación que les
hacemos, no siempre debe traducirse por un “¡déjame en paz!”. A veces es el “no”
que precede al “sí quiero”, que no pueden formular de entrada. También al revés
podemos ver como el “haré lo que me pides” puede ocultar un “¡paso de ti!”
Los mismos adultos funcionamos con esta dualidad:
¿cuántos padres, que se lamentan porque sus hijos no leen ni se interesan por
los estudios, muestran ellos mismos un evidente desprecio por el saber? Los
hijos saben “leer”, en los dichos paternos, si hay un deseo decidido de sus
progenitores por lo que dicen querer. A veces el ejemplo real desmiente el
dicho bienintencionado, que no se hace cargo de las consecuencias de su decir.
“Lo que tú haces sabe lo que eres”, frase de Jacques
Lacan que nos recuerda la pasta de la que estamos hechos, más compleja y espesa
que las palabras que usamos. Para inculcar el hábito de la lectura, un maestro
debe mostrar su deseo en acto, igual que para ser solidarios no basta tener
buenas intenciones, hay que practicar el encuentro con el otro. Ese es el valor
de los testimonios que nos conmueven realmente, como el reciente de Donna
Williams (Alguien en algún lugar, N.e.ed,) sobre su victoria contra el autismo, que nos enseña de manera ejemplar la relación
auténtica entre el ser y sus actos.
¿No deberíamos hacer lo mismo con nuestros líderes y
referentes? ¿Pedirles que practiquen
sus valores mediante el ejemplo, ya que se trata de adultos que, a diferencia
del adolescente que aún explora su nuevo mundo, conocen bien la diferencia
entre la intención y las consecuencias del acto? Sólo así merecerán nuestro
respeto y recobrarán la confianza de las generaciones más jóvenes.
lunes, 2 de julio de 2012
Rostros con máscara
LA VANGUARDIA, Cultura / miércoles, 27 de junio de 2012
José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista
El futbol y los deportes de masa son un espectáculo, un muestrario de rostros, cuerpos, sentimientos, símbolos, pasión, voces corales, succiones, fluidos, expulsiones y explosiones. En fin, una orgía pulsional, ocasión excepcional para captar en público las “intimidades” del sujeto contemporáneo en todos sus registros, del solido al liquido pasando por el gaseoso.
El rostro, como máscara de la persona, forma parte ya de este espectáculo desde las fiestas dionisiacas, donde su uso hacía resonar la voz del actor. Fue más tarde André Gide quien nos recordó que la máscara siempre es autentica y que no oculta ninguna ficción porque su secreto es que debajo no hay nada, que “todos debemos representar”. Antes, Baltasar Gracián en su dialogo cortesano (El Discreto) señalaba eso de “a pocas palabras buen entendedor” y añadía “y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma sobrescrito del corazón”.
La bandera nacional, pintada en el rostro como máscara, tiene la doble función de mostrar ese símbolo del ideal patrio, y al tiempo velar que detrás de cada bandera hay un vacio muy particular, que ninguna enseña podrá nunca enmascarar ni representar por completo.
Cada uno de los “abanderados” ofrece su rostro a sabiendas que decenas de cámaras lo darán a ver a millones de ojos atentos y que por un instante fugaz será el objeto mirado. Ahí radica la satisfacción principal, en el juego mirar – ser mirado. La bandera añade un plus a otros objetos (pancartas, bufandas, camisetas), como símbolo colectivo: difumina el rostro particular, envuelve lo singular en un gesto universal. En cierto modo la pintura “crea” el rostro y le confiere su ser social (Lévi-Strauss). Como toda pantalla, refleja y oculta.
A la mirada se une, en esta escena tribal, la voz que la acompaña y cuyas resonancias y derivas conocemos bien. Muchas veces destacan la excelencia de lo propio, lo mejor del grupo, pero a veces dan rienda suelta a las pasiones del odio y la ignorancia, donde el otro ejerce de chivo expiatorio. No por casualidad la voz ha sido privilegiada en los regímenes totalitarios.
La satisfacción de exhibir los símbolos colectivos y mostrarse, participando en los cánticos y rituales deportivos, no es evidentemente un índice de fanatismo por sí misma, pero para algunos puede convertirse en un problema cuando, al apagarse las luces del espectáculo, no soporten la imagen, más vacía y silenciosa, que les devuelve el espejo de su realidad particular.
José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista
El futbol y los deportes de masa son un espectáculo, un muestrario de rostros, cuerpos, sentimientos, símbolos, pasión, voces corales, succiones, fluidos, expulsiones y explosiones. En fin, una orgía pulsional, ocasión excepcional para captar en público las “intimidades” del sujeto contemporáneo en todos sus registros, del solido al liquido pasando por el gaseoso.
El rostro, como máscara de la persona, forma parte ya de este espectáculo desde las fiestas dionisiacas, donde su uso hacía resonar la voz del actor. Fue más tarde André Gide quien nos recordó que la máscara siempre es autentica y que no oculta ninguna ficción porque su secreto es que debajo no hay nada, que “todos debemos representar”. Antes, Baltasar Gracián en su dialogo cortesano (El Discreto) señalaba eso de “a pocas palabras buen entendedor” y añadía “y no sólo a palabras, al semblante, que es la puerta del alma sobrescrito del corazón”.
La bandera nacional, pintada en el rostro como máscara, tiene la doble función de mostrar ese símbolo del ideal patrio, y al tiempo velar que detrás de cada bandera hay un vacio muy particular, que ninguna enseña podrá nunca enmascarar ni representar por completo.
Cada uno de los “abanderados” ofrece su rostro a sabiendas que decenas de cámaras lo darán a ver a millones de ojos atentos y que por un instante fugaz será el objeto mirado. Ahí radica la satisfacción principal, en el juego mirar – ser mirado. La bandera añade un plus a otros objetos (pancartas, bufandas, camisetas), como símbolo colectivo: difumina el rostro particular, envuelve lo singular en un gesto universal. En cierto modo la pintura “crea” el rostro y le confiere su ser social (Lévi-Strauss). Como toda pantalla, refleja y oculta.
A la mirada se une, en esta escena tribal, la voz que la acompaña y cuyas resonancias y derivas conocemos bien. Muchas veces destacan la excelencia de lo propio, lo mejor del grupo, pero a veces dan rienda suelta a las pasiones del odio y la ignorancia, donde el otro ejerce de chivo expiatorio. No por casualidad la voz ha sido privilegiada en los regímenes totalitarios.
La satisfacción de exhibir los símbolos colectivos y mostrarse, participando en los cánticos y rituales deportivos, no es evidentemente un índice de fanatismo por sí misma, pero para algunos puede convertirse en un problema cuando, al apagarse las luces del espectáculo, no soporten la imagen, más vacía y silenciosa, que les devuelve el espejo de su realidad particular.
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